Cuando salimos de la redacción a la calle Fountain caían algunos copos de nieve.
—¿Adónde vamos? —preguntó Mason.
—Lo sabrás cuando lleguemos.
—¿Puedo conducir?
—Por supuesto.
Nos dirigimos unos cuantos metros calle abajo, sacó el mando a distancia y abrió con él un Jaguar Serie E, azul metálico opalescente, que estaba aparcado en la acera.
—¿Te gusta tu coche? —pregunté.
—Desde luego —admitió.
—Entonces mejor cogemos el mío —contesté.
Nos acomodamos en mi Bronco mientras sus ojos reparaban en los cables que salían del hueco donde antes estaba la radio.
—Deja el Jaguar en Newport —le dije—. Agénciate un Chevrolet usado o un Ford para conducir hasta el periódico. Y si tienes que aparcarlo otra vez en Providence, mételo en un parking, ponle un candado, quítale las ruedas y llévatelas contigo.
—Entendido, señor Mulligan.
—Y deja de llamarme «señor».
—No sé cómo se llama, sólo su firma: L. S. A. Mulligan.
—Escucha —dije—, llámame Mulligan y yo te llamaré Gracias Papá.
—Me gusta más Edward.
De camino al súper de Zerilli, pasamos por dos de los edificios incendiados. Varias grúas de Construcciones Dio se afanaban por derribar lo que quedaba y cargarlo en varios camiones. Retrocedí para aparcar en un sitio justo delante de la tienda y le dije al chico que se quedara.
—¿Por qué no puedo entrar? —preguntó.
—¿Te acuerdas de esa lección que te di sobre la confidencialidad de las fuentes de un periodista? Pues bien, por eso mismo.
—¿Otra vez por aquí? —dijo Zerilli a modo de saludo—. ¡Cuántos habanos se puede llegar a fumar un chupatintas como tú!
—Solo he encendido cuatro de la última caja que me regalaste, Colillas. Pasaba por aquí y quería saludarte, ver qué tal te iba.
—¿Qué tal te funciona el Colibrí?
—Mejor que Ramirez en su buena racha de hits, tan de fiar como el guante de Lowell en la tercera base. Ahora que lo pienso, ¿cómo están las apuestas sobre si lo van a volver a conseguir?
—Esta semana nueve a dos. Si vas a tirar el dinero, mejor hacerlo ahora. Se rumorea que el hombro de Colón puede estar curado. Me han contado que tira a ciento cincuenta, según la pistola de medición. Si está curado, la apuesta será de cuatro a uno. Una mierda de apuesta, de todas formas, porque seguro que no repiten. Solo hay dos equipos que lo hayan conseguido en los últimos treinta años.
Sacudió la ceniza de su Lucky Strike y se rascó los huevos por encima del calzoncillo.
—Apúntame cien pavos.
Me lanzó una mirada de desaprobación, se quitó el lápiz de detrás de la oreja y lo anotó. Después se frotó la muñeca derecha donde tenía un moratón.
—¿Es la marca de las esposas?
—Si —contestó—. Me las ajustaron que no veas, los muy mamones.
—¿Cuánto tiempo estuviste detenido?
—Pasé toda la noche. La mitad del tiempo estuve sentado en una silla metálica que me machacaba la espalda sin piedad. Dos detectives me estuvieron amenazando todo el tiempo y el mocoso del fiscal no paraba de decirme que me iba a empapelar por el caso de los DiMaggios a menos que largarse contra Grasso. Como si yo fuera a hacer algo así. Los muy capullos, ¡Dios!
—¿Grasso ha mandado a su abogado para sacarte?
—Sí —afirmó—. Brady Coyle apareció sobre las ocho de la mañana todo almidonado. Al final no habría hecho falta que viniese.
—¿Por qué? —pregunté.
—Justo al amanecer me sacaron del calabozo y me llevaron a la oficina del jefe. Me quitó él mismo las esposas, me dio la mano y se deshizo en disculpas. Me hizo sentar en una de sus sillas de cuero y me ofreció café y bollos. Después volvió a disculparse. No hacía más que llamarlo «un malentendido». Me pidió que no le guardara rencor.
—¿A qué venía eso? —pregunté divertido.
Pero Zerilli respondió:
—¿Quién es el gilipollas del sombrero?
