Ed Lomax se encorvó en su imponente sillón de cuero falso; luego giró la cabeza de lado a lado, como la torreta de un tanque Sherman. Cuando llegó a redactor jefe de Local, doce años antes, pensé que odiaba mis artículos por la forma que tenía de sonreír y mover la cabeza negativamente, como disgustado, mientras los leía. Tardé un mes en darme cuenta de lo que ocurría: movía toda la cabeza, en lugar de los ojos, para leer de lado a lado en la pantalla del ordenador.
Lomax pensaba que era su deber sagrado eliminar palabras malsonantes de nuestros escritos. Esas palabras, según él, no tenían cabida en un periódico familiar. O, como le gustaba decir cada vez que leía algún imprevisto «demonios» o «mierda»: «No quiero ninguna puta mierda de esas en mi puto periódico de mierda».
Hablaba poco y prefería comunicarse con su gente mediante escuetas órdenes transmitidas a través del sistema de correo interno de la redacción. Al llegar al trabajo por la mañana, conectábamos nuestro ordenador y veíamos parpadeando el icono del correo que contenía nuestras tareas. Resultaban ser algo así:
El concurso de los perritos calientes O bien:
Seguimiento del desbordamiento O esta otra:
El asunto del puño americano Si no habías visto las noticias locales, leído absolutamente todo en nuestra página web, devorado las siete ediciones impresas, estudiado la información de la agencia de noticias estatal y examinado los otros cinco diarios de Rhode Island, te verías obligado a ir a su despacho y preguntarle a qué se refería. Luego te echaba esa mirada; esa que invitaba a buscar oportunidades de trabajo en el ramo del comercio minorista.
Me conecté y encontré el siguiente mensaje:
La historia del perro. Hoy. No más excusas.
Le mandé un mensaje de vuelta:
¿Podemos hablarlo?
Me contestó enseguida:
No Me levanté y llamé su atención desde el otro lado de la larga estancia. Sonreí. Él no. Me enfundé mi cazadora marrón de aviador y me encaminé hacia Secretariat[2], mi viejo Ford Bronco. Estaba aparcado delante del edificio de la redacción, donde el parquímetro solo permitía estar quince minutos. Había caído aguanieve empapando la multa que encontré bajo el limpiaparabrisas. La despegué y la planté de un manotazo en el cristal del BMW del editor, que estaba mal aparcado, pero sin multa. Este truco lo había aprendido del protagonista de una novela de detectives de Loren D. Estleman y lo utilizaba desde hacía ya unos cuantos años. El editor se limitaba a largar las multas a su secretaria para que las abonara con dinero de la empresa. La secretaria se daba cuenta enseguida de que las multas eran mías, pero como era mi prima…
La historia del perro me esperaba en la zona de Silver Lake, a pocas millas al oeste del centro de la ciudad. En cambio, decidí caminar en dirección este, cruzando a pie la plaza Kennedy hacia un edificio de oficinas de ladrillo rojo, al otro lado del río Providence.
Para cuando llegué, la mezcla de barro y nieve que quedaba en el suelo me había ensuciado las Reebok. Perdí diez minutos observando los muslos de una secretaria y esperando poder volver a sentir los dedos de los pies mientras me hacían pasar al atestado despacho del investigador de seguros contra incendios. Las paredes de color crema estaban repletas de fotos con autógrafos de los grandes del baloncesto de Providence: Billy Donovan, Marvin Barnes, Ernie DiGregorio, Kevin Stacom, Joey Hassett, John Thompson, Jimmy Walker, Lenny Wilkins, Ray Flynn y mi antiguo compañero, Brady Coyle. No aparecía ningún Mulligan: los calientabanquillos no contaban.
Había conocido a Bruce McCracken cuando no era más que un chaval escuálido en busca de sí mismo, igual que yo, que era todavía más escuálido que él y soñaba con llegar a ser algún día el próximo Edward R. Murrow. Habíamos compartido un par de clases de periodismo en la pequeña universidad de los Dominicos hasta que Bruce decidió que la Primera Enmienda era para mamones. Últimamente se había convertido en una rata de gimnasio, lo cual dejó patente con un apretón de manos que me dejó dolorido. Sus nuevos músculos estaban a punto de reventar las costuras del jersey azul.
—¿A qué crees que nos enfrentamos? —le pregunté mientras intentaba hacer entrar en calor los dedos de las manos.
—Bueno, creo que se trata de algo más que una racha de mala suerte —comentó.
—Veo que has hablado con Polecki.
—Así es, y con ese muñeco de ventrílocuo que tiene. Te lo juro, cada vez que Roselli habla puedo ver a Polecki mover la boca. No estoy seguro de si son absolutamente incompetentes o solo disfrutan siendo unos gilipollas.
—Puede que ambas suposiciones no sean excluyentes —comenté.
McCracken esbozó una sonrisa. Hasta sus dientes parecían tener músculos.
—Habíamos asegurado tres de las casas incendiadas de Mount Hope —continuó—. Las indemnizaciones ascienden a casi setecientos mil dólares, así que evidentemente nos interesa averiguar qué ha pasado. Polecki me dio copias de los archivos de los nueve casos. Le encanta que haga el trabajo por él. Tampoco me importaría que tú hicieses lo mismo por mí.
Tras decir esto, lanzó un montón de carpetas hasta el borde de su escritorio.
—Solo te pido que no las saques del despacho… Y, no, tampoco puedes sacar copias.
