Cuatro palabras, queridos lectores:

Hace cerca de un año que mi antiguo amigo Julio Simón, autor del Deber, vino a pedirme que le escribiese una novela para el Diario para todos.

Yo le referí un asunto para una novela que tenía en mente; le gustó, y firmamos incontinenti el contrato. La acción pasaba de 1791 a 1793, y el primer capítulo se abría en Varennes, la tarde misma del apresamiento del rey. De todos modos, por mucha prisa que llevase el Diario para todos, le pedí a Julio Simón quince días de margen antes de ocuparme de su novela. Primero quería ir a Varennes, donde nunca había estado.

Hay una cosa que no sé hacer, y es componer un libro o un drama cuya escena pase en localidades que yo no haya visto. Quería, pues, visitar Varennes antes de empezar mi novela, cuyo primer capítulo se abría en esta ciudad. Pasé siete días en camino: tres para ir de Chalons a Varennes, otros tres para volver de Varennes a Chalons, y uno para visitar todas las localidades necesarias para mi novela, que debía titularse Renato de Argona. Después me volví.

Como mi hijo se hallaba en el campo en Sainte-Assise, cerca de Melun, mi gabinete me aguardaba; resolví pues irlo a ocupar para escribir mi novela. No conozco dos genios más encontrados que el de Alejandro y el mío, y que sin embargo simpatizan más cuando nos hallamos juntos. Ciertamente que pasamos ratos divertidos lejos el uno del otro, pero no son nada en comparación con los que disfrutamos el uno al lado del otro.

Tres o cuatro días hacía que me hallaba instalado y tratando de principiar mi Renato de Argona, tomando la pluma y soltándola casi inmediatamente. Aquello no marchaba, y tenía que consolarme contando historias.

Quiso la casualidad que refiriese una que había oído de boca de Nodier: era la de cuatro jóvenes afiliados a la compañía de Jehú que habían sido ejecutados en Bourg-en-Bresse, con circunstancias altamente dramáticas.

Uno de estos cuatro jóvenes, el que tuvo más trabajo en morir, o más bien, aquel que costó más de matar, tenía diecinueve años y medio.

Alejandro escuchó mi historia con mucha atención. Luego que hube concluido:

—¿Sabes, me dijo, lo que haría yo si estuviese en tu lugar?

—Di.

—Dejaría tu Renato de Argona, que no te sale bien, y escribiría, en cambio, los Compañeros de Jehú.

—Entonces tú me ayudarás.

—Sí, voy a darte dos personajes.

—¿Y nada más?

—Tú eres demasiado exigente, lo demás es cosa tuya; yo estoy ocupado en mi Cuestión de dinero.

—¡Bueno!, ¿cuáles son tus dos personajes?

—Un gentleman inglés y un capitán francés.

—Veamos el inglés.

Y me hizo el retrato de lord Tanley, tal como lo habéis visto en los Compañeros de Jehú.

—Tu gentleman inglés me gusta, le dije; veamos ahora tu capitán francés.

—Mi capitán francés es un personaje misterioso que quiere hacerse matar a la fuerza y no puede conseguirlo; de suerte que cada vez que quiere hacerse matar, como gana una hazaña, sube de grado.

—¿Pero por qué quiere hacerse matar?

—Porque está disgustado de la vida.

—¿Y por qué está disgustado de la vida?

—Ése es el secreto del libro.

—Pero al fin y al cabo será preciso decirlo.

—Yo en tu lugar no lo diría.

—Pero para mi satisfacción personal es preciso al menos que yo sepa por qué mi héroe quiere hacerse matar.

—En decírtelo a ti no tengo ningún inconveniente. Supón que en lugar de ser profesor de dialéctica Abelardo, fuese soldado.

—¿Y luego?

—Y luego supón que una bala…

—Muy bien.

—¿Comprendes? En lugar de retirarse al Paracleto, habría hecho todo lo que hubiese podido para hacerse matar.

—¡Hum!

—¿Qué?

—Eso es áspero.

—Áspero, ¿cómo?

—Para hacerlo tragar al público.

—Como que no se lo has de decir al público.

—Es verdad; aguarda. ¿Tienes las Memorias de la Revolución de Nodier?

—Tengo todo el Nodier.

Alejandro fue a buscarme las Memorias de la Revolución. Abrí el libro, hojeé tres o cuatro páginas y en fin caí sobre lo que buscaba.

