17

El lunes por la mañana, a primera hora, me encontré otro mensaje de Lomax parpadeando en el ordenador:

Rueda de prensa en el Ayuntamiento al mediodía.

Aquella nota me mosqueó. Yo no cubría las noticias municipales. Sin embargo, preguntar a Lomax por qué me lo había encargado era algo arriesgado: podía dejarme en ridículo delante de todo el mundo. Me dirigí sin muchas ganas al Ayuntamiento para ver qué se cocía por allí.

El edificio, una monstruosidad de estilo beaux-arts que estaba situada en el extremo sur de la plaza Kennedy, parecía haber sido esculpido por un descerebrado a partir de un montón de excrementos de gaviota. Subí por aquellas escaleras que parecían recubiertas de guano y me adentré en el vestíbulo. Después giré a la derecha y entré en el despacho del alcalde. Del techo colgaba una lámpara de araña, y los amplios ventanales que cubrían toda la pared ofrecían una vista panorámica de una parada de la línea de autobuses urbanos. El alcalde Carozza estaba sentado en su escritorio de caoba, el mismo que había disfrutado Buddy Cianci antes de que le encerraran en una cárcel federal por haber sido pillado haciendo sus trapicheos habituales.

Había cables de cámaras de televisión extendidos a lo largo de la alfombra oriental que cubría el suelo. Los cámaras y los reporteros de los Canales 10, 12 y 6 habían llegado pronto y ocupado los mejores sitios en primera línea. Los Canales 4 y 7 de Boston también estaban allí, al igual que un reportero de la agencia de noticias Associated Press y una periodista a la que reconocí como una colaboradora de The New York Times. Parecía que Mount Hope se había convertido en un asunto de gran interés.

Aquella comparecencia había activado en el alcalde el animal mediático que llevaba dentro. Todo en él, desde su tupé con sus vetas plateadas hasta su traje de marca, cuidadosamente planchado, estaba perfectamente estudiados para la ocasión. El Inspector Jefe de la Policía estaba a su lado en una pose extremadamente rígida. Se había puesto su uniforme de gala, con todas sus medallas y llevaba su gorra bajo el brazo izquierdo.

Intercambiaron unas palabras y se dirigieron a las cámaras. El jefe llevaba un bate, de los que usaban los DiMaggios, sobre su hombro derecho. Aquel detalle me inquietó.

—¿Están preparados? —preguntó Carozza. Hizo una pausa mientras se encendían las cámaras de televisión—. Bien, empecemos. En primer lugar, el Inspector Jefe Riccki va a hacer unas declaraciones.

—Ayer por la noche, a las 23:57 horas —comenzó a decir el inspector—, dos agentes de la policía de Providence que patrullaban en el barrio de Mount Hope repararon en dos hombres que, armados con bates de béisbol, estaban atacando a otro hombre en la esquina sudeste de las calles Knowles y Cypress. Los oficiales salieron del vehículo, sacaron sus armas y detuvieron a los sospechosos, que no ofrecieron resistencia alguna. Estos individuos fueron trasladados a dependencias policiales para ser interrogados. Una vez allí, se les leyeron sus derechos, que ellos rehusaron utilizar.

»Los sospechosos se identificaron como Eddie Jackson, de veintinueve años, vecino del número 46 de la calle Ivy; y Martin Tillinghast, de treinta y siete años, del número 89 de la calle Forest. Ambos tienen antecedentes penales: el señor Jackson por lesiones a su mujer y el señor Tillinghast por secuestro de camiones y asalto armado. También reconocieron pertenecer a un grupo de vigilancia recientemente creado en Mount Hope y denominado como los DiMaggios. Los sospechosos afirmaron que se encaminaban en dirección oeste por la calle Cypress cuando observaron que un hombre, la víctima, se les acercaba con un objeto en la mano. Ellos dedujeron que ese objeto era una lata de gasolina de ocho litros. Los agentes de policía, de hecho, recogieron dicha lata del lugar de los hechos. También recuperaron dos bates de béisbol, uno de ellos es el que les muestro en este momento —dijo alzándolo para que las cámaras lo pudieran captar bien.

A estas alturas ya me olía por dónde iban a ir los tiros. Saqué del bolsillo un par de pastillas para la acidez y comencé a masticarlas.

—La víctima fue identificada como Giovanni M. Pannone, de cincuenta y un años, vecino de la calle Ivy, número 144 —continuó el inspector—. Fue trasladado en ambulancia al Hospital de Rhode Island, donde fue ingresado por fractura múltiple de la muñeca derecha, conmoción cerebral y múltiples contusiones en la cabeza, los brazos y los hombros. En el hospital, el señor Pannone declaró a los detectives que había comprado la gasolina para su quitanieves en la estación de servicio Gulf en North Main y que regresaba a su domicilio a pie cuando fue asaltado por los sospechosos.

