Roland
La vuelta fue silenciosa y triste; se habría dicho que al ver desvanecerse sus percances de muerte, Roland había perdido toda su serenidad.
La catástrofe de que Roland acababa de ser autor podía ser en parte la causa de aquella taciturnidad, pero digámoslo de una vez: Roland en el campo de batalla, y sobre todo en su última campaña contra los árabes, había tenido que sacar demasiadas veces su caballo por encima de los cadáveres que acababa de dejar como para que la impresión producida en él por la muerte de un desconocido fuera tan viva.
Había pues otra razón para aquella tristeza, y era preciso que fuese realmente la que el joven había confiado a sir John. No era el sentimiento por la muerte de otro, era la inconsecuencia de su propia muerte.
Al volver a entrar en el mesón del Palacio-Real, sir John subió a su cuarto para dejar sus pistolas, cuya vista podía excitar en el espíritu de Roland alguna cosa que se asemejase a un remordimiento; después pasó a reunirse con el joven oficial para devolverle las tres cartas que de él había recibido.
Le encontró pensativo y con el codo apoyado sobre una mesa.
Sin pronunciar una palabra el inglés dejó las tres cartas sobre la mesa.
El joven pasó la vista por los sobres, cogió el que iba dirigida a su madre, lo abrió y recorrió sus líneas.
A medida que iba leyendo corrían gruesas lágrimas por sus mejillas.
Sir John miraba con asombro aquella nueva cara bajo la cual se le presentaba Roland.
Todo lo habría creído posible en aquella naturaleza múltiple, excepto que pudiera derramar las lágrimas que silenciosamente brotaban de sus ojos.
Sacudiendo después la cabeza, sin poner la menor atención en la presencia de sir John, Roland murmuró:
—¡Pobre madre mía! ¡Cuánto habría llorado! Tal vez es mejor que haya sido así: las madres no han nacido para llorar a sus hijos.
Y con un movimiento maquinal hizo pedazos aquella carta, la dirigida a su hermana y la escrita al general Bonaparte.
Después quemó cuidadosamente todos los pedacitos.
Llamando entonces a la criada del mesón:
—¿Hasta qué hora hay tiempo, dijo, para echar las cartas al correo?
—Hasta las seis y media, respondió la muchacha, no os quedan más que algunos minutos.
—Aguarda, pues.
Tomó una pluma y escribió:
«Mi querido general: Ya os lo había dicho, yo vivo y él ha muerto. Convendréis en que esto parece una apuesta.
»Consagrado a vos hasta la muerte.
»Vuestro paladín,
»ROLAND».
Después cerró la carta, puso el sobreescrito: Al general Bonaparte, calle de la Victoria, París, y la entregó a la criada, recomendándole sobremanera que no perdiese un segundo para hacerla echar al correo.
Entonces reparó en sir John y le alargó la mano.
—Acabáis de prestarme un notable servicio, milord, de aquellos servicios que unen a dos hombres para la eternidad. Yo soy ya vuestro amigo, ¿queréis hacerme el honor de ser vos el mío?
—¡Oh! dijo el inglés, os lo agradezco infinito; no me habría atrevido a pediros este honor, pero vos me lo ofrecéis y yo lo acepto.
Y a su vez el impasible inglés sintió ablandarse su corazón y sacudió una lágrima que temblaba al extremo de su pestaña.
Mirando después a Roland:
—Lamento enormemente, dijo, la prisa que tenéis por partir; habría celebrado infinito poder pasar un día o dos en vuestra compañía.
—¿Y adónde ibais, milord, cuando os encontré?
—¡Oh! a ninguna parte; viajaba para distraer el aburrimiento, porque tengo la desgracia de aburrirme muy a menudo.
—Pues bien, dijo sonriéndose el joven oficial, ¿queréis que hagamos una cosa?
—¡Oh! de muy buena gana si es posible.
—Y tan posible que sólo depende de vos.
—Pues decid.
—Vos debíais, si yo hubiese sido muerto, llevar mi cadáver a mi madre o echarlo al Ródano.
—Yo habría llevado el cadáver a vuestra madre y no al Ródano.
—Pues bien, en lugar de llevarme muerto, podéis conducirme vivo, y aún seréis mejor recibido.
—¡Oh!
—Pasaremos quince días en Bourg, que es mi ciudad natal, una de las más aburridas de Francia; pero como vuestros compatriotas brillan sobre todo por la originalidad, puede ser que vos os divirtáis donde los otros se aburren. ¿Está dicho?
