Me puse una sudadera negra para asistir al funeral de Ruggerio Bruccola, El Puerco Ciego. En ella se podía leer: «Deja tu mensaje aquí».
Seis horas más tarde me encontraba en el bar del último piso del hotel Baltimore, un lugar diseñado por alguien con muy poco gusto. Me acomodé en una silla de cuero falso desde donde podía ver la ciudad engullida por la llovizna a través de los grandes ventanales.
Vinnie Giordano entró en el bar, miró a un lado y a otro y se dejó caer en una silla enfrente de mí. Llevaba el atuendo típico de los listillos de Providence: traje ajustado de Louis Boston, camisa oscura, corbata y cinturón blancos. Me dirigió su mirada de tipo duro, esa que probablemente ensayaba todas las mañanas delante del espejo. Necesitaba seguir ensayando.
—¿Has llevado esa ropa al funeral? —me preguntó.
Asentí con la cabeza.
—Tienes suerte de que no te hayan pegado un tiro —me dijo.
—Te he visto allí esta mañana, murmurando algo en el oído al alcalde —le comenté—. No sabía que fuerais amigos.
—No lo somos. Creció en Federal Hill, como Bruccola, el gilipollas de tu amigo el Colillas o como yo mismo. Lo que pasa es que desde que ha salido elegido hace como que no nos conoce. Me sorprendió encontrármelo, por eso quise darle las gracias por haber ido a presentar sus respetos.
El día había amanecido despejado y sorprendentemente suave. El sol bajo de marzo derretía los montones de nieve formando una niebla gris que se escurría sobre los zapatos de los allí reunidos: de los Sergio Rossi de las mujeres, de los Ferragamo de los hombres y de mis Reebok.
Hacia el oeste, la aguja del Pastor’s Rest, el monumento más alto del cementerio de Swan Point, flotaba sobre la neblina, señalando el lugar del eterno descanso de varias personalidades locales del siglo diecinueve. Al este quedaba la superficie gris del río Seekonk, arrugada como la piel de un anciano. Un remolcador amarillo navegaba contracorriente en dirección norte.
En un claro todavía salpicado de nieve se hallaban reunidas al menos mil personas, todas ellas gente importante del mundo del crimen, de la política, de los negocios o de la religión de Rhode Island. A su alrededor, una maleza de laurel, rododendro y azalea se mecía con la brisa del sur. El ataúd de acero gris plomizo y con unas agarraderas recubiertas de oro se hallaba rodeado de una enorme cantidad de coronas funerarias. A unos trescientos pavos cada una, a los allí reunidos les habían sacado la bonita cifra de ciento cincuenta mil dólares.
Al funeral habían acudido todos los concejales de Providence. También había suficientes representantes del Parlamento estatal para que hubiera quorum, además de tres jueces del Tribunal Supremo del estado. También pude ver a Ilario Ventola, el obispo de Providence. Resultaba curioso: no recordaba a ninguno de ellos en el funeral de los gemelos.
Brady Coyle estaba justo detrás del alcalde y de Giordano. Había sido compañero mío en el equipo de baloncesto del Providence College durante 1990, cuando terminamos con once victorias y diecinueve derrotas. Medía casi dos metros, lo que le obligó a agacharse hacia Giordano para murmurarle algo al oído. La mafia era un cliente más de su próspero bufete de abogados criminalistas. También estaba el Colillas rodeando con el brazo los temblorosos hombros de la viuda. No podía distinguirlo bien, pero creo que se había puesto pantalones para la ocasión.
A unos cincuenta metros pude distinguir a dos agentes de la policía que intentaban sujetar un teleobjetivo al techo de su coche, un Crown Victoria negro. Los dos agentes del FBI y un fotógrafo del periódico habían sido más atrevidos y, para poder disparar sus cámaras, se habían acercado al grupo escondiéndose detrás de los arbustos de rododendro que abundaban en ese lugar.
Me quedé observando cómo bajaban el cuerpo de Bruccola. Lo enterraron en el mismo suelo que en su momento acogió a H. R Lovecraft, a Thomas Wilson Dorr, a Theodore Francis Green y al mayor Sullivan Ballou. Pensé que, si hubiesen podido, se habrían levantado para cambiarse de vecindario.
Pero esa mañana, para el mundo del crimen de Rhode Island, el cementerio de Swan Point se había convertido en un lugar de peregrinación, donde había que estar y ser visto. Era el acontecimiento social más importante de la temporada.
—Hemos despedido al viejo con todos los honores —dijo Giordano.
—Desde luego. Y yo he ganado cincuenta pavos en la porra de la redacción por acertar quien iba a ser la personalidad de Rhode Island que iba a ir primero al hoyo.
—Pues entonces invitas tú.
Llamó a una camarera y pidió un bourbon con hielo. Cuando pedí un refresco me puso mala cara.
—Es por la úlcera —le dije para excusarme.
Giordano abrió mucho los ojos como si tratara de imaginarse cómo sería la vida en Rhode Island sin el refugio del whisky. Llamó de nuevo a la camarera y le pidió uno doble.
—Entonces, ¿qué va a pasar ahora? —pregunté.
—¿Con qué? —contestó.
