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Llegué a la clínica cuarenta minutos antes de que cerraran y me pasé media hora intentando averiguar qué habría llevado hasta allí al resto de pacientes.

Por ejemplo, la pelirroja llena de acné y con las uñas mordidas. Seguro que había practicado sexo sin protección con el bruto de su novio y temía haberse quedado preñada de nuevo. El calvo de la narizota: quería asegurarse de que el presidente del Consejo Municipal, que se lo había trincado en el Dark Lady, no le había pasado el sida junto con las tapas del bar. Pasé al siguiente: el tío de mediana edad que estaba junto al espejo, al otro lado de la sala. Tenía el pelo alborotado y llevaba una camiseta de Dustin Pedrola, el jugador de los Red Sox. Parecía abatido. Odiaba las agujas, pero se dejaría cortar a cuchillo y sin anestesia si con ello consiguiera algo de la tía de la risita de dibujos animados…

En ese momento llegó mi turno.

La enfermera me pinchó tres veces antes de dar con la vena. La secretaria aseguró que tenían un buen seguro contra posibles demandas.

—Los resultados tardarán unas siete semanas —me dijo.

—Por teléfono esta mañana me hablaron de cinco.

—Siete —dijo—. ¿Ve esta pila de análisis? La mayoría son para la prueba del sida. De todas formas, si está tan seguro de no haberlo contraído, ¿a qué viene tanta prisa?

Cuando un habitante de Rhode Island necesita algo que no puede simplemente robar, tiene dos maneras de conseguirlo. ¿Necesitas una licencia de fontanería pero no puedes pasar el examen estatal? O, ¿necesitas librarte de esas cincuenta multas de aparcamiento? O quizá únicamente necesites que se den un poco más de prisa con la prueba del sida. Probablemente, en un estado tan pequeño como este, siempre conoces a alguien que te puede ayudar. Puede que tengas un tío en la Comisión de Urbanismo. O igual es que fuiste al colegio con un inspector jefe. O quizá la funcionaria del Departamento de Salud está casada con tu primo. Si no es así, siempre tienes la opción de ofrecer una pequeña propina.

El soborno es un concepto mal comprendido por los ciudadanos de aquellos estados que no pueden recorrerse de una punta a otra, y a pie, durante el descanso de la comida. Los que vivimos en Rhode Island sabemos que viene en dos modalidades: la buena y la mala, lo mismo que el colesterol. La mala engorda los bolsillos de los políticos y los de sus insaciables amigotes a costa del contribuyente. La buena complementa los menguados sueldos de los funcionarios, les ayuda a costear la ortodoncia de sus hijos y a pagarles los estudios. El soborno bueno está libre de culpa. Es biodegradable. Ayuda a mover los hilos. Sin ese lubricante, y sin buenos contactos, no se podría hacer casi nada, o, al menos, casi nada a tiempo en Rhode Island.

Además, constituye parte de nuestra herencia. El primer Gobernador colonial intercambió favores con el Capitán Kidd. Tal vez es que soy un tío chapado a la antigua, pero saqué un billete de veinte dólares de mi cartera y lo deslicé hasta el borde del mostrador.

—Cuatro semanas —me dijo—. Que tenga un buen día.

Cuando llegué a la redacción, Lomax había salido a cenar. La editora jefe de noche, Judy Abruzzi, ocupaba su lugar.

—Las fotos de la historia del perro son geniales —me dijo.

Un par de paletos tronchados de risa mientras un chucho les babea encima. Ni siquiera tú eres capaz de cagarla tanto para evitar que aparezca en la portada.

—No he acabado todavía —respondí.

—Tienes toda una hora para terminar —replicó.

—Antes tengo que hacer una llamada.

La jefa de policía de Prineville, Oregon, tenía un concepto adecuado de lo que significa ser un funcionario público. Era educada, colaboradora y no pidió ningún soborno.

—Sí, tenemos a unos John y Edna Stinson —dijo—. Tienen una cabaña cerca del río Deschutes, a unos setenta kilómetros de la ciudad.

—¿Hay alguna manera de ponerse en contacto con ellos? —pregunté.

—¿Es algo urgente?

—No, nada de eso.

—Pues entonces no sé cómo. No tienen teléfono y hoy tenemos una baja así que no puedo intentar acercarme hasta allí.

—¿Les puedo dejar un mensaje?

—Suelen venir a la ciudad unas dos veces al mes a hacer la compra y a recoger el correo. Supongo que les puedo dejar una nota en su buzón. Va contra la ley federal, ya sabe. Pero siempre puedo decirle al cartero que es un asunto policial.

Le di las gracias, le dejé mi teléfono de casa, del trabajo y el móvil y le pedí que John o Edna llamaran a cobro revertido.

—¿Les conoce bien? —pregunté.

—Bastante bien —contestó.

—¿No sabrá por casualidad si tienen un perro?

—Tuvieron un perro grandote y peludo durante un tiempo, pero oí que algo le había pasado —me dijo, y prosiguió—: Ahora que lo menciona, ¿cuál fue la historia? No me acuerdo, creo que se volvió loco, ¿podría ser? No, ese fue el spaniel de los Harrison. ¡Ah, si!, creo recordar que simplemente desapareció.

Después de colgar, encendí el ordenador y escribí con brío la historia de Ralph, Gladys y su perro Sassy.