Esa noche volví a merodear por Mount Hope en busca del Señor Éxtasis, aunque no albergaba demasiadas esperanzas de encontrarlo. Sería en torno a la medianoche cuando, con un habano en la boca y el No Foolin’ de Tommy de Castro sonando en la radio, decidí girar el Bronco en dirección a la avenida Doyle. Allí, de repente, apareció el individuo en cuestión. Llevaba las manos metidas en los bolsillos de la misma cazadora de cuero negro que había visto en las fotografías de Gloria. Avanzaba con paso decidido por la acera. Recorrí unos cuantos metros para adelantarle y luego detuve el coche lentamente. Al salir salté por encima del montón de nieve acumulado en la acera y esperé a que se acercara.
—¿Cómo te va? —pregunté—. ¿Puedo hablar contigo un minuto?
Me analizó durante un segundo. Después abrió mucho los ojos, dio media vuelta y salió corriendo. Me lancé a perseguirlo.
A la altura de la tienda de Zerilli ya me llevaba una ventaja de diez metros. Nuestras pisadas hacían crujir los tres centímetros de nieve fresca que se habían acumulado sobre el hielo durante aquel frío mes de invierno, típico de Rhode Island. Tan solo llevaba un minuto corriendo y ya me arrepentía de todos esos habanos y de haberme saltado el gimnasio los sábados por la mañana. Empezaba a sentir calambres en el muslo derecho, me entró flato y el corazón me latía a mil por hora.
—¡Espera! —le grité—. ¡Solo quiero hablar!
Al final de la manzana se resbaló al girar a la derecha, pero mantuvo el equilibrio con los brazos agitándolos como si quisiera agarrar aquel aire gélido. Casi lo tenía, estaba lo suficientemente cerca como para alcanzar el cuello de su cazadora negra. En ese momento, mi pie derecho pisó el mismo sitio donde él había resbalado y caí al suelo. Oí un crujido cuando mi codo izquierdo golpeó los carámbanos helados que había formado la nieve de la acera: eran los restos que la máquina había dejado al limpiar la carretera.
Sentí un dolor agudo en todo el brazo mientras me intentaba poner de pie. Le vi alejarse a toda prisa por la calle desierta. Me lancé tras él de nuevo. Corría rápido para ser un hombre bajo, pero mi zancada era más larga. Ahora, en frío, me dolía mucho la pierna, pero conseguí aguantarlo. Poco a poco fui acortando distancias.
Quince metros.
Diez metros.
Cinco.
¿Y qué pensaba hacer cuando lo atrapara? ¿Tirarlo al suelo? ¿Darle una paliza? Aquellas no eran precisamente las técnicas de entrevista que me había enseñado el hermano Fry en sus clases de periodismo. ¿Y si llevaba algún arma? Un cuchillo quizá, o un revólver. Si de verdad era el hombre que yo creía que era, no sería la primera vez que mataba a alguien.
Pensé en ello durante un instante, aunque luego me vino a la cabeza el recuerdo de los cuerpos de los gemelos mientras los metían en la ambulancia. Tomé aliento y me abalancé sobre él. Mis pies, en cambio, no me siguieron: me caí de cara y fui resbalando por la calle sin poder parar. Al alzar la cabeza vi que me miraba por encima de su hombro izquierdo. Me pareció escuchar una risa.
El Señor Éxtasis aceleró el paso hasta llegar a una esquina, luego giró a la derecha y fue disminuyendo la velocidad hasta desaparecer.
Me sorprendió comprobar cuánto habíamos corrido: tuve que ir cojeando hasta el Bronco que estaba a unas ocho manzanas. Alguien había roto la ventana del coche y arrancado el portacedés. Rebusqué en el asiento trasero con mi brazo bueno, encontré una vieja camiseta y la usé para limpiar la sangre que manaba de mi nariz.
A la mañana siguiente, mi codo estaba negro e hinchado, igual que mi nariz. Ya me había lesionado anteriormente: me había roto la nariz tres veces y la muñeca izquierda dos; había recibido algún que otro codazo que me había dejado alguna brecha en las cejas; también me había roto los huesos de tres dedos, uno de los cuales estaba todavía torcido; tenía una cicatriz con forma de media luna tatuada en mi rodilla derecha. Pero todo eso había ocurrido en una cancha de baloncesto. ¿Desde cuándo era el periodismo un deporte de riesgo?
