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Efrain y Graciela Rueda habían llegado a Providence siete años antes. Procedían de La Ceiba, en el sudeste de México. Él se puso a trabajar como obrero en una fábrica; ella en el Holiday Inn, haciendo camas. Dos años más tarde nacieron los gemelos. Graciela les quería llamar Carlos, que significa «hombre libre», y Leticia, que quiere decir «gozo». Efrain, sin embargo, optó por Scott y Melissa. Quería que fuesen lo más americanos posible. Sus hijos habían sido su vida y ahora no tenían ni para enterrarlos.

Sus amigos de la parroquia del Santo Nombre de Jesús recaudaron lo suficiente para poder pagar los dos ataúdes de madera. El Cuerpo de Bomberos de Providence donó las lápidas. En un exceso de generosidad, la funeraria Lugo les alquiló el coche fúnebre a mitad de precio.

El lunes por la mañana se podían ver las dos lápidas como dos protuberancias sobre la costra de nieve que quedaba en el Cementerio Norte. Rosie y yo nos unimos al grupo de amigos de la familia, que se congregaba en torno a la fosa cavada en el césped helado. Mike Austin, el bombero que había sacado el cuerpo de Scott, ayudó a llevarlo hasta su tumba. Lo mismo hizo Brian Bazinet con el ataúd de Melissa.

Ladeé la cabeza para captar mejor las consabidas palabras del sacerdote, que hablaban de consuelo y gloria eterna, pero quedaron ahogadas por los sollozos de Graciela y el zumbido de cientos de vehículos que circulaban por la autopista interestatal, que quedaba a unos trescientos metros hacia el oeste. Justo en dirección contraria, hacia el este, se veía al enterrador, esperando en su excavadora con el ruido sordo del motor en marcha.

El cortejo fúnebre se encaminó lenta y penosamente hacia los destartalados Toyotas y Chevrolets. Rosie y yo cogimos un puñado de tierra helada cada uno y la dejamos caer sobre la tumba, provocando un ruido seco sobre los pequeños ataúdes. Después nos apartamos y nos quedamos observando el trabajo del enterrador. Intenté encontrar algo de alivio en el ritmo acompasado de su trabajo, pero en mi mente todavía podía escuchar los lamentos angustiados de Graciela y el murmullo quedo de su marido intentando consolarla.

Todos los profesores de la facultad de Periodismo nos advertían a menudo sobre la necesidad de no involucrarse emocionalmente con las historias que uno escribe; que había que distanciarse emocionalmente en aras de la objetividad. ¡Y una mierda!, pienso yo. Si no te importa nada el asunto sobre el que escribes, tampoco despertará el interés de los lectores: les resultará totalmente indiferente.

Recé una oración; solo por si acaso Él estaba escuchando. Pero ¿dónde estaba Él cuando la máquina quitanieves ocultó la boca de incendios? ¿Dónde estaba cuando los gemelos gritaban auxilio?

Me encaminé con Rosie hacia el Bronco, aplastando la nieve helada del camino. Me giré en dirección al montón de tierra marrón que destacaba sobre el blanco reluciente del campo. No hablamos. ¿Qué se podía decir en un momento así?

Alguien debía pagar por lo ocurrido, y no creía que Polecki y Roselli estuvieran a la altura de las circunstancias.

Veinte minutos después, entré en la redacción y encontré un grueso sobre encima de mi mesa. Se podía leer «Me debes una. Gloria». El sobre contenía un montón de fotografías.

