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Hice un cambio de sentido ilegal frente a un puesto de limonada abarrotado y puse el coche a setenta, una velocidad temeraria en un día gélido como aquel, que había convertido el aguanieve del día anterior en peligrosas pistas de hielo. Me aferré con fuerza al volante para que los botes que pegaba Secretariat no me aflojaran los empastes. El pobre Bronco llevaba ya muchos baches encima y tenía la suspensión hecha un asco. En el cruce de Dyer y Farmington tuve que tocar la bocina para no atropellar a un viejo encorvado cuyo perro salchicha estaba regando de pis un montón de nieve.

Al torcer hacia la avenida Doyle en Mount Hope, me aparté para dejar pasar a una ambulancia que circulaba a toda velocidad con la sirena encendida. A pesar de llevar la ventanilla subida, el rastro de un intenso olor a humo me quemaba la nariz. Más allá se veían una docena de luces de emergencia. Aparqué en el arcén y salté del coche. Mi acreditación de periodista me permitió traspasar el cordón policial.

Los bomberos habían apagado la mayor parte del incendio, aunque todavía salían columnas de humo de las vigas del edificio derruido. Sobre la nieve sucia y dura que se acumulaba frente a la fachada de la casa se encontraban desperdigados restos de objetos que formaban parte de la vida cotidiana de sus habitantes: una silla de plástico fundida, una manta amarilla que seguía ardiendo, un juguete manchado de hollín. En el piso de arriba una cortina de encaje ondeaba sobre un trozo de cristal roto; era todo lo que quedaba de una ventana.

En otros tiempos, el humo de una casa incendiada olía a madera quemada. Ahora, sin embargo, los incendios apestaban a vinilo, a poliéster, a aglomerado y a pegamento para madera; también a electrodomésticos quemados, a productos de limpieza y a espuma de poliuretano que desprende ácido cianhídrico, entre otros gases tóxicos. Este incendio olía como si hubiese estallado una central petroquímica.

Se hizo un silencio misterioso a mi alrededor mientras contemplaba hipnotizado el derrumbamiento de la dañada estructura del edificio. Pero en cuanto retiré la mirada del fuego volvieron con fuerza todos los sonidos; el sonido insistente de las sirenas; los gritos roncos de los bomberos; las órdenes que Rosie vociferaba a través de la radio… El plantel habitual de curiosos miraba fascinado el desastre, como si esperaran que las llamas volvieran a hacer aparición. Hablaban todos a un tiempo, dando instrucciones inútiles a los bomberos y a la policía en un dialecto particular que se oía a veces en Rhode Island. Su conversación traducida podría ser algo así:

«¿Por qué no echan más agua por el tejado?».

«Sí, eso, ¿por qué no lo hacen?».

«Eso mismo es lo que vengo diciendo yo».

«¡Chitón los dos!».

«¿Ya has comido?».

«No».

«Podemos ir al bar de la Casserta en mi coche si encuentro las llaves».

«¡Vamos!».

Entre el grupo de policías pude distinguir a Rosselli, que sacaba fotos de su pulgar enfundado en un guante con una cámara digital. Me miró y me hizo un gesto obsceno. Le contesté con el pulgar hacia arriba que todo iba bien.

Al verme cuaderno en mano, una anciana, de pelo gris descuidado y mirada atónita, me clavó los dedos en el brazo y me dijo:

—Golpeé todas las puertas —afirmó con unos ojos llenos de pánico—. Creo que no queda nadie dentro. Si no es así, Dios se apiade de ellos.

Intenté sonsacarle algún detalle más sin mucho éxito. Le di las gracias y me giré para marcharme. Pero ella siguió hablando:

—Eres el hijo de Louisa, ¿verdad?

—El mismo.

—Ella se habría sentido muy orgullosa al ver tu nombre en todas esas noticias del periódico.

—Gracias —respondí—. Me gustaría creer que es así.

Me di la vuelta y patiné con un trozo de hielo al encaminarme al coche de la jefa de bomberos.