Me pasé dos horas leyendo números atrasados de la revista Time en la sala de espera de urgencias del Hospital de Rhode Island y otra más esperando a que un médico estudiara mis radiografías, todo para confirmar que, finalmente, lo único que se había roto había sido mi orgullo.
Cuando llegué al trabajo, a primera hora de la tarde, el chico de las fotocopias depositaba el fardo diario de comunicados de prensa sobre el escritorio de Hardcastle. Al dirigirme a mi mesa, varios compañeros me preguntaron por mi nariz.
—Me resbalé en el hielo —les contesté, lo cual era cierto.
Abrí de golpe el cajón donde guardaba mis ficheros, saqué el montón de fotos que me había dado Gloria y lo esparcí sobre la mesa. El Señor Éxtasis aparecía ahí, transfigurado, en seis de ellas, como riéndose de mí. Me quedé mirando las fotos durante un buen rato.
Seguía en ello cuando Edward Anthony Mason IV entró en la redacción. Tuve que mirar dos veces para asegurarme de que era él. Se había marchado a la facultad de Periodismo de la universidad de Columbia con un traje de Hugo Boss, pero ahora había vuelto. Avanzaba con paso decidido, luciendo una bonita gabardina arrugada que le llegaba hasta el tobillo y un sombrero fedora marrón ladeado hacia atrás, tal y como lo llevaba Clark Gable en «Sucedió una noche». Sí, era igual que el actor, incluso tenía un cigarrillo detrás de la oreja. Quizá había visto la película y se pensaba que era así como vestían los periodistas.
Mason venía de una familia de dinero. Era el heredero de un poderoso clan de seis familias yanquis que habían dirigido el estado durante más de doscientos años, hasta que aparecieron los irlandeses y los italianos, y les arrebataron su emporio. A juzgar por la expresión amargada que siempre tenían, no lo habían conseguido olvidar. Las familias habían conseguido su fortuna gracias al comercio de esclavos que traían desde la costa guineana hasta las colonias del sur para que trabajaran el algodón en las fábricas del Blackstone Valley. Aquellos buenos tiempos se habían ido para no volver, y el periódico era el único negocio que aún poseían.
Habían sido sus propietarios desde la Guerra de Secesión. Durante un siglo, el periódico había sido un portavoz archiconservador. Publicaba propaganda xenófoba y describía cada reforma progresista como una pendiente resbaladiza hacia el socialismo. Durante la Segunda Guerra Mundial, las seis familias se calmaron un poco. Olvidaron sus maneras de señores feudales y adoptaron la postura paternalista típica de los benefactores públicos que se creen socialmente superiores. Desde entonces, el periódico ha sido una entidad pública y ellos habían decidido «sacrificar» millones de beneficios en aras de informar al electorado y educar a las masas. Eran del tipo de gente que se gasta un millón en mejorar la calidad del papel de periódico por el bien de este, pero discute la conveniencia de que los reporteros tengan tarjetas de visita. Tampoco colaboraban demasiado con el delegado sindical de la zona. Se atragantaban solo de pensar en subidas del 3% o en el coste de la cobertura dental.
Ahora regía una nueva generación. Derrochadores que pasaban los veranos en Newport, el invierno en Aspen, jugaban en bolsa y se gastaban el dinero de sus empresas en la mesas de baccarrá del casino Foxwoods. El joven Mason era el único de la familia al que le importaba algo el periódico. Era, por tanto, lógico que sus mayores pensaran en él para dirigirlo. Se había gastado veinte mil dólares de la familia en la facultad de Periodismo de la Universidad de Columbia, ese bastión anticuado de retrógrados que prepara a los jóvenes para dirigir periódicos pasados de moda. Y ahora había vuelto para empezar sus prácticas en el puesto de trabajo para el que estaba predestinado.
Todo el mundo le observaba mientras recorría la redacción en dirección al despacho del director. Volví a mis fotografías y las analicé durante otro buen rato. Había que detener al Señor Éxtasis, pero mi nariz y mi codo me recordaban que no estaba preparado para la labor.
Necesitaba ayuda.