—Soy Mulligan. Tengo algo que te puede interesar.
—Yo también tengo algo para ti. ¡Te la voy a meter por el culo!
—Es la segunda vez que me lo ofrecen esta semana.
—No me extraña —dijo Polecki al tiempo que colgaba, furioso.
«Que le jodan», pensé. Pero luego cambié de opinión. Me acordé de los gemelos. También de los cadáveres calcinados de la pensión. Pensé en los hijos de DePrisco que ya no tenían padre. También en Rosie y su equipo jugándose la vida noche tras noche. Levanté el auricular y volví a llamarle.
—De verdad creo que te interesa escuchar lo que tengo que contarte.
—¿Por qué no lo intentas con Roselli? La tiene más pequeña.
—Escucha, estoy intentando pasarte una información que puede serte de mucha utilidad. ¿Te interesa o no?
—¿De cuánta utilidad?
—Puede que te convierta en un héroe. Así se olvidará todo el mundo de lo de «Dos tontos muy tontos».
—Quizá lo haga todo el mundo, pero yo no. No lo pienso olvidar.
—Mira —dije—, creo que sé quién está detrás de los incendios de Mount Hope. He pensado que igual te interesa saber qué pinta tiene.
Se quedó callado unos instantes y luego dijo:
—¿Hablas en serio?
—Sí —contesté.
—De acuerdo, capullo. Pásate por mi despacho. Me taparé la nariz y veré qué me traes.
—No, ahí no —contesté—. En algún sitio donde no nos reconozcan.
—En el McDonald’s de la calle Fountain dentro de quince minutos.
—Tampoco, la gente del periódico suele ir ahí a por café.
—Entonces, en el Central Lunch de Weybosset.
—El local pertenece a la hermana del editor de Local.
—Escucha, Mulligan: hay un bar de striptease llamado Good Time Charlie cerca del restaurante Sax en la calle Broad.
—¿Justo al lado del YMCA?
—¿No tendrás algún amigo pervertido que vaya por ahí?
—No, ahí está bien —contesté y colgué.
Di la vuelta al edificio del periódico con Secretariat y crucé la interestatal hacia el distrito italiano. Fui dando tumbos durante cuatro manzanas en dirección sur a través de lo que el estado de Rhode Island llama carreteras y aparqué en Broad, en las afueras del vecindario. Allí, prostitutas de dieciséis años compartían la acera con preservativos usados y litronas vacías.
El antro estaba oscuro, a excepción de un escenario iluminado donde una chica negra y escuálida se retorcía como una serpiente. El grupito de la tarde se sentaba cerca del escenario, con ojos vidriosos y bien amarrados a sus latas de cerveza. Polecki ya había llegado. Me esperaba al fondo del bar, en un reservado en el que casi no cabía. Me senté frente a él. Al instante, una camarera que llevaba una malla tan transparente que casi se podía ver a través de ella apareció de la nada para tomarnos nota.
—¡Qué hay, Mulligan! —me dijo—. ¿Qué se te ha perdido por aquí?
Polecki me miró con cara rara.
Me había estado preguntando qué habría sido de Marie después de que dejara de trabajar en Hopes. También me solía preguntar qué pinta tendría desnuda. Dos misterios resueltos, y todavía no eran ni las dos y media de la tarde.
Permanecimos allí, en silencio, hasta que Marie volvió con mi refresco y la lata de Narrangansett de Polecki. El nombre de la cerveza debía su honor a una tribu de indios de Rhode Island que fueron masacrados por nuestros fervientes antepasados, todo en nombre de Dios. Marie me devolvió quince de los veinte dólares y estiró la liga del muslo derecho para que le dejara allí la propina. Le puse un billete de dólar, ella me guiño el ojo y se marchó.
—Veamos —dijo Polecki—. ¿Cuál de los dos se supone que soy?
—No te entiendo —contesté.
—Que si soy el tonto, o el más tonto de la pareja.
—¿Tiene alguna importancia?
—Puede significar la diferencia entre uno o dos brazos rotos —contestó.
Le miré por encima del borde de mi vaso durante un momento.
—Mira —le dije—, nunca me vas a invitar a compartir contigo un Kentucky Fried Chicken y yo nunca te voy a invitar a un palco en Fenway Park, pero se está muriendo gente abrasada en ese barrio y creo que a ti eso te importa tanto como a mí.
—Me importa más que a ti —contestó.
—Por eso te voy a enseñar unas fotografías —dije—. Después, me las devuelves y hablamos sobre qué hacemos a continuación.
—De acuerdo —asintió.
Saqué un sobre del interior de mi chaqueta y le mostré la colección de fotos donde aparecía el Señor Éxtasis con su cara señalada con rotulador rojo. Las deslicé al otro lado de la mesa, hacia donde estaba él. Polecki las fue mirando una a una y las estudió bajo la tenue luz azul del bar. Cuando acabó, las recogí y las guardé de nuevo dentro del sobre. Luego las metí en mi cazadora.
—¿Sabes cómo se llama?
—Ni idea, le suelo llamar «Señor Éxtasis».