—No tengo tiempo para hablar contigo ahora —soltó Rosie al verme, con sus ojos grises fijos en el edificio en llamas mientras se ajustaba una bombona de aire al cuerpo. Flanqueada por cinco bomberos que portaban hachas, se dirigió con paso firme a la entrada del edificio, ennegrecida por el humo. Les sacaba una cabeza a todos con sus casi dos metros de altura, un par de centímetros más que cuando recogía rebotes para su equipo en las semifinales de la Liga Universitaria de baloncesto.

Observé a uno de los bomberos que se había desplomado sobre el coche de la jefa. Un paramédico le cortó el guante para liberar sus dedos helados. Tenía varias heridas en las mejillas y respiraba entrecortadamente. Ese es el peligro de ser bombero cuando la temperatura es gélida: te congelas a la vez que te quemas.

—La jefa va a entrar a sacar a DePrisco —comentó el bombero—. El pobre capullo estaba dentro con la manguera cuando el primer piso se desplomó sobre el sótano.

—¿Tony DePrisco? —pregunté.

—Sí.

«Oh, no», pensé. Ahora el fuego ya tenía un rostro conocido. Tony, Rosie y yo habíamos ido juntos al instituto. Diez años atrás, yo había sido testigo en su boda. Él se había convertido en un padre de familia, yo no, por lo que no nos habíamos visto mucho el pelo en los últimos años. Aun así, la semana anterior había coincidido con él en Hopes y me había enseñado fotos de sus tres críos. La niña todavía usaba pañales. No me acordaba de su nombre, Michelle, Mikaila o algo así.

Permanecí de pie junto a los curiosos, fingiendo una indiferencia profesional que no sentía. Todos respirábamos el aire gélido y punzante mientras esperábamos a ver qué podría sacar Rosie.

Cuando por fin salió llevando en brazos un bulto destrozado y ennegrecido, el silencio pareció apoderarse de nuevo del lugar. Cerré con fuerza los ojos, pero no conseguí disipar la imagen de la sonrisa desdentada de una niña que esperaba la vuelta a casa de su padre.

Garabateé unas líneas para nuestra edición digital, pero se hizo de noche antes de que pudiera acabar el artículo completo para el periódico. Apareció un mensaje de Lomax en la pantalla. No decía Buen trabajo, sino, simplemente:

La historia del perro Me lanzó una mirada furiosa al ver que me ponía la cazadora y me encaminaba al ascensor. En cuanto se cerró la puerta me quité la chaqueta y me bajé en la segunda planta, que albergaba la cafetería, la sala de correos y el laboratorio fotográfico.

—¿Quieres que lo saque todo, o sólo lo que hemos publicado? —me preguntó Gloria Costa, la técnico del laboratorio.

—Todo —le pedí—. Me interesan especialmente las fotos del público.

Gloria rebuscó en su ordenador hasta que apareció en la pantalla el fichero de fotos de los incendios de Mount Hope. Estábamos cerca el uno del otro; nuestros hombros se rozaron al inclinarnos sobre el ordenador. Su piel desprendía un aroma dulce, con un toque picante. Estaba un poco rellenita para mi gusto, pero con diez kilos menos, una lección de maquillaje y ropa apropiada podría parecer Sharon Stone de joven. En cambio, con veinte kilos más y vestida con una túnica sin gracia podría convertirse en mi exmujer.

Tardamos casi una hora en revisar todas las fotos y escoger unas setenta del público; unas cuantas de cada incendio.

—¿Quieres copias en papel? —preguntó.

—Por favor, tan pronto como puedas, Gloria. E incluye las del incendio de hoy; esta mañana me he encargado de avisar a los fotógrafos para que, a partir de ahora, incluyan instantáneas del público en todos los incendios de Mount Hope.

—Las copias pueden tardar unos días, cielo. Andamos escasos de personal en este departamento —advirtió.

—Si las consigues para el lunes te invito a unas copas en el Hopes durante una semana entera —le contesté para animarla.