—Yo no os pediría otra cosa, dijo el inglés, pero me parece que hay por parte mía algún inconveniente.
—¡Oh! no estamos en Inglaterra, milord, donde la etiqueta es una soberana absoluta. Nosotros no tenemos ya ni rey ni reina y no hemos cortado la cabeza a aquella pobre criatura a quien llamaban María Antonieta para ascender a su puesto a su majestad la etiqueta.
—Pues mucho lo deseo, dijo sir John.
—Ya veréis, mi madre es una mujer excelente y además muy distinguida. Mi hermana tenía dieciséis años cuando yo partí, y ahora tendrá dieciocho; entonces era linda, ahora debe ser hermosa. Mi hermanito Eduardo, un muchacho travieso de doce años, os pondrá cohetes entre las piernas y chapurreará el inglés con vos; y después de pasados estos quince días nos iremos juntos a París.
—Si ahora vengo de allá, dijo el inglés.
—Aguardad pues: ¿no queríais ir a Egipto para ver al general Bonaparte? Pues no hay tanta distancia de aquí a París como de aquí al Cairo; yo os presentaré a él y podéis estar seguro de que seréis bien recibido. Vos hablabais de Shakespeare hace poco.
—¡Oh, sí!, siempre le tengo en la boca.
—Eso prueba que os gustan las comedias y los dramas.
—Y muchísimo que me gustan.
—Pues bien, el general Bonaparte está a punto de hacer representar uno a su modo que os aseguro no carecerá de interés.
—¿Conque, dijo sir John titubeando todavía, puedo aceptar vuestra oferta sin ser indiscreto?
—Sí, amigo, y haréis un favor particular a todo el mundo y a mí el primero.
—Pues entonces acepto.
—¡Bravo! ¿Cuándo queréis partir?
—Cuando vos gustéis. Mi calesa estaba lista cuando echasteis aquel maldito plato a la cabeza de Barjols; pero como sin el tal plato yo no os habría conocido jamás, estoy contentísimo de que se lo hayáis tirado; ¡oh, sí, sí!, muy contento.
—¿Queréis que partamos esta misma tarde?
—Al instante. Voy a decir al postillón que mande a uno de sus camaradas por otros caballos, y tan pronto como estén aquí el postillón y los caballos, partiremos.
Roland hizo una seña de asentimiento.
Sir John salió para dar sus órdenes y volvió a subir diciendo que acababa de hacer servir dos chuletas y un pollo en fiambre.
Roland cogió su maleta y bajó.
El inglés reintegró sus pistolas en el cofre de su carruaje.
Los dos comieron un bocado para poder viajar toda la noche sin detenerse y, cuando daban las nueve en la iglesia de San Francisco, se acomodaron en la calesa y salieron de Aviñón, donde su tránsito dejaba una nueva mancha de sangre, Roland con la indolencia de su carácter, sir John Tanley con la impasibilidad de su nación.
Al cabo de un cuarto de hora dormían los dos, o al menos el silencio que guardaba cada cual por su parte hacía creer que se habían rendido al sueño.
Aprovecharemos este instante de reposo para dar a nuestros lectores algunos apuntes indispensables sobre Roland y su familia.
Roland nació el día 1 de julio de 1763, cuatro años y algunos días después que Bonaparte, a cuyo lado o más bien a cuyas órdenes ha hecho su aparición en este libro.
Era hijo de Mr. Carlos de Montrevel, coronel de un regimiento que estuvo por mucho tiempo de guarnición en la Martinica, donde se casó con una criolla llamada Clotilde de La Clemenciere.
Nacieron tres hijos de este matrimonio, dos muchachos y una niña: Luis; con quien hemos hecho conocimiento bajo el nombre de Roland; Amelia, cuya belleza había éste encarecido a sir John, y Eduardo.
Vuelto a llamar a Francia en 1782, Mr. de Montrevel obtuvo la admisión del joven Luis de Montrevel; más tarde veremos cómo trocó su nombre de Luis con el de Roland en la escuela militar de París. Allí fue donde Bonaparte conoció al muchacho, cuando, según relación de Mr. de Heralio, fue juzgado digno de pasar de la escuela de Brienne a la escuela militar.
Luis era el más joven de los discípulos.
