25

Aparqué a Secretariat y subí el estrecho tramo de escaleras que había hasta mi piso. El cepillo de dientes de Veronica seguía en el cubilete del baño como un recuerdo tranquilizador.

Encendí la televisión para ver una reposición de la serie «Ley y Orden» y me puse a leer un documento del gobierno de los Estados Unidos titulado «Guía del siglo XXI del Departamento de Alcohol, Tabaco y Armas de los Estados Unidos: Incluye Incendios provocados y Explosivos; Detección y Amenazas de Bombas; Brigada Antiexplosivos; Tecnología de Balística para la resolución de delitos; Comercio de Armas; La ley Brady; Educación y Entrenamiento para la Resistencia de Grupos Violentos; Contratación de Agentes Especiales; Información de Seguridad; Leyes, Reglamentos y Manuales; Divisiones; Laboratorios; Formularios; Boletines de la División de Alcohol, Tabaco y Armas de Fuego, Brigada para Incendios a Iglesias (Manual de Información Federal Clave)».

Parecía como si Clint Eastwood hubiera comprado los derechos para hacer una película.

Creo que me quedé dormido, porque los golpes que oía en la puerta me pillaron desprevenido. Medio dormido, di unos pasos descalzo por el suelo frío, giré el pestillo y me encontré con Sharon Stone limpiándose las botas blancas de plástico en el felpudo de la entrada. Era extraño. No esperaba a nadie de Hollywood. La única persona nacida en Rhode Island que sabía que había estado en Hollywood era una comediante llamada Ruth Buzzi, pero no se había oído hablar de ella desde que suprimieron el programa de sketch cómicos «Laugh-In» en el que salía.

—¿Bueno? —me dijo Sharon Stone—. ¿No me vas a invitar a entrar?

—Perdona mis modales, Gloria —le contesté, mientras mis neuronas se volvían a conectar—. Si hubiera sabido que eras tú, me habría puesto una camisa.

—Bonitos pectorales —dijo mientras cruzaba el umbral.

«Sí, desde luego», pensé. Llevaba un suéter blanco de canalé que le marcaba la forma del pecho a la vez que disimulaba su cintura regordeta. Llevaba dos cámaras Nikon colgadas del cuello: una con un angular y la otra con un teleobjetivo. Las correas negras le caían justo en mitad del escote. Buscó con la mirada un sitio donde dejar el chaquetón verde que llevaba colgado del hombro derecho. Como no encontró nada, lo dejó caer al suelo.

Le ofrecí una bebida, pero rechazó tanto los restos de Russian River de Veronica como mi antiácido. Nos sentamos en el borde de la cama. Yo me había puesto un viejo jersey de Pedro Martinez de los Red Sox, a pesar de su insistencia en que no era necesario. En la tele, la serie acababa con Sam Waterston y una joven actriz anoréxica, que no parecía en absoluto la ayudante del fiscal del distrito, celebrando otro éxito del sistema judicial americano frente al crimen. El tipo de la empresa telefónica Verizon salió luego diciendo eso de «¿Me escuchas ahora?», algo que me sacaba de quicio cada vez que lo oía. Como no le podía dar un puñetazo, le cerré la boca con el mando a distancia.

—Y bien —dijo—. ¿Así es como piensas pasar la tarde? ¿Viendo cómo unos actores simulan resolver casos? ¿No prefieres salir a la calle a aclarar tú mismo unos crímenes que son de verdad?

—¿Qué quieres decir? —pregunté.

—Quiero decir que me he enterado de que sueles pasear por Mount Hope de noche —contestó.

—¿Quién te ha contado eso?

—Un policía que conozco.

—Sí, he perdido el tiempo merodeando por Mount Hope durante varias noches porque no se me ocurría nada mejor que hacer. Pero es inútil, Gloria. Ya no voy a hacerlo más.

—No es una pérdida de tiempo —dijo Gloria—. Puede que tengas suerte. Yo la he tenido.

—¿Y eso?

—La noche del incendio de la pensión. Yo fui la que dio la alarma. Saqué cuarenta fotos antes de que llegara el primer camión.

—Creía que habías dicho que te topaste con el incendio de camino a casa.

—Mentí —dijo Gloria.

Resultó que se había pasado casi todas las noches de las últimas dos semanas dando vueltas por el vecindario, la mayoría en coche, aunque a veces salía de su Ford Focus para estirar las piernas. Me acordé de aquella figura que vi la primera noche que salí, aquella que llevaba algo que no pude identificar. Puede que fuera Gloria.

—Así que has tenido suerte una vez —dije—. No creo que vuelva a ocurrir.

—Un fotógrafo se busca su propia suerte. Esas fotos del incendio me han sacado del laboratorio. Empiezo como reportera fotográfica la semana que viene.

—Eso es estupendo, Gloria. Ya era hora. Pero no me gusta la idea de que vayas por ahí sola de noche.

—Entonces ven conmigo —me dijo—. Para eso he venido, para convencerte de que me hagas compañía.

—¿Qué te parece si nos quedamos aquí y vemos el programa de Craig Ferguson?

—Venga, Mulligan. Es una noche despejada de luna llena. Tengo un termo con un montón de café caliente y música de Buddy Guy. Puedes fumar en el coche si quieres. O también me puedes besar, no me importaría.

Se inclinó hacia mí, y me rozó con sus labios, para ver qué pasaba.

—Sí —aseguró—, creo que me gustaría.

—Sí, a mí también me ha gustado, pero, eh…

—Pero estás pensando que a Veronica no le haría gracia.

—En efecto.

—¿Lo vuestro va en serio?

—No; bueno, no lo sé. Quizá.

—¿No crees que estar una noche conmigo te ayudaría a aclararlo?

Podría perfectamente. Era una proposición totalmente lógica y muy tentadora. Aun así, tenía la sensación de que algo no encajaba. Me empecé a abrigar para salir.

Estaba poniéndome unos pantalones en el cuarto de baño, con la puerta cerrada, cuando de pronto sonó el teléfono.

—¿Te importaría coger el teléfono, Gloria? —pregunté, aunque debía haber sido más cauto.

Gloria dijo «Hola» y después se quedó muy callada. Me acabé de subir el pantalón, salí deprisa y cogí el auricular.

—¡Maldito hijo de puta!

—Hola, Dorcas.

—¿Quién es?

—Es una compañera del periódico.

—¿Ya te la estás tirando?

—Todavía no.

—Asegúrate de informarme para que pueda añadir otro nombre al apartado «Adulterio» de la demanda de divorcio.

—Buenas noches, Dorcas —le dije, tras lo cual colgué.

—¿Era tu casi exmujer?

—Sí.

—Tendrías que haber oído lo que me ha dicho.

—Lo siento. Está como una cabra, o algo peor.

—Eso me ha parecido.

—Ya ves, Gloria, en estos momentos, mi vida es un poco complicada.

—¿Y crees que yo la complicaría más?

—Sí, sería una complicación agradable, pero sí, sería otra complicación más.

—Vaya, mierda. Bueno, ya sabes dónde encontrarme cuando arregles tus asuntos.

Y con ese comentario, Sharon Stone me dio un abrazo de despedida, recogió su chaquetón del suelo y salió por la puerta.