19

Tenía los ojos y la garganta irritados por la cantidad de polvo acumulado en la sala del Registro Mercantil, situada en el sótano del Ayuntamiento. Tardé dos horas en repasar todas las carpetas de transmisiones e impuestos inmobiliarios. Cuando terminé, cerré con un sonoro golpe la última de ellas y me soné la nariz.

Según los registros, los nueve edificios incendiados habían cambiado de dueño en los últimos dieciocho meses. Fueron cinco compradores distintos, que no tenían nada en común salvo que eran cinco compañías inmobiliarias de las que no había oído hablar en mi vida. Tras estudiar el asunto con más detalle, comprobé que esas empresas se habían repartido en el último año y medio una cuarta parte del barrio de Mount Hope. Pero también era verdad que, desde la última subida de impuestos inmobiliarios, muchas casas de renta baja habían cambiado de manos en la ciudad.

El Ayuntamiento estaba a un paso de la División de Empresas de la Secretaría de Estado de Rhode Island. Una funcionaría con un peinado enmarañado y lleno de laca me arrebató la lista de las manos, puso una cara un tanto rara y se adentró con dificultad en un mar de archivadores. Al cabo de media hora volvió a recorrer el mismo camino con idéntico andar penoso. A continuación, soltó los documentos de constitución de las cinco compañías inmobiliarias encima del mostrador con parecidos fastidio y mala educación.

Le di las gracias, pero me ignoró. Pertenecía a esa clase de funcionarios públicos que ocupan puestos sin ninguna posibilidad de soborno y que, por tanto, no suelen estar demasiado contentos con su trabajo.

La mayoría de los estados tienen informatizados sus registros mercantiles, pero no Rhode Island; el Secretario del Estado había convencido dos veces al Parlamento Estatal para que incluyera en su presupuesto una partida para comprar ordenadores. En ambas ocasiones adjudicó el presupuesto a un intermediario que casualmente era el hermano del presidente de la Comisión de gastos del Parlamento, todo en lugar de pedírselo directamente al fabricante. En ambas ocasiones, alguien filtró la hora de entrega a un tercero. También en ambas ocasiones, los camiones de reparto fueron secuestrados. Según tengo entendido, los hermanos Tillinghast se encargaron del trabajo y revendieron los ordenadores robados a Grasso a veinte centavos el dólar.

Por eso me encontraba allí, frente al mostrador, repasando manualmente hoja por hoja todos los archivos. Junto con algún comentario impreciso sobre los «motivos de alta», los documentos detallaban las direcciones de las empresas y los nombres de sus responsables. Las direcciones eran apartados de correos de Providence. Tampoco reconocí a ninguno de los directivos. Bajo la ley de Rhode Island, el responsable último de una empresa a menudo permanecía anónimo. Aquellos nombres podían pertenecer a cualquiera, desde un actor de la serie «Los Soprano» hasta un borracho de la ratonera de la calle Pine.

Entonces volví a leer y me percaté de que sí que conocía a los directores de una de aquellas empresas: Barney Gilligan, Joe Start, Jack Farrell y Charles Radbourn: el catcher, el primera base, el segunda base y el mejor pitcher de los Providence Grays de 1882.

Lo garabateé en mi libreta, como hacía siempre que intentaba entender algo que se me escapaba, pero tampoco sirvió de nada.

Anochecía cuando crucé la calle Westminster en busca de Secretariat. Terminaba así un típico día en la vida de L. S. A. Mulligan: un ataque personal del alcalde, una entrevista infructuosa con una fuente, una aburrida búsqueda entre archivos de la que solo saqué en claro un dolor de ojos y cierto moqueo de nariz.

En otro tiempo me solía desanimar ante días así, pero con los años he aprendido que las cosas no salen bien a la primera. Muchos días, lo único que se consigue es ver a idiotas marear la perdiz en actos públicos; ser engañado por policías y políticos; perseguir pistas falsas; que te den con la puerta en las narices o aguardar en la lluvia a las cuatro de la mañana mientras ves arder una casa. Eso sí, lo anotas todo bien en tu cuaderno, cada detalle, porque nunca estás seguro de qué dato puede resultar relevante. A no ser que trabajes para The New York Times o la CNN, cobras un sueldo de mierda y tu nombre no le suena a nadie.

¿Por qué eliges entonces una profesión así? Porque, sencillamente, sientes la llamada, como en el sacerdocio, pero sin lo del sexo. Porque, a menos que alguien se dedique a esto, McCracken tendría razón y la libertad de prensa no existiría. En cuanto a mí, no sé hacer otra cosa. Si no pudiera trabajar de periodista estaría por ahí perdido, vendiendo estampitas en las paradas de autobús.

Pero, de vez en cuando, hay días en los que por fin llega una recompensa. Hace unos años, una fuente me sopló el lugar, un puticlub en Warwick, donde se iba a citar la mafia con el Superintendente de la Policía estatal para recompensarle por su apoyo continuado. Durante cinco semanas estuve al acecho, sobreviviendo a base de Big Macs y litros de café y meando en una taza. Me escuché los Cd’s de Tommy Castro y Jimmy Thackery tantas veces que me aprendí las letras de memoria. Gané cuatro kilos, me dio un día un tembleque de tanto Red Bull y allí estuve aguantando, con el teleobjetivo preparado, hasta que de pronto apareció el policía en su coche. Al cabo de una media hora se le unieron dos prostitutas.

La mejor foto que saqué fue una en la que se ve al superintendente saliendo de la habitación del motel. Tenía el pelo revuelto, el nudo de la corbata medio deshecho y se estaba subiendo la bragueta mientras una prostituta medio desnuda le lanzaba un beso de despedida desde dentro de la habitación. El periódico le dedicó tres columnas en la parte superior de la primera página, y durante una semana se convirtió en la comidilla de la ciudad.

Si estuviéramos en Connecticut, o en Oregón, se habría visto en un aprieto. Pero esto es Rhode Island; todavía sigue en su puesto.