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Al día siguiente, por la mañana, Veronica centró todas las miradas en la redacción. Era difícil adivinar en qué estaban pensando las mujeres; no tanto lo que estaban pensando los hombres.

Estaba de pie en el centro de la sala, con un cigarrillo apenas sujeto entre sus labios, maquillados de color ciruela. Se había aficionado a masticar los filtros desde que prohibieron fumar en la redacción. Ahora que me gustaba lo suficiente como para que me preocupase su salud, tuve que reconocer que esa imposición no era tan mala idea. Aunque me hiciera anhelar aún más mi habano diario.

Aun así, era un fastidio. La prohibición formaba parte de una serie de cambios que poco a poco habían convertido la redacción en un fracaso de renovación decorativa. Se acabó la época de los ceniceros rebosantes de colillas, de las filas de viejos escritorios llenos de muescas, de las manchas de tinta en el suelo, de las luces fluorescentes que deslumbraban a los correctores obligándoles a usar gafas oscuras. El golpeteo de las teclas de las máquinas de escribir había desaparecido durante mi primer año de trabajo; todavía echaba de menos su sonido rítmico. Ahora, la decoración consistía en una luz tenue, una moqueta color berenjena y el zumbido de los ordenadores sobre las mesas de un falso estilo rústico. Los despachos estaban separados por mamparas de metro y medio de altura para que pudieras levantarte a preguntarle a tu compañero cómo se deletreaba delicatessen y aguzar el oído para escuchar un «búscalo tú, capullo». Se habían gastado mucho dinero en transformar el aspecto de la redacción en el de una oficina de seguros, pero eso no había mejorado en nada la calidad del periódico.

Había hecho falta que llegara alguien como Veronica para conseguirlo. Esa mañana, su artículo sobre el caso de la estafa laboral, que estaba siendo juzgado en el tribunal federal ante el Gran Jurado, llenaba a toda plana la primera página del periódico. Se incluían citas textuales de Giuseppe Arena, alias El Quesero, que evidenciaban el perjurio cometido en su declaración. Hasta el director del periódico se había aventurado a salir de su despacho y unirse a la celebración. Si no hubiera derrochado tanto en la moqueta y las mamparas, quizás habría podido ofrecerle un aumento de sueldo.

Esta era la tercera vez en lo que iba de año que Veronica conseguía incluir en sus artículos jugosas exclusivas: declaraciones de ese juicio que eran inaccesibles al público general. En cada ocasión, el fiscal exigía saber cómo lo había logrado y en cada una de ellas Veronica le contestaba, con mucha educación, que se fuera al cuerno. Cuando se lo pregunté yo se limitó a lanzarme su acostumbrada mirada enigmática, que conseguía que me olvidara inmediatamente de lo que le había preguntado.

Me obligué a no babear más delante de ella. Me conecté al ordenador donde encontré el siguiente mensaje de Lomax:

Ven a verme Tan pronto como me planté en su despacho, me lanzó esa mirada de «búscate otro trabajo en el sector del comercio».

—Escucha jefe… —comencé a decir.

—No, escucha tú —me cortó de inmediato—. No he encontrado la historia del perro en el periódico de hoy ni en el de ayer. Espero por tu bien encontrarla en el periódico de mañana.

—¿Por qué no se lo encargas a Hardcastle? —le sugerí—. Tiene buena mano con las cursiladas.

—Te lo encargué a ti, Mulligan —me interrumpió—. Ya sé que crees que tienes cosas mejores que hacer, pero déjame que te explique algo: la tirada se ha ido reduciendo en unos sesenta ejemplares al mes durante los últimos cinco años. La razón más frecuente que aduce la gente para terminar su suscripción es que no tienen tiempo para leer. ¿Adivinas cuál es la segunda?

—No lo sé: ¿la CNN? ¿La telebasura? ¿Los gurús de Internet? ¿Yahoo? —me atreví a contestar.

—No, aunque también tienen su parte de culpa. La segunda razón es que publicamos demasiadas malas noticias.

—Es cierto —le contesté, pero Lomax seguía con su discurso aplastando mis palabras como si se tratara de una apisonadora.

—Necesitamos noticias optimistas —continuó Lomax—, lo mismo que los matones necesitan balas. Es difícil encontrarlas; no todos los días se descubre una cura para el cáncer, ni un buen samaritano abre fuego en una campaña de financiación para los demócratas… Así que, si te topas de bruces con una noticia optimista, tienes que contarla. Y la historia del perro es una historia genuinamente optimista.