Dudé si conectarme: no me sentía con fuerzas para lidiar con un posible mensaje de Lomax. Dejando el sobre a un lado, me concentré en las fotografías. Encontré bastantes caras conocidas. La vieja señora Oaks, que nos había cuidado de pequeños a mis hermanos y a mí, estaba junto al cordón policial estirando el cuello para ver mejor. También vi a tres de los hermanos Tillinghast, que fruncían el ceño con caras de pocos amigos mientras observaban el fuego. Los chavales ayudaban en el nuevo «negocio» de su hermano mayor: secuestro de camiones. También reconocí a Jack Centofanti, que dirigía el tráfico. Era un bombero jubilado que echaba tanto de menos la acción que se pasaba todas las tardes en la sede central del Cuerpo. Su cara me hizo recordar viejos tiempos. Siempre que hubiera peces en el embalse Shad, al otro lado del río, en la zona este de Providence, Jack aparecía en casa a las cuatro de la mañana con su equipo de pesca. Solía perder a las cartas en esas noches de sábado en que apostábamos al póker y bebíamos cerveza, cuando nuestra casa se llenaba de camaradería y de conversaciones subidas de tono. Jack había sido el mejor amigo de mi padre. Sus palabras en el funeral de mi viejo habían convertido a un simple lechero en un héroe por el mero hecho de haber podido criar a una niña que no había acabado embarazada de cualquier manera y a dos chavales que no habían terminado en la cárcel. Volví sobre las fotos una y otra vez. Cada vez que distinguía la misma cara en más de un incendio la rodeaba con un lápiz rojo. Había catorce rostros que estaban en dos o más incendios. Al principio me extrañó ver tantos, pero me di cuenta de que no era tan raro. Al fin y al cabo, todos los incendios se produjeron en el mismo barrio, y todos, menos el último, habían comenzado de noche, cuando la mayoría de la gente está en casa.

Jack aparecía en siete incendios, y me habría apostado la paga de un año a que en todos ellos había ayudado, bien dirigiendo el tráfico o sirviendo café. Me fijé en otro rostro que se repetía en seis incendios. Pertenecía a un hombre de origen asiático de veintitantos años que llevaba una cazadora negra de cuero. En dos de las fotos llevaba una linterna y en una de ellas se le veía alzando la mirada hacia un edificio en llamas, con una expresión de éxtasis en el rostro.

Podía entenderle perfectamente. Yo era solamente un periodista novato cuando la fábrica de tejidos Capron se quemó en Pawtucket, y aunque hace ya mucho tiempo de aquello, todavía, al cerrar los ojos, puedo recordarlo todo con claridad: las siluetas de los bomberos recortadas contra las llamaradas de fuego anaranjado que se elevaban en el cielo oscuro a muchos metros de altura. Era tan terroríficamente hermoso que durante un buen rato me olvidé del motivo que me había traído allí.

De repente, recordé que dos de los incendios de Mount Hope no habían sido catalogados como de «origen dudoso». Volví a repasar las fotos y descarté las que pertenecían a los dos incendios fortuitos; uno provocado por un descuido de un fumador y el otro por un calentador defectuoso. Todavía quedaban una docena de rostros por analizar. Tres de ellos me resultaban familiares, pero para identificar al resto, incluyendo al del Señor Éxtasis, necesitaría algo de ayuda.

Ese apodo me hizo pensar en Veronica, lo que provocó un cierto hormigueo en mi entrepierna. Cogí el teléfono y llamé a mi médico, pero su secretaria me dijo que si no era urgente no me podía dar cita hasta pasadas siete semanas.

—Sí que se trata de una urgencia —afirmé.

—¿Y de qué urgencia se trata?

—Es un asunto delicado —continué.

—Soy muy discreta.

—No me puedo tirar a mi novia hasta hacerme la prueba del sida —contesté, tras lo cual la mujer colgó el teléfono.

Lo intenté de nuevo con el centro para enfermedades venéreas del Departamento de Salud de Rhode Island. Me aseguraron que podrían sacarme sangre ese mismo día pero que los resultados no llegarían hasta después de cinco semanas por el retraso que tenía el laboratorio.

Al colgar, encendí el ordenador en el que encontré el temido mensaje de Lomax:

¿Dónde está la maldita historia del perro?

Tecleé una respuesta rápida:

Estoy con ello.

Pero antes debía hablar con mi corredor de apuestas.