»En sus declaraciones —continuó el inspector—, los sospechosos afirmaron estar seguros de haber atrapado al individuo responsable de provocar la serie de incendios que han tenido lugar en el barrio de Mount Hope últimamente. Investigaciones posteriores de los detectives de la policía de Providence han confirmado que el señor Pannone trabaja como guardia de seguridad en el turno de noche en el Instituto Correccional de Adultos en Cranston y puede dar cuenta de dónde estaba y qué hacía en el momento en el que se produjeron todos y cada uno de los incendios. En la mayoría de los casos se encontraba en su lugar de trabajo. Los señores Jackson y Tillinghast han sido acusados, cada uno de ellos, de asalto con resultado de lesiones y están retenidos hasta que se les lean los cargos que van a presentar contra ellos. Se está procediendo a una investigación para determinar si es posible presentar cargos por conspiración contra el organizador y los otros miembros de esa organización autodenominada los DiMaggios. Eso es todo por el momento.

El inspector inclinó levemente la cabeza y dio un paso hacia atrás. Los reporteros de las televisiones, con sus cuidadas melenas, comenzaron a disparar preguntas, pero Carozza levantó ambas manos y les mandó callar con un «silencio» en los micrófonos.

—Tengo algo que añadir —dijo—. No creerían ustedes que soy capaz de estar callado en una sala llena de cámaras de televisión, ¿verdad?

Hizo una pequeña pausa como esperando unas carcajadas que no se produjeron y continuó:

—Los acontecimientos de la pasada noche son ciertamente inquietantes. No puedo consentir que haya individuos rondando las calles de mi ciudad blandiendo bates de béisbol y tomándose la justicia por su mano. Es tarea de la policía, y no de cualquier ciudadano de a pie, patrullar las calles por la noche y velar por el cumplimiento de la ley. Esto parece algo de sentido común y, sin embargo, el único periódico de la ciudad no parece estar de acuerdo.

La acidez me subía desde el estómago; las pastillas no habían surtido efecto.

—El jueves pasado, el periódico publicó un artículo firmado por L. S. A. Mulligan —dijo mostrando la portada con mi crónica sobre los DiMaggios resaltada en bolígrafo rojo—. Para aquellos de ustedes que todavía no lo hayan leído, puedo hacerles un resumen: es vergonzoso. Todo el artículo es una alabanza de esos vigilantes nocturnos y del individuo que los dirige. Por cierto, que esa persona, de nombre Dominic L. Zerilli, tiene un largo historial de detenciones por gestionar apuestas ilegales y es conocido por la policía por estar relacionado con el crimen organizado.

»Mulligan —prosiguió mientras dirigía una mano perfectamente cuidada hacia mí—: Ya había tenido anteriormente problemas con usted, pero esta vez ha caído muy bajo.

En ese instante, Logan Bedford, el gilipollas del Canal 10, dio un codazo a su cámara para que dirigiera el objetivo hacia mí. Dudé si taparme la cara con la mano, pero habría parecido que tenía algo que ocultar, así que no lo hice. Pensé en hacerle algún gesto, pero Logan habría conseguido que pareciera que le estaba sacando un dedo al alcalde. En vista de lo cual, opté por ofrecer a la cámara una amplia sonrisa, como de anuncio de pasta de dientes.

—El domingo pasado —siguió diciendo el alcalde—, este periódico publicó un artículo de una página entera firmado por este mismo periodista en el que criticaba a la Brigada Antiincendios de la policía. Era un artículo escandaloso, lleno de verdades a medias y cifras engañosas que perseguía mancillar la reputación de dos abnegados funcionarios públicos. Quiero dejar bien claro que tanto el Inspector Jefe Ricci como yo mismo tenemos plena confianza en el responsable de la Brigada Antiincendios, Ernest M. Polecki, que está haciendo un trabajo encomiable en unas circunstancias difíciles. Quiero también asegurar a los ciudadanos de Providence que haremos todo lo que esté en nuestras manos para localizar y detener al responsable de esta serie de incendios en Mount Hope con todas las armas legales a nuestra disposición.

Guardó silencio durante unos minutos para que los periodistas que tomaban notas pudieran seguir el hilo.

—Bien —dijo por fin—, ¿alguna pregunta?

—Señor alcalde —gritó Bedford alzando la mano.

—Dígame, Logan.

—¿Nos podría decir cómo quiere que pronunciemos su nuevo nombre en la televisión?

—Simplemente Carozza —respondió el alcalde—. Las cuatro letras de delante son mudas.

—¡Buen trabajo, Mulligan! —graznó Hardcastle con ironía según me vio salir del ascensor—. ¿Y ahora qué toca: una apología de los violadores en serie?

Se notaba que había seguido toda la rueda de prensa en directo en la televisión de la redacción. Cuando me senté en mi puesto, vi que Lomax se acercaba caminando lentamente. Después de apartar una caja vacía de pizza, se apoyó sobre la esquina de mi escritorio y se inclinó hacia mí.

—No te preocupes —me tranquilizó—. Si no hubieras incluido esas citas textuales de los policías en las que pedían a la gente quedarse en casa y dejarles a ellos hacer su trabajo, podríamos haber tenido problemas. Pero como lo hiciste, no los tenemos. Sigue escribiendo sobre lo que hace la gente, le guste o no al alcalde.

—Gracias jefe, lo haré.

—Bien —continuó Lomax—. ¿Qué tal si escribes un bonito reportaje sobre los perros de venteo?

Me lo tomé a broma y decidí no hacerle caso.