Cuando sólo tenía trece años ya destacaba por su carácter indomable y pendenciero, del cual diecisiete años más tarde le hemos visto dar ejemplo en la mesa redonda de Aviñón.
Bonaparte, cuando niño, participaba también de este carácter, es decir, que sin ser pendenciero era imperioso, porfiado, indomable; reconoció en el muchacho algunas de las cualidades que él también tenía, y esta paridad de sentimientos fue causa de que le perdonase sus defectos y le tomase por amigo.
El muchacho por su parte, viendo un sostén en el joven corso, se apoyó en él.
Un día fue el niño a encontrar a su gran amigo (pues tal consideraba a Napoleón), en el momento en que éste se hallaba profundamente sumido en la solución de un problema de matemáticas.
Sabía la importancia que el futuro oficial de artillería daba a esta ciencia, que le había valido hasta entonces sus mayores, o más bien, sus únicos adelantamientos.
Se mantuvo a su lado sin hablar, sin moverse.
El joven matemático adivinó la presencia del muchacho y se sepultó más y más en sus deducciones matemáticas, de las que al cabo de diez minutos salió por fin airoso.
Se volvió entonces hacia su joven camarada con la satisfacción interior del hombre que sale triunfante de una lucha cualquiera, sea contra la ciencia o contra la materia. El muchacho permanecía de pie, pálido, con los dientes apretados, los brazos tiesos y los puños cerrados.
—¿Qué hay de nuevo? dijo el joven Bonaparte.
—Hay que Valence, el sobrino del director, me ha dado un bofetón.
—¡Ah! dijo Bonaparte riendo, y vienes a buscarme para que yo se lo devuelva.
El muchacho sacudió la cabeza.
—No, dijo, vengo a buscarte porque quiero batirme.
—¿Con Valence?
—Sí.
—Pero si Valence es quien te batirá a ti, hijo mío; es cuatro veces más fuerte que tú.
—Es que no quiero batirme con él como se baten los niños, sino como se baten los hombres.
—¡Bah! ¡Bah!
—¿Y eso te sorprende? preguntó el muchacho.
—No, dijo Bonaparte, ¿y con qué quieres batirte?
—Con la espada.
—Sólo los sargentos tienen espadas y no os las prestarán.
—Pues pasaremos de espadas.
—¿Y con qué os batiréis entonces?
El chico mostró al joven matemático el compás, con el cual acababa éste de hacer sus ecuaciones.
—Hijo mío, dijo Bonaparte, es muy maligna la herida causada por un compás.
—¡Tanto mejor! replicó Luis; así le mataré.
—¿Y si él te mata a ti?
—Lo prefiero a quedarme con su bofetón.
Bonaparte no insistió más: apreciaba el valor por instinto, y el de su joven camarada le gustó mucho.
—Pues bien, sea, dijo, iré a decir a Valence que quieres batirte con él, pero mañana.
—¿Y por qué mañana?
—Para que así tengas toda la noche para reflexionar.
—Si aguardo a mañana, replicó el muchacho, Valence creerá que soy un cobarde.
Sacudiendo después la cabeza:
—De aquí a mañana hay demasiado tiempo. Y se alejó.
—¿Adónde vas? le preguntó Bonaparte.
—Voy a pedirle a otro si quiere ser mi amigo.
—¿Conque yo ya no lo soy?
—Ya no, puesto que me tienes por un cobarde.
—Está bien, dijo el joven levantándose.
—¿Vas allá?
—Sí, voy.
—¿En seguida?
—Ahora mismo.
—¡Ah! perdona, exclamó el muchacho, todavía eres mi amigo.
Y se le echó al cuello llorando.
Eran las primeras lágrimas que había derramado después del bofetón.
Bonaparte fue a encontrar a Valence y le explicó con gravedad la misión de que estaba encargado.
Valence era un muchachón de diecisiete años y, poblado, como ciertas naturalezas precoces, de barba y bigote, aparentaba tener veinte.
Además descollaba toda una cabeza sobre aquél a quien había insultado.
Valence respondió que Luis había venido a tirarle de la coleta como si fuera un cordón de campanilla (se llevaban coletas en aquella época), que dos veces le había advertido que no volviese a hacerlo, que Luis lo había reiterado por tercera vez y que, entonces, no viéndole más que como un granuja, le había tratado como tal.