Los dos miramos a Mason a través de la ventanita del despacho de Zerilli. Allí estaba, todo larguirucho, con su sombrero y su chaquetón sonriendo al hojear una revista porno que volvió a colocar en el estante.
—Está conmigo —le dije—. Le pedí que se quedara en el coche, pero no está acostumbrado a recibir órdenes.
—Mientras no intente subir aquí me da igual.
—Si lo intenta —contesté—, le pego un tiro yo mismo.
—Me estaba comiendo el bollo —continuó Zerilli— cuando irrumpieron en la sala esos dos retrasados de Polecki y Roselli. El jefe me los presentó con mucha seriedad, como si no conociera a esos dos capullos.
—¿Qué quería ese par?
—Los cuatro, la pareja de idiotas, el fiscal niñato y el jefe, arrimaron las sillas y se sentaron formando un círculo a mi alrededor. Me enseñaron una puta foto de un oriental con una cazadora de cuero negra que observaba uno de los incendios. Creo que fue en el que murió DePrisco. Pobre muchacho. He empezado una colecta aquí en la tienda, para su mujer y sus hijos.
Mason se estaba sirviendo una taza junto a la máquina de café. Echó un vistazo rápido al despacho de Zerilli, pero al ver que le observaba muy serio desvió rápidamente la mirada.
—Era el mismo tío que me enseñaste la última vez —me dijo Zerilli—. ¿No la habrán conseguido gracias a ti, verdad?
—Joder, no.
—Menos mal, eso pensaba.
Mason se sirvió una segunda taza y cogió varios paquetes de azúcar y otros tantos envases individuales de leche.
—¿Y qué paso después? —continué preguntando.
—El jefe dijo que tienen verdaderas ganas de trincar a ese tío y me preguntó si yo accedería a repartir la foto entre los DiMaggios para que estuvieran alerta.
—Increíble —dije.
—Sí. De un día para otro pasamos de ser una amenaza para la sociedad a casi ser galardonados.
—Oficial Zerilli —dije con sorna.
—Oye, cabrón; eso no tiene gracia, Mulligan.
—¿Y entonces declinaste su propuesta?
—¡No, qué va! No saco nada si les cabreo —dijo. Y añadió—: Además, yo también le tengo ganas al cabrón ese. Me han dado este taco de fotos —dijo, al tiempo que pasaba su mano pálida y huesuda por un montón de copias de diez por quince que guardaba boca abajo en su escritorio—. Se las voy a pasar a los chicos esta noche.
En ese momento, Mason estaba en la caja pagando sus cafés.
—Por supuesto, me pidieron que me asegurara de que los chicos no le daban una paliza en caso de que le pillaran. Les dije que no habría problema. Me han pedido que les quite los bates, que la idea de una patrulla ciudadana fue muy buena, pero que darles un arma era buscarse problemas.
—¿Y qué les contestaste?
—Que no iba a mandar a los muchachos a patrullar de noche sin algo para protegerse. «Como veáis: bates o semiautomáticas», les dije.
—Bien hecho —contesté, y me levanté para marcharme.
—Oye, me he enterado de que te birlaron la radio del coche la otra noche —me dijo Zerilli.
—¿Quién te lo ha dicho?
—No te lo puedo decir. Pero si te pasas por el sitio de Deegan te puede instalar gratis uno nuevo. Es un favor que me debe. Quién sabe, igual resulta que es el mismo que te robaron. Ya le he adelantado que te pasarías a verle.
Bajé las escaleras, dejé un billete de veinte en el tarro de la colecta de DePrisco, avancé hasta la máquina de café y me llevé unos cuantos envases de leche. Mason me estaba esperando junto al Bronco. Me ofreció un café. Abrí la tapa de plástico, vacié la mitad del contenido y luego añadí todos los botecitos de leche.
—¿De qué iba esta visita? —me preguntó.
—Iba de que no sabes hacer lo que se te dice.
—¿Qué tal está el café? No sabía cómo lo toma —contestó.
—¿Oíste lo que te dije? —insistí.
—Sí. Lo siento, Mulligan. No volverá a ocurrir.
—Y deja de ponerte ese estúpido sombrero —le dije.
—No, eso sí que no —contestó—. Es bueno y me gusta mucho. Creo que me hace parecer mayor.
—Pues estás muy confundido.