23

Pregunté por Rosie en el parque de bomberos de Mount Hope, pero me dijeron que se había tomado el día libre. Habría media docena de bomberos en la cantina, sentados en sillas desparejadas alrededor de una mesa de formica amarilla. Observaban al Coronel Ronan McCoun mientras este sacaba una fuente de lasaña del horno.

—¿Está por aquí Jack Centofanti? —pregunté, pero solo recibí unas miradas de pocos amigos.

Miré a McCoun y puse cara de sorpresa.

—Ese viejo chivo no está aquí —dijo—. Le dijimos que ya no era bienvenido.

Me monté en el Bronco, conduje hasta la calle Camp y aparqué delante del número 53: una casa victoriana de aspecto grotesco que había sido construida como vivienda unifamiliar hacía más de un siglo. Ahora había doce timbres en la jamba de la puerta de entrada. No funcionaban, pero daba igual. Empujé la puerta, que chirrió al abrirse, y entré en un vestíbulo lleno de colillas y propaganda publicitaria.

Subí las escaleras con cuidado de no tropezar con las piezas sueltas de goma o de apoyarme demasiado en la precaria barandilla. El piso de Jack estaba en la segunda planta, al final de un pasillo poco iluminado. Sobre la gruesa puerta de arce, los números de latón que indicaban el apartamento 23 tenían el «3» suelto, colgado boca abajo. Alcé la mano y golpeé con los nudillos.

—Está abierta —me contestó.

Giré el pomo y me encontré a Jack sentado en un sillón de tapicería un tanto recargada, con sus pies descalzos sobre un almohadón a juego y un vaso en la mano. Al lado del asiento, sobre una mesa con incrustaciones de caoba, había desperdigadas media docena de botellas vacías de Jim Beam. La habitación estaba prácticamente en penumbra, solo las últimas luces del día se colaban tímidamente por los estores venecianos. Tenía la televisión sin sonido sintonizada en el canal de la Fox. El resplandor del aparato teñía de azul el rostro de Jack. Cuando le di al interruptor para encender la luz del techo, se cubrió los ojos con la mano izquierda, cegado por la claridad. Comprobé entonces que había dejado la botella sobre un tapete de macramé que cubría la mesita.

—¿Liam? ¡Dios Santo, qué agradable visita, chico!

—Yo también me alegro de verte, Jack —dije. Rosie, mis parientes y él eran las únicas personas que tenían permiso para llamarme así.

—Siéntate, venga. Estás en tu casa.

Mientras me sentaba en una silla frente a él me fijé en que llevaba varios días sin afeitarse.

—¿Te apetece tomar algo? —preguntó.

—Me encantaría.

Se levantó y fue cojeando hasta la cocina, arrastrando el cinturón de su bata de felpa. Abrió el grifo y dejó correr el agua. Al volver, me alcanzó el vaso mojado. Se sentó y a continuación me pasó la botella.

—¿Qué tal te ha ido? —me preguntó.

—Estoy bien, Jack.

—¿Y tu preciosa hermana, qué tal está?

—Meg está estupendamente. Da clases en Nashua. Tiene su propia casa en las afueras. Se casó el verano pasado con una chica estupenda de New Haven.

Merda —exclamó. Se quedó mirándome durante unos segundos y luego resopló—. Si esa es tu idea de estupendamente, no tengo nada que objetar. ¿Y qué es de Aidan? ¿Seguís sin hablaros?

—Yo sí le hablo, él no.

—Pues debe ser difícil entablar una conversación de esa manera.

—Sí.

—Nunca me gustó Dorcas —añadió.

—Lo sé.

Pazza stronza. Una verdadera rompinalle —masculló.

«Bruja loca. Una verdadera tocapelotas». Lo más cerca que Jack había estado de Italia era la pizza de tres quesos con carne del restaurante Casserta, pero se había hecho un experto en insultos italianos.

—Nunca entendí qué visteis en ella, Liam. Le dije a Aidan cuando os casasteis que el afortunado era él.

—Pues ha resultado que tenías razón.

—Sí. Aidan tendría que haberse dado cuenta a estas alturas.

—Probablemente sea así, pero los Mulligan sabemos cómo guardar rencor.

Jack se rio. Luego dijo:

—Te podría contar yo unas cuantas de esas. Una vez conseguí pescar una docena de ejemplares en el embalse Shad. ¿Tu padre? No consiguió nada ese día. Le estuve tocando las pelotas todo el camino de vuelta a casa. Se mosqueó tanto que no me habló en seis meses por esa bobada.

Jack había vaciado su vaso. Le pasé la botella para que rellenara el vaso. Luego la dejó con cuidado en el tapete. Entonces fue cuando me fijé en una fotografía enmarcada que había sobre la mesa, junto a la botella. Me levanté y la cogí: en ella aparecían Jack y mi padre con las botas de pescar en la orilla del embalse Shad, sujetando una hilera de peces. Sentí una punzada de remordimiento por no estar más en contacto con el mejor amigo de mi padre.