La respuesta de Valence fue llevada a Luis, quien replicó que tirar de la coleta a un camarada no pasaba de gamberrada, mientras que dar un bofetón era un insulto.
La obstinación daba a este niño de trece años la lógica de un hombre de treinta.
El moderno Popilio volvió a llevar la guerra a Valence. Este joven se veía en un verdadero aprieto; no podía, bajo pena de escarnio, batirse con un niño; si se batiese y le hiriese le odiarían; si él mismo fuese el herido era cosa de no consolarse en toda su vida.
Sin embargo, la terquedad de Luis, que nunca quiso desistir, agravaba el asunto.
Se reunió el consejo de los mayores, como era costumbre en las circunstancias serias.
Este consejo decidió que uno de ellos no podía batirse con un niño, pero que ya que este niño se obstinaba en darse la importancia de un mayor, Valence le diría en presencia de todos sus compañeros que sentía mucho haber cometido la falta de tratarle como un niño, y que de allí en adelante le consideraría igual suyo.
Enviaron a buscar a Luis, que aguardaba en el cuarto de su amigo, y le introdujeron en medio del círculo que formaban los jóvenes pensionistas.
Allí Valence, a quien sus compañeros habían dictado una especie de discurso —que habían debatido entre ellos largo rato— para salvaguardar el honor de los mayores en relación a los pequeños, declaró a Luis que sentía en el alma lo que había sucedido, que le había tratado según su edad y no según su inteligencia y valor, y le suplicó que tuviese a bien perdonar su impetuosidad y darle la mano de amigo en señal de que todo estaba olvidado.
Pero Luis sacudió la cabeza.
—«Un día oí decir a mi padre, que era coronel, replicó, que quien recibía un bofetón y no se batía era un cobarde. La primera vez que vuelva a ver a mi padre le preguntaré si el que da la bofetada y después pide perdón para no batirse no es más cobarde que el que la ha recibido».
Los jóvenes se miraron entre sí, pero el parecer general fue contra un duelo que habría parecido un asesinato, y los jóvenes, por unanimidad, incluido Bonaparte, declararon al niño que debía contentarse con lo que había dicho Valence, pues era el resumen de la opinión general.
Luis se retiró pálido de cólera, enfadado con su gran amigo, quien, decía con imperturbable seriedad, había faltado a los intereses de su honor.
Al día siguiente, a la hora de la lección de matemáticas de los mayores, Luis se deslizó por el aula, y mientras Valence hacía una demostración en la pizarra se le acercó sin que nadie lo advirtiese, se subió a un taburete para llegar a la altura de su rostro y le devolvió el bofetón que había recibido la víspera.
—Ahora, dijo, estamos en paz, y yo tengo además tus excusas y tú nunca tendrás las mías, puedes estar bien seguro.
El escándalo fue tan grande, por haber pasado en presencia del profesor, que éste se vio obligado a dar parte al director de la escuela, el marqués Tiburcio Valence.
Éste, que ignoraba los antecedentes del bofetón recibido por su sobrino, tras una severa reprensión le anunció que no formaba ya parte de la escuela, que aquel mismo día debía dejarla y volverse a Bourg, a casa de su madre.
Luis respondió que en diez minutos tendría hecho su equipaje y que al cabo de un cuarto de hora estaría fuera del colegio.
Del bofetón que había recibido él no habló ni una palabra.
La respuesta le pareció algo más que irreverente al marqués Tiburcio Valence; ganas tenía de enviar al insolente ocho días al calabozo, pero no podía hacerle encarcelar y ponerle en la calle al mismo tiempo.
Se le puso al niño un vigilante que no debía dejarle hasta que estuviese dentro el carruaje de Macón, y se prevendría a la señora de Montrevel que fuese a recibir a su hijo al bajar del carruaje.
Bonaparte encontró al muchacho, seguido de su vigilante, y le pidió una explicación sobre aquella especie de guardia personal.
—Todo os lo contaría si fueseis como antes mi amigo, respondió el niño; pero ya no lo sois, ¿para qué pues queréis saber lo que me pasa, sea bueno o malo?
Bonaparte hizo una señal al vigilante, quien mientras Luis arreglaba su cofrecito le dijo cuatro palabras junto a la puerta.
Entonces supo que el niño había sido despedido del colegio.
La medida era grave; desesperaba a toda una familia y tal vez echaba a perder el porvenir de su joven camarada.