Ahí va un poco de Nodier, queridos lectores; no vais a perder nada. Él es quien habla:

«Los ladrones de diligencias de que se habla en el artículo Amiet que acabo de citar, se llamaban Lepretre, Hyvert, Guyon y Amiet.

»Estos cuatro hombres habían estado encargados del ataque a una diligencia que llevaba cuarenta mil francos por cuenta del gobierno. Esta operación se ejecutaba en medio del día casi amistosamente, y a los viajeros desinteresados en el asunto les importaba muy poco. En este día un niño de diez años, bravamente extravagante, se abalanzó sobre la pistola del conductor y la disparó en medio de los acometedores. Como el arma pacífica estaba cargada con pólvora sola, según costumbre, no hubo ningún herido, pero no faltó en el carruaje una grande y justa aprehensión de represalias. La madre del muchacho fue acometida de una crisis de nervios tan horrorosa que esta nueva inquietud hizo pasar desapercibidas todas las otras, y ocupó muy particularmente la atención de los salteadores. Uno de ellos se lanzó cerca de la madre, tranquilizándola del modo más afectuoso y dándole el parabién por el prematuro valor de su hijo, prodigándole sales y perfumes de que aquellos caballeros iban ordinariamente provistos para su propio uso. La señora volvió en sí, y sus compañeros de viaje observaron que en aquel momento de emoción la máscara del ladrón había caído, pero no le vieron el rostro.

»Lepretre, Hyvert, Guyon y Amiet fueron conducidos ante el tribunal de un departamento vecino. Nadie había padecido por aquel atentado más que el Tesoro, que no interesaba a ninguno, no sabiéndose a quien pertenecía. Nadie podía reconocer ni uno solo, a no ser la bella dama que no se cuidó de hacerlo. Fueron pues absueltos por unanimidad.

»Sin embargo, la convicción era tan manifiesta y pronunciada, que el ministerio público se vio obligado a apelar. El juicio pasó a casación: pero tal era entonces la incertidumbre del poder, que casi temía castigar unos excesos que podían ser citados más tarde como títulos. Los acusados fueron remitidos ante el tribunal de l’Ain, en aquella ciudad de Bourg, donde estaban parte de sus amigos, de sus parientes, de sus fautores, de sus cómplices. Creían haber satisfecho las reclamaciones de un partido conduciéndole a sus víctimas; creían estar seguros de no disgustar al otro, colocándolas bajo garantías casi infalibles. Su entrada en las cárceles fue en efecto una especie de triunfo.

»Empezó la instrucción de la causa, que produjo al principio los mismos resultados que la precedente: los cuatro acusados tenían a su favor una coartada muy falsa, pero revestida de cien firmas, y para la cual se hubieran encontrado diez mil. Todas las convicciones morales debían caer a presencia de semejante autoridad. La absolución parecía infalible, cuando una pregunta del presidente, quizás involuntariamente insidiosa, cambió el aspecto del proceso. “Señora, dijo a aquella que había sido tan amablemente asistida por uno de los ladrones, ¿cuál de los acusados es el que os ha prodigado tantos cuidados?”.

»Esta inesperada forma de interrogación invirtió el orden de sus ideas. Es probable que su pensamiento admitió el hecho como reconocido, y que no vio en el modo de considerarlo más que un medio de modificar la suerte del hombre que le interesaba. “Es este caballero”, dijo ella señalando a Lepretre. Los cuatro acusados, comprendidos en una coartada indivisible, caían por este solo hecho bajo la cuchilla del verdugo. Se levantaron y la saludaron sonriéndose. “Voto a bríos, dijo Hyvert volviendo a caer sobre su banqueta con estrepitosas carcajadas, ahora aprenderéis, capitán, a ser galante.” He oído decir que poco tiempo después aquella infeliz señora había muerto de sentimiento.

»Su apelación fue denegada; pero la autoridad judicial no fue la primera en ser prevenida. Tres tiros de fusil bajo los muros del calabozo advirtieron a los condenados. El comisario del Directorio ejecutivo, que ejercía el ministerio público en los tribunales, espantado por aquel síntoma de connivencia, requirió parte de la fuerza armada, de que mi tío era entonces el jefe. A las seis de la mañana, sesenta soldados de caballería estaban en la reja del patio.

