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Dominic Zerilli tenía setenta y cuatro años, y todas las mañanas, desde hacía cuarenta y dos, se levantaba a las seis en punto, se ponía su traje azul, una camisa blanca y corbata de seda y caminaba cuatro manzanas hasta su pequeño supermercado situado en la avenida Doyle, en Mount Hope.

Una vez dentro, le daba un caluroso saludo de bienvenida al chaval de turno, un producto fracasado del sistema escolar que manejaba la caja registradora del local. Después, subía los cuatro escalones que había hasta llegar a su despacho: una pequeña habitación con una ventanilla desde la que se podía controlar toda la tienda. Se quitaba la chaqueta, la colgaba en una percha de madera que colocaba acto seguido en una especie de perchero que había montado él mismo. Luego procedía del mismo modo con los pantalones. Se quedaba todo el día allí, con tan solo una camisa, corbata y calzones, fumando sus Lucky Strike sin filtro, uno tras otro, y recogiendo apuestas sobre deportes u otras cosas desde la ventanilla o desde los tres teléfonos que tenía, controlados cada semana por si estaban pinchados. Anotaba las apuestas en tiras de papel flash y las guardaba en un fregadero gris que tenía cerca de la silla. Cuando venía la policía para pillarle, lo que solo ocurría cuando se investigaba a la Comisión de Loterías de Rhode Island por pérdidas, solía tirar el cigarrillo al fregadero con un sonido silbante.

¡Zas!

Los gánsters de la Comisión de Loterías engañaban a la gente al fomentar los juegos que nunca eran premiados. Se la tenían jurada, porque Zerilli, con su negocio ilegal, ofrecía a los pobres aficionados al juego una oportunidad real de ganar: la Mafia siempre aventaja a las instituciones legales.

Casi todo el mundo en Mount Hope se había pasado alguna vez por la tienda de Zerilli, bien para apostar o para reponer sus escasas existencias de licor, revistas porno y tabaco de contrabando. Le apodaron el Colillas y decían que conocía a todo el mundo por su nombre. Le compré mi primer paquete de cromos de béisbol cuando tenía tan solo siete años y me dejó apostar por primera vez por los Sox y los Patriots cuando cumplí los dieciséis. Aquel día, gracias a la nieve que había hecho desistir a otros coches, pude aparcar a Secretariat justo delante de la puerta.

—¿Fotos? —dijo Zerilli—. ¿Quieres que mire unas putas fotos?

—Eso es —contesté.

—Joder, creía que me ibas a preguntar por los DiMaggios.

Estábamos sentados en el refugio particular de Zerilli con las fotos desperdigadas por su escritorio; solo uno de nosotros tenía los pantalones puestos. Habíamos terminado nuestro ritual: él me ofrecía una caja de puros habanos de contrabando y me hacía jurar por mi madre que no contaría a nadie lo que veía en ese local; y yo lo juraba, abría la caja y encendía el puro. No le mencionaba que en verdad no tenía nada que contar porque todo el mundo sabía ya a esas alturas lo que ocurría allí dentro. Exceptuando lo de los pantalones.

—¿Qué es eso de los DiMaggios? —le pregunté con curiosidad.

—Cuidado con donde tiras la puta ceniza —fue toda su respuesta.

—¿No será una nueva manera de apostar al béisbol, o algo así?

—¡Qué va, chaval! No hay nada nuevo en las apuestas, ya está todo inventado —dijo.

—¿Entonces?

—Entonces, resulta que la semana pasada comencé a darle al coco. ¿Me quedo aquí esperando que venga algún mamón a prenderme fuego o hago algo? La poli insiste en que está todo controlado, que han puesto otra patrulla. Vaya una mierda. El cochecito se da unas cuantas vueltas más por el barrio, como si eso sirviera para algo. El jueves pasado, por la noche, reuní una docena de tíos. Gente que suele venir a la tienda, gente del barrio. ¿No has oído hablar de esto? Estás perdiendo facultades, chaval. Me imaginaba que ya te habría llegado la onda. Los dividí en grupos de a dos, con turnos de cuatro horas cada uno, asegurándome de que siempre haya al menos cuatro tíos en la calle. Algunos de esos tíos están sin trabajo, así que no tenemos problemas para cubrir todos los turnos. La mayoría son malditos irlandeses, guaperas italianos y unos cuantos hispanos; o sea, buena gente.

—¿Y por qué ese nombre, los DiMaggios?

—Mira, hijo, algo tenían que llevar por si se topan con algún problema, ya sabes. No necesitamos más putas pistolas en la calle. Bastante tengo con esos capullos que se pasean por aquí acojonándonos con esos subfusiles comprados en el patio del instituto. Así que les he comprado veinticuatro bates nuevecitos. Me habría ahorrado unos cuantos pavos si Carmine Grasso no los hubiera tenido… ¡ejem!, guardados, ya sabes, de cuando se agenció toda la mercancía deportiva de un camión. Me ha sacado dos pavos por cada uno. Le he comprado ochenta. El resto a ver si lo consigo vender esta primavera, si llega alguna vez. ¡Joder, cuanta nieve!

—Y ya que llevan bates —añadí, comprendiendo de qué iba la historia—, qué mejor nombre que el del mejor jugador guaperas que haya existido nunca.

Zerilli continuó su verborrea.

—Y los dos hispanos me han salido de los Yankees; se hacen llamar El equipo A por ese jodido Alex Rodríguez, solo para cabrearme. ¡Bah!, mejor que tengan un poco de orgullo, son buenos tíos.

Cuando por fin conseguí que se pusiera a mirar las fotos, su reputación de conocer a fondo todo el barrio resultó ser un tanto exagerada. De los nueve rostros, solamente conocía a seis.

—Deja que me quede con ellas un rato, para ver si a los chicos les suenan alguna cara más —se le ocurrió decir.

—De acuerdo —accedí.

—Nos reunimos hoy a las nueve, antes de que salga la patrulla nocturna. Se las enseñaré entonces.

—Igual me paso, si te parece bien —le dije—. Puedo traer conmigo a una fotógrafa y escribir un pequeño artículo sobre los DiMaggios.

—Saca fotos de los chicos con los bates, a ver si acojonas al cabrón que está incendiando Mount Hope y le convencemos de que se largue a joder a otra parte.

Me había olvidado del puro y se había apagado. Mientras buscaba mi Zippo en los bolsillos del pantalón, vi que Zerilli me alcanzaba su Colibrí, el maravilloso modelo de tres llamas que se adapta perfectamente a la palma de la mano.

—Quédatelo —me dijo.

—No puedo hacerlo, Colillas. ¿Tienes idea de lo que cuestan estos cacharros?

—Grasso me los consigue baratitos, tantos como pueda dar salida en la tienda —contestó—, siempre que me calle de dónde han salido. Además, no tienes tantos escrúpulos al llevarte los habanos, ¿eh?, y sabes la hostia de bien lo que cuestan.

—Ya te entiendo —dije mientras me guardaba el encendedor en el bolsillo y me disponía a salir.

—¡Eh, eh! No tan rápido —me dijo—. Antes te he oído decir: «mejor guaperas del béisbol». ¿Eso es lo que has dicho, capullo? ¡Que te folien, Mulligan! Es el mejor jugador de todos los tiempos, punto. ¿Me oyes, pedazo de plasta? ¡El número uno!

Cuando volví a la redacción, encendí el ordenador para comprobar el correo y encontré el siguiente mensaje de Lomax:

Los de la historia del perro amenazan con llamar a la tele si no hablas con ellos hoy mismo. Si eso ocurre, no me gustaría estar en tu pellejo.