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Mi desayuno en el Havens Brothers consistía en un café manchado, huevos revueltos y la sección metropolitana del periódico. Bruccola, el viejo cacique del hampa local, había sido ingresado en el Hospital Miriam aquejado de una insuficiencia cardíaca. El pívot estrella del equipo de la Universidad de Providence, una de esas figuras que podría adornar la pared de la oficina de McCracken, había sido condenado a veinte horas de trabajo social por romperle el brazo a su profesor de inglés con una cruceta. Nuestro corresponsal deportivo afirmaba a bombo y platillo que, gracias a Dios, no se perdería ningún partido de la liga universitaria. Y nuestro alcalde había batido de nuevo a un adversario político.

Al parecer, la semana anterior, la mayor oponente al alcalde en las próximas elecciones se había cambiado el nombre legalmente de Angelina V. Rico a Angelina V. aRico, para poder salir la primera en las papeletas electorales. Pero justo el día anterior, el alcalde Rocco D. Carozza se había cambiado el suyo a Rocco D. aaaaCarozza. La portada era buena, incluso sin la historia del perro. Tampoco encontré a Sassy en el resto de páginas del periódico.

Un par de banquetas más allá se encontraba un concejal que leía la edición digital en su ordenador. Los jefes eran demasiado tacaños como para comprarme uno, pero de todos modos pretería tener en mis manos un periódico de verdad.

—Oye, Charlie.

—¿Sí?

—Me encontré anoche con Carmella DeLucca; sigue tan encantadora como siempre.

Charlie se dio la vuelta, puso ambas manos sobre el mostrador y se agachó hacia mí.

—La contraté porque me dio pena; necesitaba dinero, pero este trabajo era demasiado para ella.

Sonreí con ironía y miré al otro lado de la barra, hacia el único cliente que había en el bar, mientras Charlie quemaba sus tortitas. Se dio cuenta.

—Que te den, Mulligan.

Una vez en la redacción encontré el siguiente mensaje de Lomax en mi ordenador:

Tu historia del perro era una mierda. Abbruzzi le encargó a Hardcastle que la rehiciera. No esperes una subida de sueldo este año.

Hardcastle era un tipo flaco originario de Arkansas que escribía algún artículo que otro y una columna en la sección local dos veces por semana. Estaba agazapado en su cuchitril, tecleando con fuerza con sus manos descarnadas. Me acerqué a su lado despacio y le solté:

—¿Qué tal va eso?

—Nunca has escrito bien, Mulligan, pero la historia del perro era una auténtica mierda —dijo, marcando con mucho énfasis la palabra «mierda»—. Te ofrecen la posibilidad de escribir una historia entrañable de dos buenas personas y de su increíble perro y la haces parecer un fraude: «Según sostiene el señor Fleming», «supuestamente ha ido caminando», «no se ha podido confirmar». ¿En qué demonios estabas pensando? Una historia como esta la tienes que cuidar como si fuera tu polla, y pasar un buen rato.

—Es que está todo pendiente de confirmar.

—La tipa esa de la policía te dijo que los Stinston viven en la ciudad, que tenían un chucho y que se escapó. A mí me suena a confirmación. ¿Qué demonios esperabas: huellas de perro, ADN del chucho?

—Escribe lo que te dé la gana, Hardcastle. Pero asegúrate de que mi nombre no aparezca.

—No pierdas un minuto de sueño por ello, Mulligan. Has perdido tu oportunidad. ¿Tienes tantas noticias de primera página como para permitirte el lujo de cagarla de esta manera?

Menos mal que tenía a Hardcastle para aclararme las cosas. Mi historia del perro era una mierda, la había cagado porque no la acariciaba como si fuese mi polla. ¿Qué falta hacía la universidad teniendo tan a mano la «Academia Hardcastle», que además era gratis?

De vuelta a mi escritorio, pude leer otra misiva Lomax:

Notas de prensa En ese mismo momento, un repartidor de correo me dejó una caja de plástico de tamaño gigante al lado de mi escritorio. Era blanca y en uno de los lados tenía escrito «Correos» en letras azules. Dentro estaban todos los correos del día de un montón de agentes de prensa y candidatos políticos. Todos ellos tenían la esperanza de engañarnos para que escribiéramos algo inútil en el periódico. Solía ser el trabajo de los becarios, pero aquel día me estaban castigando.