»Aunque los carceleros habían tomado todas las precauciones posibles para entrar en el calabozo de estos cuatro desgraciados, a quienes habían dejado la víspera tan estrechamente agarrotados y cargados de yerros tan pesados, no pudieron oponerles larga resistencia. Los presos estaban libres y armados hasta los dientes; salieron sin dificultad después de haber encerrado a sus guardias bajo goznes y cerrojos y, provistos de todas las llaves, atravesaron fácilmente el espacio que los separaba del patio. Su aspecto debió ser terrible para el populacho que los aguardaba delante de las rejas. Para conservar toda la libertad de sus movimientos, para afectar quizás una seguridad más amenazadora todavía que la celebridad de fuerza y de intrepidez que iba unida a su nombre, quizás también para disimular el derramamiento de la sangre que se manifiesta tan pronto bajo un lienzo blanco y que hace traición a los últimos esfuerzos de un hombre herido de muerte, tenían el busto desnudo. Sus tirantes cruzados sobre el pecho, sus anchas fajas rojas erizadas de armas, su grito de ataque y de rabia, todo eso debía de tener algo de fantástico. Llegados al patio, vieron la gendarmería desplegada, inmóvil, imposible de romper y de atravesar. Se detuvieron un momento y parecieron conferenciar entre ellos. Lepretre, que era, como he dicho, el mayor en edad y el jefe, saludó con la mano al piquete, diciendo con aquella noble gracia que le era particular: “¡Muy bien, señores de la gendarmería!”. Pasó en seguida por delante de sus camaradas dirigiéndoles un vivo y último adiós, y se levantó la tapa de los sesos. Guyon, Amiet e Hyvert se pusieron en estado de defensa, con el cañón de sus dobles pistolas encarado sobre la fuerza armada. No dispararon, pero la tropa miró esta demostración como una hostilidad declarada y disparó. Guyon cayó envasado sobre el cadáver de Lepretre, que no había hecho ningún movimiento. Amiet tuvo el muslo roto cerca de la ingle. La Biografía de los Contemporáneos dice que fue ejecutado. He oído contar varias veces que exhaló el último suspiro a los pies del patíbulo. Hyvert quedaba solo: su tranquila firmeza, su mirada terrible, sus pistolas agitadas por dos manos vivas y ejercitadas que paseaban la muerte sobre todos los espectadores. Yo no sé qué, asombro quizás, que se apega a la desesperación de un apuesto joven de cabellos flotantes, conocido por no haber jamás derramado sangre, y a quien la justicia pide una expiación de sangre, el aspecto de aquellos tres cadáveres, sobre los cuales saltaba como un lobo acosado por los cazadores, la horrible novedad de aquel espectáculo, suspendieron por un momento el furor de la muchedumbre. Él lo advirtió y transigió: “¡Señores, dijo, a la muerte! ¡A ella voy de todo corazón! pero que nadie se me acerque, porque al que lo intente lo abraso, salvo a ese señor —continuó señalando al verdugo—. Es un asunto que tenemos que arreglar entre los dos y que no requiere más que algunos procedimientos por una y otra parte”.

»La concesión era fácil porque no había allí nadie que no padeciese por la larga duración de esta horrible tragedia, ni quien no desease verla ya concluir. Cuando él vio que se accedía a sus deseos, tomó una de sus pistolas entre los dientes, sacó de su cintura un puñal y se lo clavó en el pecho hasta el mango. Permaneció de pie y se mostró admirado. Quisieron precipitarse sobre él. “Poco a poco, señores, gritó lanzándose de nuevo sobre los hombres que se disponían a arrancarle las pistolas de que había vuelto a apoderarse mientras la sangre manaba a borbotones de la herida en que había quedado el puñal. Vosotros sabéis vuestro convenio: moriré solo o moriremos tres, marchemos.” Le dejaron marchar.

»Fue derecho a la guillotina, volviendo a darse otra cuchillada. “¡Es preciso, a fe mía, dijo, que tenga yo el alma enclavijada en el vientre! No puedo morir. Apartaos de ahí, dijo dirigiéndose a los ejecutores”.

»Un instante después cayó su cabeza. Fuese por acaso, fuese por algún fenómeno particular de la vitalidad, la cabeza dio saltos, rodó fuera de todo el aparato del suplicio, y aun se os diría en Bourg que la cabeza de Hyvert habló».

No estaba aun concluida la lectura cuando yo me decidí a dejar a un lado el Renato de Argona para ocuparme de los Compañeros de Jehú.

Al día siguiente bajaba yo la escalera con mi saco de noche debajo el brazo.

—¿Te marchas? me dijo Alejandro.

—Sí.

—¿Y adónde vas?

—A Bourg-en-Bresse.

—¿A hacer qué?

—A visitar las localidades y consultar los recuerdos de las personas que vieron ejecutar a Lepretre, Amiet, Guyon e Hyvert.