—Tu padre era un irlandés obstinado —dijo—, pero le echo de menos.

—Yo también.

Le dio otro sorbo a la bebida mientras suspiraba: «Famiglia, famiglia».

Jack no se llegó a casar. Una vez murieron sus padres, hacía ya tiempo, los Mulligan habíamos sido para él lo más parecido a una familia que había tenido nunca. Volví a dejar la foto donde estaba y me acomodé de nuevo en la butaca.

—¿Y qué tal te va a ti, Jack? —pregunté.

—Todavía tengo buena salud, así que no me quejo.

—Vengo del Cuerpo de Bomberos, creía que te iba a encontrar allí.

—No, ya le he dedicado lo suficiente al cuerpo. Ya no suelo ir por allí.

Le miré un instante.

—¿Quieres que lo hablemos, Jack?

—Mierda… O sea, que te has enterado.

—Sí, pero me gustaría que me lo contaras tú.

—No tengo nada en contra de los muchachos. Son buena gente, todos y cada uno de ellos. Te darían la camisa y los pantalones si hiciera falta. Y la chica, Rosie, también. Tuve mis dudas cuando la ascendieron, no había bomberas en mi época, de eso puedes estar seguro. Pero es una tía estupenda. No, no le echo la culpa a ninguno de ellos.

—¿Entonces? —pregunté.

—Entonces me topo con los policías de Antiincendios, Polecki y Roselli. Entraron en el parque de bomberos el lunes por la tarde, como si tal cosa. Luego comenzaron a hacer preguntas delante de todo el mundo; primero a mí, luego siguieron con los muchachos. Les preguntaron qué hacía yo por allí a todas horas. Si sabían dónde estaba yo cuando comenzaron los incendios. Si alguna vez me vieron hacer algo extraño. Les metieron en la cabeza que yo era un sospechoso. Yo, que he sido bombero durante treinta años. ¡Los muy cabrones!

—¿Qué les dijiste?

—Les dije «¡Vaffanculo!». Después se pusieron a preguntar a todos mis vecinos. Ahora todo el mundo me mira con cara rara y nadie me saluda por la calle.

—Cuéntame dónde estabas cuando empezaron los incendios y puede que consiga quitártelos de encima —le propuse.

—Estaba aquí mismo. Solo. Viendo la televisión, como todas las noches. O sea, que a menos que Bill O’Reilly pueda verme a través de la pantalla, no tengo ninguna coartada.

—¿Y el incendio de la pensión? Ese se produjo por la tarde.

—Estaba en el parque de bomberos. Eso es lo que les conté a ese par de cogliones. Pero preguntaron a los chicos y ninguno podía acordarse si había estado todo el tiempo o si salí durante un rato.

—Escucha, Jack —le dije—. Esto es lo que quiero que hagas: quiero que te levantes de esa silla y te vayas a pescar.

—No es temporada de pesca.

—Seguro que en algún sitio lo es. Puede que en Alaska. O en Florida. Prepara tus cosas, súbete a un avión y no le digas a nadie adónde vas. Guarda bien los recibos de billetes de avión y facturas de hotel y así, la próxima vez que haya un incendio, tendrás tu coartada. Te llamaré al móvil cuando sea seguro que vuelvas.

—¡Demonios, Liam! No tengo dinero para eso.

—Corre de mi cuenta.

—No puedo consentir que me lo pagues.

—Sí que puedes.

—No, Liam. No puedo —dijo con voz tajante, lo que me convenció de que hablaba en serio.

Suspiré, me crucé de brazos y me quedé pensando un momento. Saqué dos habanos y le ofrecí uno.

—No gracias —me dijo—, pero tú fuma lo que quieras.

Quité la punta del puro con el cortador, lo encendí, me recliné en el asiento y eché dos bocanadas de humo, de esas que forman un aro.

—Mira, Jack —dije—. Probablemente te interrogarán de nuevo. Si lo hacen, no digas nada. Si te piden que les acompañes a comisaría, pregunta si estás detenido. Si te dicen que no, no vayas con ellos. Si te dicen que sí, pide un abogado y no digas nada hasta que venga. ¿Harás esto por mí, verdad?

—Sí, lo haré.

—Y no les cuentes a Polecki y Roselli que te he dicho que no hablaras, ¿de acuerdo?

—Comprendo.

—Esto se pasará, Jack. Un día de estos, el causante de los incendios cometerá algún error. Le cogerán. Y podrás volver a vivir tu vida.

—Espero que tengas razón, hijo.

Fumé otro rato mientras él seguía bebiendo. Volvimos a recordar a mi padre. Cuando se acabó el puro, lo tiré dentro del vaso y me levanté para marcharme. Jack me acompañó hasta la puerta.

—Ojalá estuviera tu padre todavía por aquí para poder charlar con él —me dijo—. No sabes lo duro que es que te miren de esa manera todos los vecinos.

Cuando salí al descansillo, Jack apagó de nuevo la luz y cerró la puerta. Bajé las escaleras con pasos cansados, imaginándomelo allí sentado, bebiendo whisky él solo.