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—¡Hijo de puta! —soltó Zerilli.

—En realidad, esto solo le exculpa de los tres incendios de diciembre —comenté—. Parece que sí que estaba aquí cuando ocurrieron los otros. Pero a decir verdad, esto significaría que hay otro implicado en los incendios.

—Ni de coña.

—Es verdad, es poco probable —dije.

—¡Mierda! Anoche les pedí a los DiMaggios que devolviesen los bates. Les dije que podían quedarse las gorras. Supongo que les tengo que poner de nuevo en marcha.

—Creo que sí.

Sonó el teléfono. Levantó el auricular, comentó como estaban las apuestas para el partido de los Celtics contra los Nets, chupó la punta del lápiz, anotó una apuesta, colgó y, como si tal cosa, se empezó a rascar los testículos por encima del calzoncillo.

—¡Joder! —masculló—. Aun así, qué bien que hayas venido a contármelo en persona. Así no tendré que enterarme por el puto periódico.

Fumamos en silencio durante unos instantes.

—¿Te funciona bien el Cd?

—Sí.

—¿Te quedan habanos?

—Unos pocos.

—¿Qué tal apostarte unos cincuenta a los Yankees, para cubrir tu mierda de apuesta por los Sox?

—No, gracias, Colillas —rehusé—. Si ganan los Yankees sería para mí como dinero manchado de sangre.

Las persianas del piso de Jack estaban subidas y dejaban pasar los rayos del Sol, transformando el ambiente de deprimente a sólo un poco opresivo. En lugar de la bata del día anterior, Jack vestía vaqueros y camisa azul. Estaba recién afeitado con un corte en la mejilla izquierda y tenía bien peinado su pelo fino y gris. Llevaba colgado del brazo su chubasquero azul, el que tenía las iniciales del Cuerpo de Bomberos de Providence escritas en blanco en la espalda. Se disponía a salir de casa.

—¿Te has enterado? —dijo—. Luego lanzó una amplia sonrisa que dejó al descubierto los pocos dientes que le quedaban.

—Jack, yo…

—Justo iba a ir al parque de bomberos, donde los chicos. ¿Me quieres acompañar?

Le cogí del brazo y le dije:

—Jack, espera un momento.

Notó en mi expresión algo raro y se quedó quieto.

—¿Qué pasa, Liam? ¿Tus hermanos están bien?

—Jack, la policía ha detenido al tipo equivocado. Probablemente no quieran admitirlo todavía, pero tendrán que dejarlo libre en un par de días.

—¿Estás seguro? En la tele dijeron…

—Sí, estoy seguro.

Dejó caer los hombros y noté cómo se desinflaba. Tiró la chaqueta al suelo.

—Así que no se ha terminado todavía.

—No.

Porca vacca!

Ese era mi insulto italiano favorito. Significa literalmente «cerda vaca» y se utiliza en lugar de lo que usarían la mayoría de los americanos: «¡Vaya mierda!».

—Eso significa que Polecki y Roselli van a volver a por ti, Jack. ¿Te acuerdas de lo que te pedí que hicieras en caso de que vinieran?

—Que no diga nada. Que no vaya con ellos a no ser que me detengan. Si lo hacen, pedir un abogado.

—Eso es. Y no decirles que yo te he contado todo eso.

—Sí, ya me acuerdo.

Se derrumbó en el sillón que había junto a la mesa donde se había quedado la botella de Jim Beam, casi vacía excepto por unos cinco centímetros de líquido.

—¿Te tomas algo, Liam?

Nos quedamos sentados en silencio hasta que nos bebimos a morro lo poco que quedaba de la botella.

—Vuelve a verme cuando tengas un rato —me dijo.

—Quizá la próxima vez traiga mejores noticias.

Antes de salir le di un fuerte abrazo. Pareció un poco avergonzado.

—Aguanta, Jack. Mientras bajaba las escaleras noté de nuevo el aguijón de la úlcera.

Tampoco había mucha gente en Good Time Charlie aquel día. Marie no hacía de camarera esa tarde y tampoco llevaba puesta la malla del otro día. Esta vez no llevaba nada puesto, a excepción del liguero en el muslo derecho. Cuando me vio entrar, salió disparada hacia borde del escenario y separó el liguero con el pulgar para que le dejara un dólar y le diera una palmadita en el trasero.

