33

Parece que siempre estoy a la carrera para conseguir algo: un titular, una cita textual, un sitio para aparcar o un artículo en primera página. Cuando tengo tiempo de descansar un minuto, lo que suelo hacer es fumarme un habano o animar a esos retrasados aunque millonarios que llevan cosidas las letras «Red Sox» en sus camisetas. Hoy en cambio me hallaba en medio de otro asunto y estaba encantando con ello.

Pasamos por delante de Nordstrom, situado en el centro comercial que había sido construido gracias a la corrupción en el Parlamento estatal, y que estaba situado a tiro de piedra de dicha cámara. Detrás de las ventanas se veían maniquís envueltos en atuendos que costaban el equivalente a mi salario anual. Decidí centrarme en las caderas de mi acompañante y en su rítmico y sedoso bamboleo por debajo de la falda. Tardé un minuto en darme cuenta de que me estaba hablando.

—… quería compartir contigo la firma del artículo, pero Lomax se negó, así que os he mencionado en la última línea del texto a ti y a Mason.

Cuando me di cuenta de que estaba hablando de trabajo, tuve una extraña sensación de desilusión. Le respondí:

—Formamos un buen equipo, Veronica.

—¿Tú y Mason?

—No, me refería a nosotros.

—Estoy de acuerdo —respondió.

En ese momento me di cuenta de que estaba hambriento. No me vendría mal comer algo.

Ante nosotros se hallaba uno de esos sitios pretenciosos decorados con helechos, barandillas de latón, suelos de madera noble y camareros presuntuosos con nombres como Chad o Corey que se pavonean por el lugar.

Cuando nos acomodamos en un reservado noté que Veronica empezaba a dejar atrás el día de trabajo. Se quitó la coleta, dejando su melena suelta, cayéndole por los hombros. Suspiró y cruzó las piernas, lo que desvió mi atención del menú de doce páginas que tenía delante.

Pidió ternera y yo una chuleta. Hay veces que solo se puede satisfacer el hambre con carne.

Veronica volvió a la carga. Comenzó a hablar de trabajo de nuevo mientras yo la seguía a duras penas: incendio intencionado, fechas límite, Wu Chiang. Yo solo quería verla recogiéndose el pelo y volviéndoselo a soltar; cruzando las piernas y volviéndolas a cruzar.

—¿No te sientes solo alguna vez, Mulligan?

Me pilló por sorpresa. Me di cuenta de que titubeaba, pero luego recordé lo machote que se supone que soy. Le contesté:

—Imposible sentirme solo cuando Gloria, Polecki y tú os morís por mis huesos.

No sonrió como pensé que lo haría. En su lugar, bajó la vista y acarició el borde del vaso con un dedo.

—Nos besamos, nos damos un revolcón en tu cama y luego nos dormimos juntos. Lo que quieres de mí a partir de ahora es algo que puedes conseguir en cualquier parte.

—Eso no es cierto —dije—. Con Gloria seguro, pero Polecki no tiene ni medio polvo.

—¿Por qué siempre te ríes de todo?

—De todo no, de la mayoría de cosas sí.

Me quedé en silencio un instante sin saber muy bien qué decir o cómo decirlo.

—Me tienes bien calado —continué—. Sabes cuánta mierda tengo que tragar cada puñetero día, cómo esa peste me persigue, y aun así consideras que no estoy tan jodido como para no poder estar contigo.

Cuando levantó la vista para mirarme fijamente apareció Chad o Corey trabajándose la propina. «No, no quiero más agua. No, no hemos acabado la bebida todavía. Metete la pimienta molida por donde te quepa. Vete a la puta mierda».

Estábamos callados. Era un silencio cómplice, lo cual me asustaba un poco. Había hablado demasiado. O no lo suficiente. ¿Qué era exactamente lo que había dicho? Ah, sí. «Mierda», «peste» y «jodido»: las tres palabras claves en una aventura amorosa.

—Mulligan.

Se había roto el silencio.

—También a mí me tienes enganchada. Y me han dicho que no soy una persona fácil de querer.

¿Querer? ¡Dios santo! ¿Quién había hablado de amor?

Me puse a cortar como pude la chuleta que tenía delante, en un intento de ganar tiempo para pensar qué responder. Entonces Veronica agitó de nuevo su melena y me quedé un momento sin respiración.

Cuando volvieron Chad o Corey con la cuenta, Veronica la atrapó, le dio la American Express y se fue al aseo de señoras. ¿Amor? ¿Quién había hablado de amor? Estaba todavía ensimismado cuando noté sus manos sobre mis hombros y su aliento en mi oído.

La seguí fuera del restaurante y paseamos agarrados hasta su coche. Entramos en mi casa y nos desnudamos sin que me diera tiempo a decidir si aquel calentón que notaba en cierto sitio era solo lujuria o algo más.

Me conocía la rutina de antemano: mucho besuqueo, me pondría a cien y luego a por una ducha de agua fría. Sin embargo, cuando me tumbé sus manos fueron más insistentes que de costumbre. Y su boca también. Luego se movió hasta colocarme dentro de ella.

Un cambio de rumbo, cuando menos, interesante. Como dicen los comentaristas deportivos, el público se volvió loco de contento.

¿Qué habría estado haciendo con Dorcas esos dos años de tiempo perdido? Fuera lo que fuese no se parecía en nada a lo que estaba ocurriendo en ese momento. Nos enredamos, retorcimos, deslizamos y ajustamos de nuevo. Nuestras narices se chocaron y nos reímos, cabalgamos y nos estremecimos. Y cuando todo terminó, nos acurrucamos juntos. Cansado y sudoroso, rogué para que al menos le hubiese parecido algo divertido. Era una mujer increíble.

Estaba apoyada sobre mi pecho. Levantó la cabeza y me sonrió.

—¿Esa prueba que te pedí que te hicieras?

—Dime.

—La has superado.

Así que lo que realmente había necesitado era más tiempo para decidirse. No habría tenido importancia si no fuese porque casi me hicieron un estropicio con la aguja en la clínica. Sin embargo, tenía que admitir que había funcionado. Reprimí un punto de irritación al pensar en por qué habíamos tenido que esperar tanto.

—¿Estás agotado o empezamos de nuevo? —preguntó.

¿Amor? ¿Quién había hablado de amor?