Entré en la reunión justo cuando salía la fotógrafa. Veinticuatro tíos con idénticas gorras rojas de béisbol vagaban por los pasillos del supermercado. A varios les conocía del instituto, a otros del fichero de la policía y a un par de ambos sitios.
—Invito yo —dijo Zerilli cuando entré—. Una bolsa de patatas fritas y un refresco cada uno. ¡Eh!, Vinnie, he dicho una bolsa; solo una. Antes de que te acabes todas las existencias, bien podría yo mismo prender fuego a este puto lugar.
Las gorras tenían de adorno unos bates cruzados y el nombre los DiMaggios escrito en negro.
—Qué te parecen las gorritas, ¿eh? —me dijo Zerilli—. Son de encargo. A tu fotógrafa, que tiene unas bonitas tetas por cierto, le han encantado. Te juro que no podía parar de hablar de las dichosas gorras. Les hizo posar con sus bates delante de la tienda. Los de la fila de delante con una rodilla hincada en el suelo, ¡como un auténtico equipo, joder!
—¿Por qué hacéis esto? —pregunté a varios DiMaggios cuando se disponían a salir. Tony Arcaro, que tenía un trabajo de pega en el Departamento de Carreteras, murmuró algo sobre «devolver favores a la comunidad». Eddie Jackson, un habitual de los registros policiales, fichado por haberle «arreglado» la dentadura a su mujer alguna que otra vez, aseguró que «quería proteger a sus seres queridos». Martin Tillinghast, que tenía en su antebrazo un tatuaje chapucero hecho en la cárcel, afirmó que «quería plantar cara al crimen». Garabateé todas esas chorradas en mi cuaderno.
—He podido ponerle nombre a todas las caras menos a una —me dijo Zerilli cuando por fin nos quedamos a solas. Reinaba un silencio inquietante ahora que no se oía masticar patatas fritas a veinticuatro bocas. Mi amigo continuó—: Hay una, la del chino ese, que no le suena a nadie —añadió mientras señalaba la foto del Señor Éxtasis—. Uno de los chicos cree haberle visto por ahí, pero no está seguro.
Zerilli dio la vuelta a las fotografías, enseñándome las anotaciones de los nombres junto con las direcciones escritas a la manera de Providence: sin números, sólo con referencias descriptivas del estilo: «casa de fachada amarilla pelada en Larch, entre Ivy y Camp, con una camioneta Dodge azul en ruinas en el jardín».
Cuando terminé con Zerilli eran solo las diez menos cuarto. Me monté en el Bronco y conduje cuatro manzanas hasta la calle Larch.
—¿La señora DeLucca?
—Sí, ¿quién es usted?
—Me llamo Mulligan. Soy un reportero del periódico.
—Ya compramos el periódico.
La voz me resultaba familiar, pero no podía ponerle nombre. Era una voz antigua, como de otra época.
—No, no. Soy un periodista.
—Bien, ¿y qué quiere?
—¿Está Joseph en casa?
—Lee el mismo periódico que yo. No necesita comprar otro.
Me encontraba de pie sobre unas escaleras deterioradas, mirando fijamente una puerta maciza con tres cerrojos.
—Señora DeLucca, ¿no sería más fácil que me dejase entrar?
—¿Está usted chiflado, o qué? Cómo sé que es quien dice que es y no otra persona; igual, alguien que me viene a violar, ¿eh? Cómo diantres lo sé, ¿eh? ¿Abrir la puerta, dice? Ni lo sueñe —contestó enfadada.
—Madre, ¿con quién habla?
—Nada, Joseph, vuelve a la cama.
Se oyeron unas pisadas fuertes.
—Ahora ya lo ha conseguido, despertar a mi Joseph, eso es lo que ha conseguido, sí señor. ¡Estará usted contento!
Sonó el cerrojo y la puerta se abrió de par en par. Detrás de ella se había escondido una diminuta mujer con una bata azul almidonada a juego con el cardado de su pelo.
De repente recordé quién era. Durante un mes, más o menos, Carmella DeLucca había sido camarera en el bar de Charlie. Se pasaba el día gruñendo a los parroquianos y moviéndose con tal lentitud de la barra a las mesas que incluso el buenazo de Charlie acabó harto y la despidió. Nadie la sustituyó.
