El despacho del director del periódico era una sala de cuatro paredes de cristal en mitad de la redacción; parecía un acuario. Más de una vez había soñado con sellarlo con silicona, llenarlo de agua y añadir peces tropicales.
Podía ver a Marshall Pemberton a través del cristal. Estaba sentado tras su reluciente mesa de madera de roble, con su corbata roja muy del Partido Republicano y con las mangas de su camisa almidonada bien remangadas: preparado para la faena. Lomax también estaba allí, hundido en el sillón granate reservado para las visitas. Entré en el despacho y me dejé caer en un sillón igual.
—¿Queríais verme? —pregunté.
—Mulligan —dijo Pemberton—. Te hemos escogido para un cometido muy importante.
—Gracias, pero ya tengo algo muy importante entre manos.
Pemberton observó a Lomax, subió una ceja, optó por ignorar mi impertinencia y prosiguió.
—Como puede que sepas, el hijo del dueño de este periódico ha regresado de Columbia y empieza hoy a trabajar como reportero para nuestra edición digital. Es un joven muy responsable, con un interés genuino y profundo en el periodismo. Quiere aprender del mejor, por eso hemos pensado en ti para que seas su mentor. Hasta nuevo aviso, te acompañará en todos tus cometidos.
—Bueno —dije—, me siento muy honrado con este honor, pero hay un pequeño problema.
—¿Un problema? —preguntó sorprendido.
—El problema es que estoy metido de lleno en el asunto de los incendios en Mount Hope y no tengo ni el tiempo ni la paciencia para sonarle la nariz o cambiarle los pañales a ese niño rico.
En el lapso de unos pocos segundos se reflejaron en el rostro de Pemberton una docena de expresiones distintas, que oscilaban desde la ira a la desesperación. Amagó con decir algo, pero luego se lo debió pensar mejor porque miró a Lomax con cara de súplica.
—No tienes voto en este asunto, Mulligan —afirmó Lomax.
—¿Por qué no le buscáis un sitio a su rico culo en la sección de Hogar? —les propuse—. Así dejará de pasearse por aquí, meterse en mis asuntos y deciros qué tenéis que publicar en la portada.
—De hecho, en un primer momento es lo que pensamos —asintió Pemberton—. Sin embargo, el chaval insistió mucho en empezar su carrera desde abajo. También insistió en que quería trabajar contigo. Al parecer ha estado siguiendo tu trabajo y ha llegado a la conclusión de que eres el mejor. Intenté quitarle esa idea de la cabeza, pero no hubo manera. Sinceramente, Mulligan: eres la última persona que habría elegido. Eres como un dinosaurio en lo que se refiere a las nuevas tecnologías y estoy bien al tanto de tu actitud irreverente hacia los dueños de este periódico. Pero la decisión no depende de mí.
—¡Dios! —dije, pero tampoco Él podía hacer nada.
—Todos trabajaremos para él algún día, Mulligan —dijo Lomax—. Muestra un poco más de jodido respeto.
Cuando volví a mi escritorio me encontré allí a Edward Anthony Mason IV sentado en el borde de la mesa. Parecía como si acabara de salir de las páginas de «El Gran Gatsby», con su cintura estrecha, sus piernas largas enfundadas en unos pantalones de marca y una bufanda de seda que costaba más que todo mi armario. Cuando se quitó el sombrero dejó al descubierto sus rizos castaños.
Me saludó.
Yo le contesté:
—Piérdete.
—¿He llegado en mal momento?
—Sí. ¿Qué tal si te vas a jugar al polo y no vuelves hasta dentro de treinta años?
—¿Le he ofendido de alguna manera?
—Me ofende cualquiera que piense que va a dirigir este negocio cuando todavía no es capaz de escribir un titular. ¿Quieres apostar? Elige el día en el que crees que papá va a ascender a presidente de la junta y le va a nombrar director a su niño. Si me preguntas a mí, apuesto cincuenta pavos a que no lo consigues.
—¿Habla en serio?
—Totalmente en serio.
—¿Por qué dice eso?
—Porque los periódicos son un negocio en declive, hijo. Los lectores nos están abandonando. Algunos foros y tiendas de Internet como eBay y otras nos están quitando el negocio de los anuncios clasificados. Ya no tiene vuelta atrás.
—Solo estamos en una época de transición —dijo Mason.
—¿Es eso lo que has aprendido en Columbia? ¡Mira a tu alrededor, por Dios! Todos los periódicos están recortando gastos, cerrando oficinas en Washington, disminuyendo el número de páginas que imprimen y despidiendo a cientos de periodistas. Y aun así están malgastando un montón de dinero. El Knight Ridder ya ha tirado la toalla. The Tribune Company parece que también está en las últimas. El Rocky Mountain News, el Seattle Post-Intelligencer y el San Francisco Chronicle están al borde del desastre. Si crees que no nos va a ocurrir a nosotros, te estás engañando a ti mismo. Corre el rumor de que hemos perdido unos dos o tres millones el año pasado.
—Más —dijo Mason.
—¡Oh, mierda! ¿En serio?
—Sí.
—¿Cuánto más?
—No puedo decirlo.
—O sea, que va a haber despidos.
—Mi padre y yo haremos todo lo posible para evitarlo.
—Pues a menos que puedas retroceder en el tiempo y evitar que Al Gore «desinvente» internet, no hay mucho que puedas hacer —le contesté—. Los periódicos están en las últimas, chico. Para cuando estés preparado para tomar el control, no quedará nada que controlar.
Mason iba a contestar cuando apareció Pemberton.
—Veo que os estáis conociendo —dijo con un tono despreocupado que contrastaba con la expresión severa de su rostro—. Edward, ¿te está tratando bien Mulligan?
—Le estaba preguntando de dónde sacó esa referencia de «Dos tontos muy tontos», señor Pemberton. Y por poco me come. Me ha dicho que un periodista nunca revela sus fuentes. Tengo mucho que aprender y el señor Mulligan es el mejor maestro que pueda imaginar. A su lado, los catedráticos de Columbia parecen unos aficionados. Quisiera agradecerle de nuevo que me haya permitido trabajar con él.
—De nada, Edward. ¿Tienes alguna pregunta? ¿Algo que necesites?
—No. Por ahora nada, señor Pemberton.
—Pues ya sabes, mi despacho está siempre abierto.
«No siempre ha estado abierto para mí», pensé, y estaba a punto de decirlo cuando Pemberton le dio unas palmadas a Mason en la espalda y se escabulló con la preocupación todavía reflejada en su cara.
—De acuerdo, chico —dije—. Vamos a jugar a ser periodistas.
Unas cuantas noches patrullando por calles infestadas de ratas; un encuentro o dos en antros como Good Time Charlie; un par de madrugones con nieve hasta las rodillas y probablemente se le pasarían las ganas de jugar a ser reportero.