Cogí la primera carta. En ella, Marco Del Torro prometía que, si era reelegido al Consejo Municipal, podría hacer algo para aligerar las colas de los servicios del Centro Cívico. No mencionaba qué pensaba hacer exactamente.

Me disponía a tirar todas aquellas cartas a la papelera cuando, de repente, sonó el teléfono. Acepté la llamada a cobro revertido; luego hice una pregunta y estuve escuchando durante unos minutos. Colgué y busqué con la mirada a Hardcastle. Lo encontré cuchicheando en la mesa del corrector, dándose palmadas en el muslo mientras se reía a carcajada limpia con unos compañeros.

—Hardcastle —grité mientras me encaminaba hacia él—, tengo algo que igual te interesa.

—¡Vaya, pero si está aquí nuestro hombre! —soltó divertido al verme—. Les estaba contando lo de tu maravilloso artículo sobre Sassy, un trabajo digno de un Pulitzer; pero ¿qué tal si se lo cuentas tú mismo?

Me di la vuelta y me dirigí a mi escritorio. Revisé los correos del ordenador entre los que había uno de Lomax:

¿A qué viene lo de ponerse hoy chaqueta y corbata? ¿Se ha muerto alguien, o qué?

Esa misma tarde, Rosie estaba a mi lado, llorando en mi hombro en la Iglesia del Santo Nombre de Jesús en la calle Camp. Allí se habían congregado bomberos de seis estados diferentes para asistir al funeral por Tony DePrisco, a dos manzanas del sótano donde perdió la vida.

En uno de los bancos, delante de nosotros, pude distinguir la abatida figura de Jessica, la mujer de Tony, con su hija Mikaila dormida en su regazo. Dos pequeños de mirada atónita, Tony Jr. y Jake, se sentaban a ambos lados.

El reverendo Paul Mauro, un hombre menudo y lleno de arrugas que había oficiado la confirmación de Tony hacía más de veinticinco años, estaba de pie delante del ataúd hablando de heroísmo, integridad, sacrificio y salvación. Sus palabras me provocaron una sonrisa agridulce. El Tony que yo había conocido solía faltar a clase y había aprobado Matemáticas y Lengua gracias a todo lo que había copiado. Su mayor aportación al atletismo de nuestra escuela había sido cuando robó las mascotas de otros colegios. Se las había ingeniado para camelarse a la reina de la fiesta de graduación en el instituto y también para quedarse en el cuerpo de Bomberos, esto último por los pelos, después de haberlo dejado en un par de ocasiones. En sus casi veinte años como bombero nunca había ganado una sola condecoración. No se habría reconocido en las palabras del Padre Mauro.

La mano de Rosie se aferró a la mía hasta hacerme daño. «Tenemos que dejar de vernos en estas circunstancias, Rosie», pensé.

Más tarde, acabé de escribir el artículo sobre los DiMaggios que aparecería en el periódico al día siguiente: allí estaban las descripciones de los bates y las gorras y, resaltadas en negrita como citas textuales, todas las perlas que habían soltado los chicos. Se me hizo tarde para ver el partido de pretemporada de los Sox; tampoco es que estuviera de humor, así que decidí darle un empujón a la historia sobre Polecki y Roselli. Comprobé las cifras oficiales sobre su asombroso récord de casos no resueltos y llamé a McCracken a su casa para que, como fuente anónima, declarara que todos los investigadores de seguros de incendios de Nueva Inglaterra les llamaban «Dos tontos muy tontos».

Esa comedia facilona de los hermanos Farrelly era muy popular en la zona, porque la pareja de bobos de la película había partido de Providence y la película empezaba con una escena tomada en la calle Hope. Otro motivo más de orgullo para Rhode Island.

En cuanto a mí, podía ser el más tonto de todos. Hacia medianoche ya me encontraba paseando por Mount Hope para ver si por casualidad conseguía averiguar algo. No es que fuera la mejor manera de investigar, pero no me podía quedar quieto, de brazos cruzados, y tampoco se me ocurría nada mejor.