—Gracias, Mulligan —dijo.

—El placer es todo mío —le dije con convicción.

Escogí uno de los reservados del fondo. Me acerqué para sentarme pero vi una mancha de cerveza en el asiento, así que elegí otro que tenía unas estupendas vistas de Marie que en ese momento se sostenía boca abajo agarrada de la barra.

Unos años antes el local solía estar muy concurrido, pero últimamente habían abierto seis nuevos clubes de striptease, la mayoría en la vieja zona industrial de la avenida Allens. Le habían quitado muchos clientes a Good Time Charlie y también atraían a muchos otros de toda Nueva Inglaterra, algunos incluso venían en viajes programados desde Boston, Hartford o Worcester.

Ese resurgimiento tuvo lugar gracias a que un abogado, que representaba a un cliente de una empresa que ofrecía servicios de compañía, había descubierto que, según la ley estatal, el crimen tipificado como prostitución se refería exclusivamente al ejercido en la calle. Eso, según él, significaba que la ley penalizaba la prostitución callejera, pero no decía nada sobre la legalidad del sexo pagado cuando las transacciones ocurrían bajo techo. Un juez le dio la razón y, de repente, ya no fue necesario ir a Tailandia o a Costa Rica. Los nuevos garitos tenían luces estroboscópicas, pinchadiscos y cabinas privadas donde chicas de la ciudad, con retoques que realzaban sus encantos hechos en Nueva York o Atlantic City, ofrecían bailes privados por treinta pavos y mamadas a cien.

Hasta ahora, lo único que habían hecho los legisladores del estado era proferir indignados discursos. Puede que sea un cínico, pero creo que el dinero estaba cambiando de manos: el viejo pelma que había dirigido el Good Time Charlie desde los setenta había limitado el contacto con las chicas a la ocasional palmadita en el culo. No era de extrañar que el negocio estuviera de capa caída.

Me estaba tomando el segundo refresco cuando apareció Polecki. Llegaba media hora tarde y se intentó sentar enfrente de mí. Le costó hacer pasar su barriga de Kentucky Fried Chicken por el reducido espacio que quedaba entre la mesa y el asiento.

—¿Y ahora qué, mamón? —fue todo su saludo.

No dije nada y me limité a pasarle los cargos de la VISA de Wu por encima de la mesa estropeada con quemaduras de cigarrillo.

—Ya, he conseguido eso mismo esta mañana de los amables chicos del Fleet Bank —me dijo—. Solamente ha hecho falta la amenaza de una citación. ¿Cómo lo has conseguido tú?

—Preferiría no decirlo.

—Porque has violado unas cuantas leyes por el camino, ¿verdad?

—Ninguna verdaderamente importante.

Intentó lanzarme esa mirada dura fingida, pero cuando vio que no hacía efecto, se dio por vencido.

—También tiene coartada en cuatro de los otros cinco fuegos —me dijo—. Todavía lo estamos comprobando, pero parece que es cierta. Me has hecho ir mareando la perdiz por ahí, capullo. Tu Señor Éxtasis no es nuestro hombre.

—Supongo que no. Lo que no entiendo es por qué echó a correr en la calle el otro día, cuando intenté hablar con él.

—¿Quién sabe? Igual llevaba drogas encima y te tomó por un narco. O quizá pensó que le querías atracar. Puede que no le guste conocer a gente nueva, o quizá simplemente no le gusten los gilipollas como tú.

—¿Y entonces, ahora qué?

—Tenemos cuarenta y ocho horas para retenerle o ponerle en libertad. El director quiere retenerle algún tiempo más, mientras el niñato ese de abogado defensor que le ha tocado en gracia averigua qué tiene que hacer. Así ganamos algo de tiempo para encontrar al verdadero culpable y evitamos el desastre que supondría para nuestra reputación dejarle marchar y quedarnos con las manos vacías.

—Entiendo —dije, mientras su cara dibujaba una mueca de preocupación.

—¡Dios! Esto es todo extraoficial, ¿verdad?

—Vamos, hombre. Sabes que nada es extraoficial, a menos que lo hayas dicho de antemano. Algo que deberás recordar si alguna vez te encuentras con otro periodista que sea más estricto que yo con las reglas.

