15

El sábado sonó el despertador a las doce del mediodía anunciando a todo volumen que se acercaba una ola de frío. Me quedé pensando qué era entonces lo que habíamos sufrido hasta aquel momento.

Dejé a Secretariat en el taller de Shell de la calle Broadway. Dwayne, el mecánico, era un tipo larguirucho que andaba siempre murmurando y llevaba el nombre «Butch» cosido en el bolsillo del mono azul. Cinco años después de que muriese su padre y le dejase el taller, seguía llevando la ropa del viejo.

—¿Tienes otra vez de baja a Secretariat? ¿Qué tal si lo llevo ahí detrás y le pego un tiro para que te puedas comprar uno nuevo? —dijo Dwayne, que se había ocupado de mi coche durante varios años y no se cansaba de bromear a cuenta del apodo del Bronco.

—Me temo que no puedo deshacerme de él —respondí y le conté lo de la calefacción.

De regreso a casa llamé a Veronica.

—¡Mulligan! —exclamó—. Empezaba a pensar que te habías cansado de mí.

—¡De eso nada, bonita! ¿Qué te parece si te saco a pasear por ahí esta noche?

—¿A pasear o a rondar por Mount Hope en busca de algún incendio?

No se le pasaba una. Le respondí:

—Bueno, verás, sí que pensaba pasarme por esa zona en concreto. Pensé que igual te apetecería conducir un rato.

—Déjame adivinar. Tienes a Secretariat otra vez en el taller, ¿no?

—Eso mismo.

—Te recojo a las siete.

Y eso fue lo que hizo. Condujo su flamante Mitsubishi gris pizarra hasta el restaurante Camille de la calle Bradford, donde compartimos una botella de vino y montañas de espaguetis. Invitaba ella; podía permitírselo gracias a la ayudita de quinientos pavos que papá le pagaba todos los meses para complementar su escasa nómina. Y menos mal, de lo contrario me habría visto obligado a hacer negocios con ese buitre del banco que estaba sentado en la mesa de la ventana con su anciana madre. De ahí nos fuimos al cine de la zona este de Providence a ver la última película de Jackie Chan. Con su patada característica, Chan tenía más suerte que yo a la hora de atrapar a los malos.

Aquella no fue la noche «romántica» de vagabundeo y avistamiento de ratas que había previsto, pero me lo estaba pasando bastante bien, sobre todo cuando ella se acercó a besarme. De todas maneras, ella tenía las llaves del coche en su poder, así que no había mucho que discutir.

Después subimos a mi apartamento. Nos acomodamos encima de la cama y vimos a Craig Ferguson en mi pequeño televisor. Ella bebía Russian River, su chardonnay favorito, directamente de la botella; yo hacía lo mismo con el antiácido. Se oían pequeños pitidos en la emisora de la policía que tenía encendida con el volumen muy bajo. Veronica creía que Craig Ferguson era el tío más divertido de la televisión. Yo no veía la pequeña pantalla lo suficiente como para apoyar su criterio.

—Mulligan —me preguntó con un tono que traslucía cansancio—. ¿Estás saliendo con alguien más?

Durante un segundo, me vino a la mente la imagen de Dorcas preguntándome: «¿A cuántas zorras te has follado hoy?». Dos mujeres diferentes haciendo la misma pregunta al mismo hombre. Solo que una de ellas tenía mejor educación.

—¿Tengo que contar a Polecki y Roselli?

Sonrió y meneó la cabeza.

—Entonces la respuesta es no, con nadie más —contesté.

—Hardcastle asegura que se te ha visto por ahí con la rubia del laboratorio fotográfico.

—¿Te refieres a Gloria Costa?

—Sí.

—Pues no hay nada que contar —respondí—. Además, Hardcastle es un gilipollas. No deberías fiarte de lo que dice, incluyendo lo que escribe en su columna de mierda. Tengo la sospecha de que se inventa parte de lo que escribe.

—Puede que así sea, pero lo que sí es cierto es que a Gloria le gustas.

—Quizá tengas razón —asentí.

La radio emitió otra señal. Me pregunté cómo me las arreglaría para acercarme a Mount Hope si ocurría algo después de que Veronica se hubiese marchado. Mientras meditaba sobre eso, Veronica se desnudó hasta quedarse en ropa interior. Luego se metió bajo las sábanas. No me resistí: apagué la luz y me desnudé yo también. Me quedé en calzoncillos y me acurruqué a su lado. Hacía mucho tiempo que no me encontraba tan a gusto con nadie. Quizá nunca lo hubiese estado.

—Mulligan.

—Dime.

—¿Estás empalmado?

—¡Dios! Eso espero.

—Pues deja de embestirme.

—¿Estás segura? Con un tío de mi edad nunca se sabe cuándo puede volver a ocurrir…

Se rio, alargó la mano bajo la sábana y recorrió toda mi erección con un dedo, lo que por un momento me hizo pensar que había bajado la guardia.

—Buen intento, chato —siguió diciendo—, pero olvídate del tema hasta que tengas los resultados de la prueba.

Estaba todavía pensando una contestación ingeniosa cuando se dio la vuelta. Me quedé mirando cómo dormía mientras mi pene asimilaba las malas noticias. ¿Estaría realmente preocupada por el sida o simplemente trataba que las cosas fueran más despacio? No tenía respuesta a esa pregunta, y su respiración profunda y acompasada me demostraba que no era el momento de preguntar. La úlcera me seguía molestando, así que me levanté a darle otro trago al antiácido. Me volví a acostar y enterré mi cabeza en su pelo, aspirando con fuerza para retener su olor.

