Esa misma noche, cuando la policía vino a recoger a Sassy / Sugar, Ralph y Gladys Fleming se parapetaron en el interior de su casa.
Los policías, preparados con las pistolas desenfundadas, intentaron negociar con ellos a través del megáfono. Como no funcionó, cargaron con un ariete para golpear la puerta de entrada. Al levantarlo, se resbalaron en las escaleras heladas y se cayeron en la nieve que se amontonaba en el suelo. Le proporcionaron a Logan unas bonitas imágenes para el telediario de las seis. Los agentes se levantaron como pudieron, recogieron el ariete y, cuando lo iban a blandir de nuevo, Martin Lippit, el supuesto dueño legítimo, les detuvo diciendo que aquello era ridículo. Durante unos instantes, los doce agentes se quedaron ahí quietos sin saber muy bien qué hacer. Después, se montaron en sus coches patrulla y se marcharon.
Logan terminó su reportaje con la noticia de que el Canal 10 se había prestado a resolver la disputa. Se harían radiografías de las patas del perro y un examen de las plantas de las patas, lo que determinaría si Sassy / Sugar había recorrido todo el país o tan solo había cruzado una calle. La Escuela de Veterinaria de la Universidad Tuft de Grafton, en Massachussetts, se encargaría del análisis. El Canal 10 pagaría la factura y Lippitt y los Fleming accedieron a acatar el resultado.
—¿Sabes? —dije cuando empezaron los anuncios en la tele del bar—. Lo triste es que un idiota como Logan parece tener más sentido común que todo el Departamento de Policía de Providence.
—¿No sería más sencillo que alguien consiguiera ponerse en contacto con esa gente de Oregon y ver si todavía tienen al perro? —preguntó Veronica.
Edna Stinson me había dicho hacía una semana que a Sassy lo atropelló un camión, pero ya era un poco tarde para contar algo así, por lo que me limité a decir:
—Hardcastle lo intentó, pero los Stinson se habían marchado a British Columbia a pescar durante un mes.
Veronica sacó un paquete de cigarrillos Virginia Slims del bolso y se llevó uno a la boca. Me incliné para encenderle el cigarrillo con el Colibrí. Le dio una calada, se lo pensó mejor y lo apagó en un cenicero.
—Ya no se puede fumar en el trabajo —dijo—, así que es un buen momento para intentar dejarlo.
Yo anhelaba otro habano, pero me pareció que tampoco era el mejor momento para encender uno.
Veronica se levantó de la silla, puso unas monedas en la gramola y empezaron a sonar unas cuantas baladas. Cuando le tocó a la versión de Garth Brooks del To make you feel my love de Bob Dylan, nos levantamos para bailar. Teníamos muy poco espacio entre las mesas y nuestros zapatos hacían ruido al pisar la suciedad del suelo. Me gustaba lo bien que encajaba su cuerpo contra el mío. Más tarde salimos cogidos de la mano. Era la primera noche despejada desde hacía un mes.
La luna llena se reflejaba en el edificio del Ayuntamiento. Nos besamos en la acera. Era pronto, pero estábamos de acuerdo en que los dos habíamos trasnochado más de la cuenta en los últimos días. Nos subimos a nuestros respectivos coches y cada uno se fue a su casa.