—¿Por la mirada que tiene? —preguntó.
—Por eso mismo.
—¿Hay algo más en él que te haga pensar que es nuestro hombre?
—Me lo encontré anoche, paseando por Doyle. Cuando traté de alcanzarle echó a correr.
—¿Un tipo larguirucho como tú no le pudo alcanzar?
—Casi, pero me tropecé y me caí.
—¿Por eso tienes así la nariz?
—Sí.
—¿Rota?
—No.
—Qué pena.
Llamó de nuevo a Marie y esperamos en silencio a que volviera con otra cerveza. ¿Quién dice que los policías no beben cuando están de servicio?
—Bien —dijo—. Lo que tienes no es mucho. No prueba una mierda. Pero es una pista y no andamos sobrados de ellas. ¿Qué tengo que hacer para quedarme con esas fotografías?
Volví a sacar el sobre, escogí la mejor foto del Señor Éxtasis y la dejé encima de la mesa. La sujeté con mi mano mientras lanzaba una mirada desafiante a Polecki.
—Te voy a dar solo esta —le dije—, pero con una condición.
—Soy todo oídos.
—No te la di yo y esta conversación nunca ha tenido lugar.
—Me imaginaba que dirías algo así.
—¿Trato hecho?
—Trato hecho —asintió.
Después apuró la cerveza, cogió la foto y consiguió ponerse en pie.
—Espera un momento. ¿Has dicho que no tienes muchas?
—¿Eh?
—Pistas, Polecki. Has dicho que no tenías muchas. Eso significa que tienes algunas, ¿verdad?
Se volvió a sentar y dijo:
—No tengo por qué contarte nada.
—Yo te he dado algo. Ahora te toca a ti.
—Esto no es una competición, gilipollas.
—Míralo de esta manera: si el Señor Éxtasis resulta ser el criminal, te acabo de resolver el caso. Pero hasta que lo sepamos voy a seguir husmeando. Además, mucha de la gente que habla conmigo, no hablaría contigo en la vida.
Por un instante, me echó una mirada furibunda.
—¿Si te enteras de algo me llamarás?
—Te he llamado hoy, ¿no?
Se paró a pensar un minuto, jugueteando con la alianza que todavía llevaba puesta. Quizá porque todavía la quería. Quizá porque el exceso de peso le impedía poder sacársela.
—¿Esto será extraoficial, verdad? —preguntó.
—Por supuesto.
—Porque no me gustaría verlo por escrito en tu puñetero periódico.
—No lo verás.
—De acuerdo, Mulligan. Estamos tras un bombero jubilado, un viejo pesado que no tiene nada mejor que hacer que merodear por el parque de bomberos de Mount Hope todas las tardes para molestar. Le gusta aparecer en los incendios y ofrecer café a los chicos.
«Mierda», pensé. Parecía que estaba hablando de Jack.
—¿Tienes alguna prueba para sospechar de él?
—Nada de momento, pero su coartada es una mierda. Dice que está solo en su casa todas las noches viendo series de policías y las noticias de la Fox. En vez de cooperar y contestar a nuestras preguntas, se indignó cuando le agarramos. Roselli tiene la corazonada de que es él. Yo no estoy tan seguro. Pero sí que da el perfil.
—¿Y eso?
—Vive solo. Tiene un aire de perdedor. En treinta años de trabajó nunca consiguió un ascenso. Y alguien que sabe cómo apagar incendios seguro que sabe cómo provocarlos.
—¿Y tú crees que un exbombero puede hacer algo así?
—No tienes ni idea de la cantidad de pirómanos que son bomberos o exbomberos.
—No, ¿cuántos?
—No lo sé, pero muchos. Algunos lo hacen porque así logran ser héroes cuando consiguen apagarlos. Otros porque les encanta apagar incendios con sus colegas. Y otros tantos porque están como una puta cabra.
—¿Y cómo se llama vuestro hombre?
—Eso no te lo voy a decir. Con toda la información que te he facilitado lo puedes averiguar tú mismo.
Polecki se alzó de nuevo. Marie se despidió con un «volved otro día» mientras salíamos del reservado. Me quedé allí sentado unos minutos más y luego me dirigí hacia la salida. Abrí la puerta y eché un vistazo a un lado y a otro de la calle.
Lo que me preocupaba no era que me vieran salir de ese antro, sino que me vieran con Polecki. Al darle la foto del Señor Éxtasis me había pasado de la raya. Se supone que los periodistas no informan a la policía. Algunos somos capaces de ir a la cárcel por desacato antes que contestar a una citación. Tenemos que trabajar en solitario para hacer bien nuestro trabajo. Los tipos como Zerilli no nos dirigirían la palabra si oliéramos a chivatos.
Le había dado a Polecki más que una simple fotografía. Le había dado al menos lerdo del par de tontos algo que me podía incriminar si tuviera suficientes neuronas para darse cuenta de ello. Si alguna vez le dijese a Lomax lo que había hecho, tendría que ir pensando en cómo ganarme la vida en la calle. Pero prefería estar en la lista del paro antes que tener otra víctima inocente sobre mi conciencia.