Por la mañana descubrí que se había levantado por la noche para apagar la radio. Decidí no darle importancia.

Veronica había venido bien preparada. Se estaba lavando los dientes con un cepillo amarillo que sacó del bolso. Cuando acabó, lo dejó junto al mío en el cubilete que había en el baño. Aquello me gustó y me inquietó al mismo tiempo.

—¿Quieres dejar algo más ahí? ¿Algún potingue o quizá un secador? Tampoco me vendría mal tener toallas limpias.

Mis bromas le hicieron gracia. Nos besamos y los cepillos se quedaron donde estaban.

Veronica vivía en un edificio inteligente en Fox Point. Era una construcción de ladrillo rojo moderna, bastante fea, que desentonaba en aquel barrio compuesto en su mayoría por casas coloniales bien conservadas, con sus características fachadas de madera. Nos acercamos hasta allí porque necesitaba cambiarse para ir a misa. Condujimos hasta la iglesia de San José, donde fui monaguillo cuando era un crío. Me intentó persuadir para que entrara, pero desde lo del escándalo del cura pedófilo no había vuelto a ir a misa.

Me acerqué en su coche hasta el bar de Charlie para degustar una de sus tortillas de queso, que estaban de muerte y me salvaban de la inanición. Ya se había leído la portada.

—El titular es genial —comentó divertido mientras se daba la vuelta para comprobar las toneladas de beicon que tenía en la plancha.

El titular decía: «"Dos tontos muy tontos" en la patrulla antiincendios». El jefe de edición se había mostrado inesperadamente creativo con el diseño de la portada: se podía ver una foto de Roselli y Polecki junto a las caras de Jim Carrey y Jeff Daniels, protagonistas de la película. Eché un vistazo al periódico por si encontraba alguna noticia sobre otro incendio, pero no fue así. Por si acaso, llamé también a los bomberos, que me confirmaron que había sido una noche tranquila.

Volví a la iglesia justo cuando los fieles salían para enfrentarse a aquel día desapacible que prometía llovizna o más nieve. Mientras el grupo se dispersaba por la calle, pude reconocer a tres prohombres de la ciudad, a cuatro legisladores y a un juez. Al día siguiente retomarían sus actividades cotidianas: fraude laboral, secuestro de camiones y aceptación de sobornos.

Ya en su casa, Veronica se cambió de nuevo y se puso una camisa azul clara de hombre y unos Levi’s de cintura baja, bien ajustados, mientras yo la contemplaba, admirando las vistas. Me pregunté si la camisa había pertenecido a algún otro amante, pero mantuve la boca cerrada. En cualquier caso, para cuando llegamos a los billares O’Malley, en la calle Hope, la camisa ya tenía su aroma.

Mi plan inicial había sido enseñarla a jugar al billar, pero finalmente fue ella quien me batió en tres de las cuatro partidas. Creo que la culpa la tuvieron sus vaqueros y lo que dejaban ver cuando se agachaba.

Más tarde nos acomodamos en la cama para ver la televisión. Sintonicé el canal de deportes para seguir el reportaje sobre el entrenamiento de pretemporada de los Red Sox en Fort Myers. Jonathan Papelbon, que había sido uno de los grandes protagonistas de las Series Mundiales de 2007, sacaba pecho y aseguraba que no había razones que impidieran repetir esa hazaña.

—Es uno de esos fanfarrones de la liga nacional —comenté—, pero creo que va a repetir la proeza este año.

—¿Por qué te interesas tanto por un estúpido equipo de béisbol? —preguntó.

En la época en la que te podías sentar en la grada central por solo diez pavos, solía pasar muchas tardes de los fines de semana con mi padre en el estadio de Fenway.

«Ojalá pueda verles llegar a campeones de liga por una vez en mi vida», solía decir mi padre. Murió el invierno en que Mookie Wilson le encajó una bola a Bill Buckner entre las piernas.

Me resultaba difícil explicar algo así a alguien que no está iniciado en el juego y sin ningún interés en el béisbol. ¿Cómo explicar que rodeé la lápida de mi padre con un jersey de Curt Schilling después de aquella gloriosa noche de 2004? ¿Y que me senté al lado de su tumba el otoño pasado con una radio portátil para que pudiéramos escuchar juntos aquel partido crucial?

—Tengo que encontrar algo que verdaderamente me importe, guapa. —Mientras se lo decía me di cuenta de que podía tomárselo a mal, pero no me dio tiempo a arreglarlo. En ese instante sonó el teléfono. Lo cogí al segundo timbre. Era Dorcas.

—¡Maldito hijo de puta!

—No tengo tiempo para ti ahora, Dorcas —dije, y colgué.

Aquella noche, Veronica y yo hablamos sobre la conveniencia de que se quedara a dormir en casa de nuevo. Ella opinaba que, así, yo tendría su coche disponible en caso de que se declarara algún incendio en Mount Hope. Creo que era una excusa, y que realmente le gustaba la idea de quedarse. A mí también me gustaba y esperaba que me gustara aún más cuando llegaran los resultados de mi prueba médica. Acordamos que podría quedarse de vez en cuando, dejar el cepillo de dientes y tener una llave. Eso sí, me negaba a permitir otros productos de higiene femenina en casa.

Más tarde, antes de acostarnos, coloqué la radio en mi lado de la cama. Me despertó hacia las cuatro de la mañana: algo se estaba quemando en Mount Hope. Busqué a tientas las llaves de su coche y me empecé a vestir con sumo cuidado para no despertarla, pero Veronica abrió los ojos al oír el sonido de la radio, se levantó y se enfundó de nuevo los vaqueros.