31

Bajé en ascensor hasta el vestíbulo y me di de bruces con Gracias Papá, que llegaba al trabajo todo emperifollado con el atuendo que parecía sacado de la película «Sucedió una noche».

—¿Adónde vamos hoy?

—Yo voy salir. Tú te quedas en tu escritorio.

Pasé a su lado rozándole, luego empujé de golpe la puerta de salida y crucé la calle a toda prisa. Un camión rojo de reparto de periódicos me pegó un bocinazo a la vez que frenaba con un chirrido. Quité el cartel de «Fuera de servicio» del parquímetro, ya que me podría ser útil alguna vez y me senté al volante. No me dio tiempo a cerrar el seguro de la puerta del asiento del copiloto: Mason la abrió rápidamente y se sentó dentro.

No había tiempo para discutir. Agarré el volante con fuerza y me salté el semáforo de la calle Fountain, pasé a toda pastilla por delante del Ayuntamiento y aceleré al cruzar el río Providence. La delicada mano de Mason se agarró con fuerza al reposabrazos de Secretariat.

—¿Qué ocurre? ¿Otro incendio?

—Lo sabrás cuando lleguemos.

Delante del establecimiento de Zerilli había aparcados tres coches patrulla, con sus luces azules enfocadas hacia el escaparate, bloqueando gran parte de la acera.

Cuando detuve el coche, vi cómo un agente uniformado ponía su manaza sobre la cabeza del Señor Éxtasis y la empujaba hacia abajo, obligándole a entrar en el asiento trasero de uno de los coches patrulla. Inmediatamente después el coche arrancó con las sirenas a todo meter.

—¡Mierda!

—Cogí el teléfono para avisar a Veronica. Por suerte, todavía estaba en la redacción, así que le pedí que mandara un fotógrafo a la comisaría que estaba a una manzana del edificio del periódico.

—Si te das prisa —le dije—, puedes llegar a tiempo para la rueda de reconocimiento.

Mason hizo una mueca de asombro.

—¿No quieres firmar tú el artículo?

—A la mierda —contesté—. Que se lo quede Veronica. Le pediría a Zerilli que me contara cómo fue la detención para pasarle a ella la información. Pero de momento no corría prisa. Arranqué y me dirigí hacia el norte por Doyle. Aparqué en un hueco que había enfrente del taller.

—Quédate en el coche Gracias Papá.

Mike Deegan estaba dentro viendo cómo un operario con un mono manchado de pintura pulverizaba de negro un descapotable Chrysler Sebring de color granate, dándole así una nueva identidad.

—Te esperaba —dijo—. Pásame las llaves, deja tu «montura» ahí fuera y vuelve en una hora.

Recogí a Mason y volvimos dando un pequeño paseo por una acera en mal estado hacia donde trabajaba Zerilli. En la cuneta quedaban montones negruzcos de nieve, únicos restos de aquel frío invierno.

La campanilla de latón que había sobre el dintel tintineó cuando abrí la puerta de la tienda y entré con Gracias Papá.

—¿Dónde demonios te habías metido? —preguntó Zerilli—. Te has perdido todo el jodido espectáculo.

Estaba de pie junto a la caja registradora. No acababa de parecer él mismo cuando llevaba los pantalones puestos. Sacó un Bic desechable, encendió con él un Lucky y lo dejó de nuevo sobre el mostrador.

—¿No deberíamos reunimos en tu oficina, Colillas?

—No hace falta. Acabo de contar toda la historia a la poli, así que no hay nada que tu perrito faldero no pueda escuchar.

—Me llamo Edward —dijo el perrito faldero extendiendo la mano a modo de saludo. Zerilli lo ignoró.

—Serían las once de esta mañana —dijo—, cuando el repartidor de Budweiser terminaba de reponer las existencias. Miré un momento a través de mi ventana y ¿a quién coño crees que vi? Al chino ese, al que hemos estado buscando por todo el barrio, entrando tan campante en mi tienda.

—Haz algo útil —le dije a Mason—. Saca la libreta y toma notas.

—Un par de los DiMaggios, Günther Hawes y Whimpy Bennett, trabajan donde Deegan, justo un poco más adelante en esta calle. Les llamé y les dije que movieran el culo y vinieran rápido. Después salí de la oficina a ver si le podía entretener mientras llegaban. El capullo se paseó por toda la tienda y finalmente se acercó al mostrador con un ejemplar de Penthouse y un Michelob. Le pidió a la chica un cartón de Marlboro y luego le vi mirando con disimulo el expositor de Colibris que hay detrás del mostrador. Pidió que le sacaran uno. Se le veía en la cara que le gustaba el contacto con el encendedor, probablemente porque pensaba utilizarlo en algún incendio.

»Hawes y Bennett entraron con unos bates que pillaron en el expositor que hay justo delante de la puta entrada. El capullo paga la compra, incluido el encendedor, se dirige a la salida y ve a mis chicos bloqueándole el paso. El capullo les dice: “Disculpen” e intenta abrirse paso. Hawes le pone la zancadilla, el tío se tropieza y se cae sobre la pila de bolsas de ganchitos. Mis chicos se colocan de pie encima de él con sus bates y el tío les mira acojonado.

»Entonces el capullo va y suelta algo realmente gracioso, con ese acento de chino de mierda. Empieza a gritar: “¡Socorro, llamen a la policía!”.

Mason frunció el ceño y levantó la vista del cuaderno. Preguntó extrañado:

—¿Quería que llamarais a la policía?