Hojeé los nueve informes y aparté dos que no estaban clasificados como «fuego intencionado» u «origen sospechoso». Me acomodé para estudiar el resto. El fuego no se había iniciado exactamente en los mismos puntos de los edificios, pero no variaban mucho. En algunos casos habían forzado la entrada para arrojar una tea en el interior. En otros simplemente habían roto la ventana del sótano. Todos los incendios habían empezado en él, que es lo que yo hubiera hecho en caso de querer quemar una casa entera: hasta yo sabía que el fuego se propaga hacia arriba. Del mismo modo, todos los incendios tenían al menos tres orígenes, prueba de que no habían sido accidentales.
Sin embargo, en dos casos, las muestras que Polecki y Roselli habían enviado al laboratorio de la policía no parecían contener indicio alguno de sustancia acelerante. Como ya habían tenido que trabajar con ese par de lerdos anteriormente, los peritos decidieron ir por su cuenta a recoger más muestras, esta vez de los focos que presentaban mayor grado de calcinación. Las pruebas de cromatología de gas mostraban ahora con claridad que también en estos casos los fuegos se habían iniciado con la ayuda de cantidades generosas de combustible.
No obstante, las siete casas quemadas pertenecían a cinco inmobiliarias distintas, estaban aseguradas por tres compañías de seguros diferentes y ninguna parecía estar sobreasegurada. Anoté los nombres de esas empresas en mi cuaderno para ver si me decían algo, pero no fue así.
—¿A qué conclusión llegas? —pregunté.
—No, ¿a qué conclusión llegas tú?
—No tiene pinta de ser el típico fraude para cobrar el seguro —me aventuré a señalar.
—Seguramente no —asintió McCracken—, aunque tampoco se puede descartar del todo. En Providence, detrás de la mitad de los incendios que se producen está alguien que prende la llama con el viejo método de frotar la hipoteca contra la póliza de seguro.
Esperaba que le riera la vieja gracia, pero ya la había oído demasiadas veces.
—Veamos —prosiguió—: Tenemos siete incendios intencionados separados entre sí por una distancia de unos ochocientos metros y todos ellos con pinta de haber sido provocados por un aficionado. Un profesional habría utilizado un temporizador y estaría tranquilamente echándose unos tragos en el White Horse Tavern de Newport antes de que nadie pudiera oler el humo.
—Entonces, ¿crees que es obra de un pirómano?
—Quizá. ¿Qué opina la «Jefa Lesbi»?
—Y dale, ya te he dicho que a Rosie le gustan los tíos.
—Y tú lo sabes a ciencia cierta, ¿no?
Se podría decir que sí. Recuerdo haberla perseguido ya desde primaria. Después, en el instituto, lloró en mi hombro cuando un chico que le gustaba la llamó «patilarga» y en el último curso fui su pareja en la fiesta de graduación. Ese verano, antes de la universidad, hicimos el amor, pero llevábamos siendo amigos tanto tiempo que fue casi como acostarme con mi hermana. Cualquier tío normal habría pensado que era idiota, pero no me había vuelto a dar un revolcón con Rosie desde entonces.
—¿Quieres saber de dónde viene el rumor? —le pregunté—. Los reclutas de la Academia de Bomberos de Providence ayudaron a extenderlo porque los superaba en todas las pruebas físicas. Ella lo soportó todo lo que pudo, pero, cuando hace unos años, un compañero la llamó «tortillera», Rosie le dio un morreo e instantes después le lanzó un derechazo que lo dejó tumbado. Seis semanas más tarde, al capullo se le cayó encima una viga de un edificio en llamas y fue ella misma la que cargó con él en hombros para sacarlo del fuego. Hoy se ha convertido en la primera mujer que ostenta el cargo de jefa de brigada del Cuerpo de Bomberos de Providence. Ya nadie se atreve a meterse con ella.
—Interesante —comentó McCracken—; ¿crees entonces que puedo tener alguna oportunidad con ella?
—Sí, seguro —contesté—. Todo lo que tienes que hacer es crecer unos quince centímetros y dejar de ser un gilipollas.
—Creo que estaría dispuesto a ponerme unas calzas y, después de todo, si es tu amiga, supongo que no tendrá problemas con los gilipollas —replicó él.
—Cuando hablaba de los quince centímetros no me refería a tu altura.
Me lanzó una mirada asesina; luego sonrió y amagó un puñetazo que me rozó la oreja derecha.
Por fin, aparcamos el concurso de testosterona y volvimos al trabajo.
—Escucha —prosiguió McCraken—. Siempre nos centramos primero en incendios provocados por dinero porque la piromanía no es algo frecuente. Algunos psiquiatras dudan incluso de que exista. Pero en este caso es lo único que cuadra. Mi teoría es que nos enfrentamos a un psicópata que prende fuego a las casas para ponerse cachondo viendo cómo arden. Y probablemente se trate de algún vecino del barrio.
—¿Le pediste a Polecki fotos de los curiosos que se acercaron a ver los incendios?
—Por supuesto —contesté.
—Y, por supuesto, no tenía ninguna.
—¡Qué va! Sí que tenía, sí —replicó McCraken con ironía—. No de los seis primeros incendios, porque tardaron todo ese tiempo en darse cuenta de que tenían que hacerlo, pero hay cuarenta fotos del séptimo incendio. Aquí las tienes: veintiocho fotos desenfocadas y doce artísticos primeros planos del pulgar izquierdo de Rosselli.