La chica negra flacucha que el otro día había sido nuestro entretenimiento se nos acercó bamboleándose en su tanga, subida a unos tacones indecentes.

—Tráele una Narragansett. Corre de mi cuenta —dije. Polecki me miró con mala cara.

—No pensarás escribir un artículo sobre el jefe de la Brigada Antiincendios bebiendo mientras está de servicio, ¿verdad?

—Sí, seguro. Te pido una cerveza para engañarte y contarlo luego por ahí. Ni yo caería tan bajo por conseguir una noticia.

—Sí que has caído más bajo que eso.

La camarera volvió con su cerveza. Le di cinco pavos, luego saqué otro más que coloqué en la goma de su tanga. Por lo que vi no tapaba un culo digno de tocar.

—Bueno, volvemos a partir de cero, ¿no? —dije.

—Nada de «volvemos», Mulligan. Soy un oficial de la ley que dirige una investigación oficial, tú en cambio eres un puto parásito.

—¿Ninguna otra pista? —me limité a preguntar.

—Solo la de ese exbombero.

—Jack Centofanti.

—Yo no he dicho ningún nombre. Lo has dicho tú, la información no ha salido de mí.

—Entendido.

—Roselli está como empalmado pensando que lo hemos pillado. Yo no estoy tan seguro.

Polecki sacó un Parodi del bolsillo de la camisa y lo encendió con una cerilla. Olía a cigarrillo barato: parecía un pedazo de mierda envuelta en citronella.

—No te lo tomes a mal —le dije—, pero igual necesitas que alguien de fuera de la brigada te eche una mano.

—Mira —dijo—, el Departamento de inspección del Cuerpo de Bomberos estatal solo cuenta con tres investigadores antiincendios en todo el estado. Uno de ellos, Leay, solía ser el jefe de bomberos en Westerly y es bastante bueno. El otro, Petrelli, consiguió el trabajo por ser primo del presidente del partido Demócrata del estado. Se cree que lo sabe todo por haber asistido a un cursillo de dos semanas en la Administración Federal Antiincendios, pero no sabe una mierda.

—¿Qué es la Administración Federal Antiincendios?

—Otro de esas agencias del Departamento de Interior que no tienen ni puta idea de qué es lo que tienen que hacer.

—¿Y qué hay del FBI?

—Desde el 11 de septiembre solo están centrados en la lucha antiterrorista.

—¿No tenéis nada que sugiera que pueda tratarse de algo más que un chiflado?

—Nada. Siempre investigamos primero posibles fraudes para cobrar el seguro. Sin embargo, al ser cinco compañías distintas las dueñas de los edificios…

Encogió sus carnosos hombros y su voz se perdió en un hilo.

—El alcalde está encima de nosotros todo el día. El Consejo Municipal reclama insistentemente noticias al respecto. No entienden lo jodidas que son estas investigaciones. Es difícil encontrar pruebas que incriminen al culpable porque la mayoría de las veces suelen quedar calcinadas. Joder, si el incendio es lo suficientemente grande, ni siquiera es posible determinar cómo se ha originado. Es probable que ese chiflado siga actuando hasta que un día tengamos suerte y le pillemos con las manos en la masa.

El tufo del cigarrillo de Polecki era tan fuerte que casi me dieron arcadas. Para disimular el olor saqué un habano del bolsillo y lo encendí con el Colibrí.

—Bonito encendedor —comentó—. ¿No lo habrás sacado del Colillas, ese delincuente que tienes de amigo, eh?

—Quizá.

Sonrió con satisfacción, se acabó la cerveza y se desincrustó del asiento.

—Hasta luego, capullo —dijo mientras se marchaba.

En cuanto llegara al periódico tenía que fotocopiar todos los cargos de la tarjeta de Wu para mandárselos a su abogado. Los abogados defensores de oficio casi siempre se limitaban a hacer las comparecencias de rigor en los tribunales y tampoco confiaba en que Polecki actuara como debiera.

Marie agitaba su palmito bajo las luces rojas del escenario, siguiendo el ritmo de Ladies’Night de Kool & the Gang. Me levanté y me dirigí, refresco en mano, a la primera fila, para poder ver mejor. Varios minutos más tarde caí en la cuenta de que tenía los pezones de Marie a pocos centímetros de la cara; mi mente en cambio seguía pensando en Veronica.