—Me refiero a quién va a sucederle. Arena es la opción más lógica, pero le han pillado con el asunto ese del fraude laboral. La última vez que hubo un vacío de poder en Providence, hasta que llegó Bruccola, aparecieron muchos listillos en maleteros de coches y otros tantos flotando en el río.
—¡Anda ya, hombre! Estás hablando de hace treinta años. Esa mierda ya no ocurre. Los tipos como Arena, Grasso o Zerilli son ya demasiado viejos para meterse en líos. Y los más jóvenes, como yo o Johnny Dio o Cadillac Frank tenemos títulos de universidades como Providence College o Boston College. Yo soy promotor inmobiliario, Johnny está en el sector de la construcción y Frank vende coches. Ya no vamos por ahí pegando tiros a la gente.
—¿Y qué me dices de ejecutar a gente con el cable de un piano o machacarles la cabeza con una tubería de plomo? —quise saber.
—Que te den —soltó enfadado.
—Así que la cosa está entre vosotros tres, Dio, Cadillac Frank y tú, ¿no? —continué.
—¿Yo? Ni lo sueñes, tío. Gané un millón y medio con mi negocio el año pasado. No necesito la pasta ni las preocupaciones y tampoco me va ya esa ambición.
En ese momento entró el chico de los periódicos haciendo la ronda por las mesas. Giordano le lanzó unas monedas y echó una ojeada a la portada: «La policía presenta sus respetos en el funeral por el capo de la mafia local». Dejó caer el periódico con fuerza encima de la mesa.
—¡Por Dios, Mulligan! Esa no es forma de ganarse la vida. ¿Por qué no nos asociamos, compramos un bonito pedazo de tierra y construimos unos chalecitos?
—Le prometí a mi madre que no la traicionaría hasta los cuarenta —contesté—, así que tendrás que esperar hasta octubre.
—Veo que todavía no te has cansado de estar en lo más bajo del escalafón social.
—No, el dinero que ganas es una mierda, pero la clase de gente con la que tratas es mejor.
—¿Como los funcionarios públicos, por ejemplo? Me he enterado de que has estado en el registro investigando el nombre de los propietarios de los edificios que se han quemado en Mount Hope.
—¿Cómo te has enterado de eso?
—Por un funcionario amigo mío. También sé que andas por ahí de noche patrullando.
—¿Y cómo te has enterado de «eso» también?
—Por un poli que conozco.
Le dio un sorbo a la bebida y sacó un Partagás del bolsillo de la chaqueta. Le quitó la punta con un cortador de plata. La prohibición de fumar en lugares públicos estaba debatiéndose en algún comité, esto le impedía transgredir una norma para poder luego presumir de ello. Me incliné y le ofrecí fuego con el Colibrí.
—Me gusta —dijo—. ¿Lo has sacado del Colillas?
—Puede ser.
—Dio una calada al puro y echó un humo azul y oloroso hacia una mujerona que le miraba frunciendo el ceño.
—Te diré algo, Mulligan —añadió—. Me hiciste un favor el año pasado al no publicar lo de mi sobrino conduciendo borracho. Le va muy bien, por cierto. Se va a licenciar en Empresariales en la Universidad de Rhode Island. Le lleva el libro de apuestas deportivas de la universidad a Zerilli y se saca con ello dos mil por semana. Así que has hecho una buena labor. Deja que te devuelva el favor yo ahora. No pierdas más el tiempo con lo de Mount Hope, te buscaré otra historia mejor.
—¿Cómo qué por ejemplo?
—Tapas de alcantarilla.
—¿Eh?
—Ahí veo una historia digna de algún premio periodístico, Mulligan. Para que puedas poner una bonita placa en la pared de tu cuchitril de la calle America. Piénsatelo y llámame si te interesa.
Antes de que pudiera preguntarle cómo sabía dónde vivía o de qué demonios estaba hablando, el peso ligero de la mafia local se levantó del asiento y se dirigió hacia los ascensores. Casi me dio pena. Debe ser duro hacerse ilusiones de llegar a ser como «El Padrino» y tener pocas posibilidades de conseguirlo.
En la televisión del bar, Tim Wakefield animaba a su equipo, un tanto disminuido, en un entrenamiento de pretemporada. Todavía podía recordarle subiendo el montículo, derrotado, después de haberle regalado el home run final al cabrón de Aaron Boone en la Serie de Finales de la Liga Americana de 2003. De todas las veces que los Red Sox habían perdido contra los Yankees, aquella fue la que más me dolió. Ni las dos ocasiones en que ganaron las Series Mundiales en los siguientes cinco años consiguieron borrar aquel desastre de mi memoria. En toda Nueva Inglaterra los seguidores del equipo todavía se lamentan por aquella oportunidad perdida, como si se tratara de la muerte de un ser querido.
Di un sorbo a mi refresco y miré por la ventana. Estaba oscureciendo. La estatua del Hombre Independiente, el símbolo de Rhode Island, brillaba desde su pedestal en la cúpula del Parlamento estatal. Me reí al recordar cuando bajaron la enorme estatua y la cedieron al centro comercial Warwick, para atraer a los turistas durante sus compras navideñas.
La bandera del estado, con sus distintivos del ancla y el lema «Esperanza», languidecía bajo la lluvia al lado de la cúpula. En honor a la verdad, haría falta bajar ese cachivache e izar en su lugar una bandera pirata.