Estaba de pie, en la entrada de la casa, con los pies hinchados embutidos en unas zapatillas de niña. Si Dorcas me estuviese observando, seguro que me acusaba de acostarme con la vieja.
Detrás de la señora DeLucca surgió, con gesto amenazador, el gigantón que tenía por hijo. Medía más de uno noventa y tendría unos cuarenta años. Se me parecía bastante si se pasaban por alto los treinta kilos de exceso de peso que amenazaban con romper el elástico de sus calzones amarillentos. No quise recrearme en esa imagen. Había olvidado ponerse la camisa, aunque tal vez aquella mata de pelo le sirviese de abrigo.
—Deja de molestar a mamá.
«Cuidado con éste, Mulligan», pensé. Igual hay algo de músculo en esas lorzas.
—Soy un periodista que está trabajando en un artículo sobre los incendios.
—¿Y eso que tiene que ver con mi madre?
—Más que con tu madre, con quien quería hablar era contigo.
—¿Eres tú el tipo que ha escrito todas esas historias?
—Ajá.
—Joder, ¿y no ves que le estás dando ánimos al pirado ese escribiendo todas esas historias y publicándolas? Es justo lo que quiere: publicidad. ¡Maldita sea! Me apuesto que está coleccionando todos los artículos y haciéndose un puto álbum de recortes. Perdone los tacos, madre.
—¿Y quién está haciendo todo eso, según tú?
—¿Haciendo el qué?
—¿Quién se está haciendo un álbum de recortes?
—¿Y yo qué demonios sé? Eres un listillo de mierda, ¿eh?
—¿Has presenciado alguno de los incendios?
—¿Para qué quieres saberlo?
—Solo estoy hablando con la gente que ha presenciado alguno de los incendios para averiguar qué han visto.
—Sí, he visto tres de ellos. No, cuatro. El último cuando ese bombero murió asado como un pollo. Les vi sacar su cuerpo. Apestaba que no veas. Moló un montón.
Me vino a la mente la imagen de Tony el día de su boda, abrazando a la chica que todos deseábamos. Después, observé la imagen lamentable que ofrecía Joseph DeLucca y conseguí a duras penas dominar las ganas de golpearlo. Probablemente no lucra capaz de deletrear la palabra «gilipollas»; igual tampoco podía evitar serlo.
—¿Qué hacías allí? —pregunté.
—Estaba viendo la tele, como todos los viernes por la tarde desde que estoy en paro. Marcia protestaba porque le hacía daño el aparato de dientes nuevo y justo en ese instante oí la sirena de los bomberos. Pensaba que el aparato le hacía más fea, así que le dije: «Sí, estás horrorosa, quejica de mierda». Cuando acabó el programa me acerqué hasta allí para ver qué pasaba.
—Comprendo. Señora DeLucca —pregunté—, ¿es eso mismo lo que usted recuerda? ¿Estaba usted también viendo el programa con su hijo?
—Mamá estaba en la lavandería, ¿a qué viene eso de dónde estaba?
—O sea, que estabas solo en casa, ¿no?
—¿A dónde coño quieres llegar? Lo siento, madre. ¿Me estás acusando de algo? ¡Vete de aquí de una puta vez antes de que te dé por el culo!
Mark Twain dijo una vez: «Todo el mundo es como la luna: tiene un lado oscuro que nunca enseña a nadie». Me pregunté cómo sería el de Joseph DeLucca. Si me hubiera sobrado media hora, habría intentado averiguarlo.
Según el reloj del salpicadero de Secretariat, me quedaba tiempo para intentar hablar con otro de los nombres que me había dado Zerilli. Ni idea de adónde me iba a llevar esta pesquisa. ¿Qué esperaba? ¿Que uno de los tipos de las fotos fuese el pirómano y según fuera a interrogarle lo confesase todo?
De camino a casa conduje a través de carreteras llenas de baches, maldiciendo por haber creído que aquello iba a resultar una tarea sencilla. Entré en casa y me quedé mirando mi cama desordenada durante unos instantes. Me tragué un antiácido, me quité la tirita y el algodón que me habían puesto tras el pinchazo y me acurruqué bajo una manta que todavía conservaba el olor de Veronica.