—Pero…

—No hay peros que valgan —siguió diciendo Lomax—. A mí tampoco me emocionan ese tipo de historias bobaliconas, pero tenemos que dar a los lectores lo que les gusta leer si queremos seguir contándoles lo que necesitan saber. Internet y la televisión por cable, con su disponibilidad a cualquier hora, nos están arruinando, así que debemos luchar contra ellos con todos nuestros medios. A la gente le gusta leer sobre otras cosas además de sobre crimen organizado, corrupción política o niños calcinados. Estás demasiado especializado, Mulligan, y te estoy intentando ayudar.

—Ya, pero hay muertos por medio, jefe.

—¿Y crees que tú puedes solucionarlo? —continuó Lomax—. Tienes una opinión muy elevada de ti mismo. La investigación de los incendios intencionados es tarea de la policía. Cuando resuelvan el caso podrás escribir sobre todo ello.

—Déjame que te cuente algo sobre el Departamento Antiincendios de la policía —insistí, y pasé a hacer un breve repaso del numerito que estaban protagonizando el dúo Polecki-Roselli.

—¡Dios santo! —exclamó Lomax—. ¡Esa sí que es una historia sobre la que puedes escribir!

—De acuerdo. ¿Qué tal para el domingo?

—Está bien, pero primero me debes la historia del perro. Hoy mismo, Mulligan. No me obligues a recordártelo de nuevo.

Dejó caer las manos sobre el teclado, señal inequívoca de que daba por terminada nuestra charla. No había oído nunca hablar tanto a Lomax, probablemente nadie lo había hecho. Deduje que era mejor hacer lo que me había ordenado.

Mientras me dirigía a mi Ford Bronco, pensé en mi perro. Dorcas tenía su custodia; era un alocado al que llamamos Teclado en alusión a mi oficio. Echaba de menos a ese perro. Lo habría ido a visitar si no fuera porque sabía que me toparía con ella. Antes preferiría que me atropellara un tren.

A mi exmujer no le gustaba el chucho, pero se lo quedó por la misma razón por la que no me permitió quedarme con mi tocadiscos, mis vinilos de blues, o mi colección de Dime Detective y The Black Mask. Ni con los cientos de novelas de Richard S. Prather, Carter Brown, Jim Thompson, John MacDonald, Brett Halliday y Mickey Spillane que había ido consiguiendo en mercadillos desde que era un crío: solo para castigarme.

Dorcas había resultado ser una persona perfectamente normal hasta el día en que nos casamos. Una vez que creyó que todo estaba bien amarrado, y que me tendría enganchado de por vida, se convirtió en un demonio. Estaba en desacuerdo con todo; yo no ganaba suficiente dinero; nunca la tocaba, o la sobaba demasiado; la regañaba sin fin; no la quería, o la quería demasiado. Me acusó de llevarme a la cama a toda la población femenina desde Westerly hasta Woonsocket. Aquellas a las que no había conquistado también estaban en su lista: la higienista dental, la cajera del super, sus amigas, sus hermanas, la chica del tiempo del Canal 10, la hija del alcalde, las modelos del catálogo de Victoria’s Secret… O bien me las había cepillado a todas o pensaba hacerlo.

Después de un año de aguantarla, la arrastré a un terapeuta matrimonial, quien desperdició varias sesiones escuchando sus cuentos sobre mi flagrante infidelidad. Cuando el terapeuta por fin comprendió lo que pasaba y le sugirió que podía tener un problema de celos, Dorcas lo tachó de idiota y se negó a volver a la consulta. Durante los últimos seis meses de nuestro matrimonio se estableció entre nosotros una rutina familiar: ella me acusaba de considerarla una bruja desagradable y de estar, por tanto, engañándola, y yo insistía en lo equivocada que estaba.

Hasta que un día dejó de estarlo.

Acababa de girar hacia la avenida Pocasset cuando sonó la radio de la policía. Alguien había hecho sonar la alarma de incendios en Mount Hope. Frené el coche e, ignorando los pitidos que provoqué, me dispuse a esperar a que el primer coche de bomberos retransmitiera el código de alarma. Código amarillo significaba falsa alarma. Código rojo supondría olvidarme de la historia del perro esa mañana.

El código tardó cuatro minutos de reloj en llegar.