—¿Puedes apagar la maldita radio de la policía?
—No.
—¿Por qué no?
—Ya lo sabes.
—¿A quién demonios se le ocurre tener una radio de la policía conectada en su habitación? —insistió Veronica.
—A mí, por ejemplo.
Me obsequió con una sonrisa de satisfacción, meneó la cabeza y rodó hasta tumbarse encima de mí. Nos besamos apasionadamente. Pero era un ardor sin fuego; yo intentaba bajarle una prenda, pero ella la subía; intentaba desabrocharle algo, pero ella se retorcía. Era sexo consentido entre adultos, pero ella no consentía nada. Hasta en secundaria había tenido más suerte que entonces.
Era la primera vez que traía a Veronica a mi casa. Era un apartamento de tres habitaciones en la segunda planta de un bloque de apartamentos en la calle America, en Federal Hill, el barrio italiano de Providence. Tres habitaciones eran todo un exceso, ya que solamente utilizaba una de ellas, exceptuando las veces que entraba a la cocina para visitar el frigorífico.
Había ordenado un poco el piso en previsión de su visita, incluso me había molestado en quitar el polvo con un paño húmedo. Habría podido distraer su atención de la lúgubre decoración con algo de música, pero Dorcas tenía todavía en su poder mis vinilos y mi único reproductor de Cds estaba en el salpicadero de Secretariat.
El suelo estaba recubierto de ese linóleo imitación a ladrillo rojo. Si fuera de ladrillo de verdad no tendría todos esos rasguños. Las paredes color beis estaban vacías, a excepción de unos pegotes de escayola y de mi única posesión de valor: una caja fuerte que guardaba un Colt 45. Había pertenecido a mi abuelo en la época en que estuvo en el Cuerpo de Policía de Providence. Lo llevó hasta el día en que alguien, en la avenida Atwells, le fracturó el cráneo con una tubería, le quitó el arma y le disparó con él, dejándolo caer después sobre su cuerpo.
Veronica me preguntó sobre el revólver, así que no me quedó más remedio que volver a contar la historia. Mientras me escuchaba, apoyó la mano sobre mi hombro.
—De vez en cuando lo saco para limpiarlo —le conté—. Me ayuda a sentirme más cerca de mi abuelo.
Era sábado por la noche y a través de las paredes se podía oír a mi vecina, Angela Anselmo, gritar por la ventana a sus pequeños: el de ocho años, una joven promesa del violín, y el mayor convertido de pronto en virtuoso de la música a la tierna edad de trece años. Angela estaba preparando la cena y el olor a ajo que escapaba de su cocina se colaba con facilidad por la rendija de más de dos centímetros que había bajo mi puerta. Veronica y yo descansábamos sobre la cama, comprada en las rebajas, al igual que el colchón; no había otro sitio donde sentarse. Aunque todavía me cabreaba el recuerdo de los discos y las novelas, por primera vez me alegré de que Dorcas se hubiera quedado con todos los muebles; así tenía a Veronica más cerca, jugueteando con mi mejilla.
—¿Crees que Lomax se lo va a tomar muy mal? —pregunté.
—Bastante mal, supongo.
—Quizá debería ponerme con la historia del perro este fin de semana.
—No, nada de trabajar este fin de semana. Solo tú y yo. Me lo prometiste —insistió Veronica.
—Siempre y cuando no haya ningún otro incendio en Mount Hope —apunté.
—De acuerdo. Siempre y cuando no haya otro incendio —asintió ella.
—Espero que las fotos de los incendios me sirvan de algo.
—¿Qué esperas encontrar?
—El mismo rostro repetido en varios de los incendios.
—¿Un pirómano?
—Tal vez. Les gusta pasearse a admirar su obra.
—Mulligan.
—¿Sí?
—¿Podríamos hablar de otro tema? —me pidió mientras continuaba haciéndome cosquillas.
—Está bien. Qué tal si me cuentas de dónde has conseguido las declaraciones secretas del Gran Jurado.
—Ni lo sueñes, guapo.
—¿No querías cambiar de tema? —protesté.
—Sí, pero pregúntame otra cosa.
—Está bien, ¿te tiñes el pelo?
—No. Ahora me toca a mí. ¿Cómo va el divorcio?
—He tenido una bonita conversación con Dorcas sobre ese asunto esta misma mañana.
—¿Y?
—A menos que acceda a pagarle una pensión de por vida, alegará que le pegaba.
—Bueno, eso lo lleva diciendo dos años, Liam.
—Te dije que no me llamaras así.
—Pero es que me gusta.
—Pues a mí no.
—No tiene nada de malo, cariño.
Pero sí que lo tenía. Era el nombre de mi abuelo. Y cada vez que lo escuchaba veía una silueta dibujada con tiza en una acera manchada de sangre. Como no quería ahondar en el asunto, me limité a menear la cabeza.
—Veamos, te llamas L. S. A. Mulligan. ¿Qué tal si utilizo alguno de tus segundos nombres? —insistió.
—Está bien, ¿prefieres Seamus o Aloysius?
—¡Uy! —exclamó asombrada—. ¿Qué tal algún apodo?
—Mis compañeros del equipo de baloncesto en la Universidad de Providence solían llamarme «Estofado».
—¿Por qué?
—Ya sabes, por lo de Mulligan Stew[3].
—Vaya, lo siento.
—Gracias.
—Es que me resulta extraño llamarte Mulligan cuando tienes ambas manos sobre mi trasero.
—Es el único nombre al que respondo.
—¿Como Madonna?
—O como Seal.
—Creo que te voy a llamar Liam.
—Preferiría que no lo hicieses.
—Por favooor —suplicó Veronica alargando mucho la «o» y frotando toda su feminidad contra mi entrepierna. No consiguió lo que quería, más bien me olvidé de lo que me estaba preguntando. La giré hasta situarla bajo mi cuerpo y comencé a mordisquear su escote, entre su cuello y el comienzo de sus pechos. Mis manos, torpes, comenzaron a desabrochar el primer botón de su blusa.
—¿Liam?
Decidí ignorarla mientras continuaba desabrochando el segundo botón.
—¿Mulligan?
—¿Um? —murmuré.
—Quiero que primero te hagas la prueba del sida.