—Así que lo hice —dijo Zerilli—. Siento haberla cagado, Mulligan. Tenía que haberte avisado antes.

—No se preocupe, oficial Colillas —dije para fastidiarle un poco.

—Jódete. Ya te he dicho antes que no me hace gracia.

—Llama a Veronica —le dije a Gracias Papá—, y léele tus notas.

Cogí un bocadillo de carne y un té helado de la nevera, luego encontré un sitio en una mesa redonda que había bajo el toldo, fuera de la tienda. Al cabo de unos minutos Mason se sentó enfrente de mí con una bolsa de patatas fritas y una Coca-cola.

—¿Has conseguido dar con Veronica?

—Sí —contestó.

—¿Le has pasado todos los datos?

—Sí. Me ha preguntado si tenía algo que pudiera pasar la censura de Lomax, algo que no contenga las palabras «joder», «mierda» o «gilipollas». Le he contestado que va a tener que editar un poco las declaraciones.

—¿Le has contado todos los detalles?

—Ajá.

—¿Lo del capullo comprando el encendedor?

—Ajá.

—¿También lo del paquete de Marlboro y el Penthouse?

—No creí que fuera importante.

—¿Y lo de los ganchitos derramados por todo el suelo?

—Tampoco creí que fuera importante.

—No puedes escribir un buen artículo sin detalles Gracias Papá —le respondí—. Vuelve a llamarla y esta vez cuéntale todos los detalles.

Mientras la volvía a llamar tiré el envoltorio de mi bocadillo en la papelera de la entrada y entré de nuevo a la tienda. Zerilli estaba agachado recogiendo los paquetes de ganchitos desperdigados sobre las desgastadas baldosas del suelo.

—Oye Colillas, ¿cómo ha pagado ese capullo sus compras?

—Con tarjeta de crédito —contestó.

—¿Visa, Discover o MasterCard?

—¡Sheila! —le gritó Zerilli a la cajera—. ¿Qué tarjeta ha usado ese cabrón?

—VISA.

—Estupendo —dije—. Dame la numeración.

Secretariat estaba justo donde lo dejé, en el taller de «maquillaje» de coches robados, en teoría taller de reparaciones Deegan. Al acercarnos, salió del garaje y me lanzó las llaves.

—Ya lo tienes listo —dijo—. Disculpa las molestias.

Mientras ponía el coche en marcha puse la radio. Los primeros acordes de guitarra del tema Mammer-Jammer de Tommy Castro, que era el corte que estaba puesto en el Cd cuando arrancaron la radio, sonaron de forma estridente por los altavoces.

Mason se llevó las manos a los oídos y me pidió que bajara el volumen.

Alargué la mano hacia el mando y puse el volumen a tope.

Un instante después sonó el Smoke on the Water de Deep Purple. Aquello parecía una competición musical. Saqué el Cd y cogí el teléfono.

—¡Maldito hijo de puta!

—Perdona Dorcas, pero no tengo tiempo para charlar ahora.

Como dijo una vez Kinky Friedman, mi «filósofo» favorito: «Planeando sobre cualquier relación amorosa siempre hay pequeños billetes para el infierno que caen cual confeti desde las estrellas».

Encontré un sitio delante del edificio de la beneficencia, un poco más allá del periódico, aparqué y planté el cartel de «Fuera de servicio» sobre el parquímetro. No le veía la gracia, pero Mason lo encontró muy divertido. La nobleza nunca entiende del todo las tácticas de supervivencia de sus siervos. Tres minutos después, cuando salimos del ascensor para adentrarnos en la redacción, todavía seguía riéndose como una colegiala.

Estaba leyendo una copia del artículo de Veronica sobre la detención cuando apareció Lomax y dijo:

—Bien, por fin han pillado a ese capullo.

Yo no me sentía tan bien, pero asentí de todos modos.

—Ahora ha pasado a ser asunto de los tribunales, así que a partir de ahora el trabajo lo hará Veronica. Mejor ponte cuanto antes con la historia de los perros de rescate.

—En seguida, jefe.

Una vez más, decidí que me lo decía de broma. Si la historia de Sassy / Sugar no le había quitado las ganas de escribir sobre otros perros, nada lo haría.

Esperé a que se alejara antes de llamar a mi tía Ruthie, que trabajaba en el departamento de servicio al cliente de la central del Fleet Bank en Boston.

—¡Liam! —exclamó—. ¿Cómo está mi sobrino favorito?

Antes de pedirle el favor, charlamos un rato sobre cómo le iba a su hijo Conor, que estaba a punto de terminar su año de libertad condicional por revender billetes en el estadio de Fenway. Acababa de colgar cuando entró Mason con paso relajado.

—¿Y ahora qué hacemos? —dijo.

—Tapas de alcantarillas —contesté.

—¿Cómo dice?

—Tapas de alcantarilla —repetí.

—¿Qué pasa con ellas?

—Se supone que eres periodista Gracias Papá. Vete a por un cuaderno, una gabardina, un sombrero, disfrázate de niño de facultad de periodismo elegante. Arréglatelas como puedas. Empieza con el departamento de adquisiciones del Ayuntamiento. A ver si consigues averiguar algo digno de publicarse.

—¿Me está encargando un trabajo? —me dijo con incredulidad.

—Algo así —contesté.

—¡Gracias, Mulligan! Creía que no le caía bien. Tapas de alcantarilla. Casi me entra la risa. Con eso tendría su elegante culo alejado unos cuantos días.