Con aquella rapidez de resolución, que era uno de sus rasgos característicos, hizo pedir una audiencia al director, recomendando al mismo tiempo al vigilante que no apresurase la marcha de Luis.
Bonaparte, por su aplicación, era muy querido de sus superiores, y muy estimado del marqués Tiburcio Valence, por lo que le fue concedido desde luego lo que deseaba.
Una vez en el cuarto del director, se lo refirió todo, y sin acusar en lo más mínimo a Valence, abogó por la inocencia de Luis.
—¿Es cierto lo que me contáis, caballero? preguntó el director.
—Interrogad vos mismo a vuestro sobrino; yo me atengo a lo que él diga.
Enviaron a buscar a Valence. Éste estaba enterado de la expulsión de Luis e iba por sí mismo a referir a su tío todo lo que había pasado.
Su relación fue enteramente conforme a la del joven Bonaparte.
—Está bien, dijo el director, Luis no se marchará. Vos sois quien os marcharéis; estáis ya en edad de salir del colegio.
Llamando luego con la campanilla:
—Que me traigan el cuadro de las subtenencias vacantes, dijo al portero.
Ese mismo día se pidió con urgencia al ministro una de estas plazas para el joven Valence.
La misma tarde se marchó para ingresar en su regimiento.
Fue a despedirse de Luis, que le abrazó medio de grado, medio por fuerza, mientras Bonaparte le sostenía las manos.
El niño recibió el abrazo contra su gusto.
—Está bien por ahora, dijo; pero si algún día nos encontramos y tenemos los dos la espada en el costado…
Un gesto de amenaza acabó la frase… Valence partió.
El 10 de octubre de 1785 Bonaparte recibía también su despacho de subteniente; era uno de los cincuenta y ocho despachos que Luis XVI acababa de expedir para la escuela militar.
Once años más tarde, el 15 de noviembre de 1796, Bonaparte, general en jefe del ejército de Italia, al frente del puente de Arcola, que defendían dos regimientos de croatas con dos cañones, viendo que la metralla y la fusilería diezmaba sus filas, sintiendo que la victoria se le iba de las manos, espantado por la vacilación de los más audaces, arrancaba de los dedos crispados de un muerto una bandera tricolor y se abalanzaba al puente gritando: «¡Soldados!, ¿no sois ya los hombres de Lodi?» cuando se apercibió de que le había tomado la delantera un joven teniente que le cubría con su cuerpo.
No era eso lo que quería Bonaparte; quería pasar el primero y, a ser posible, pasar solo.
Cogió al joven por el uniforme y le tiró hacia atrás:
—Ciudadano, dijo, tú no eres más que un teniente y yo soy general en jefe: a mí el paso.
—Es muy justo, respondió el teniente.
Y siguió a Bonaparte en lugar de precederle.
Por la tarde, al saber que las dos divisiones austríacas habían sido completamente derrotadas, al ver los dos mil prisioneros que había hecho, al contar los cañones y banderas tomadas, Bonaparte se acordó de aquel joven teniente que había encontrado delante de sí en el momento en que creía no tener delante de sí más que la muerte.
—Berthier, dijo, da orden a mi edecán Valence que me busque a un joven teniente de granaderos, con el cual ha mediado un asunto esta mañana sobre el puente de Arcola.
—General, respondió Berthier con voz balbuciente, Valence está herido.
—En efecto, no le he visto en todo el día. ¿Herido dónde? ¿Cómo? ¿En el campo de batalla?
—No, general, tuvo ayer una disputa y recibió una estocada en el pecho.
Bonaparte frunció las cejas.
—Ya tengo dicho que donde yo esté no quiero desafíos; la sangre del soldado no es suya, sino de Francia. Da la orden a Muiron, pues.
—Ha muerto, general.
—A Elliot, en ese caso.
—Ha muerto también.
Bonaparte sacó un pañuelo del bolsillo y se lo pasó por su frente inundada de sudor.
—Pues entonces a quien gustéis, porque quiero verle.
No se atrevía a nombrar a nadie, temeroso de oír todavía retumbar aquellas horribles palabras: Ha muerto.
Al cabo de un cuarto de hora introducían en su tienda al joven teniente.
El farol despedía una luz muy débil.
—Acercaos, teniente, dijo Bonaparte.
El joven dio tres pasos y entró en el círculo de luz.
—¿Conque sois vos, continuó Bonaparte, quien queríais esta mañana pasar delante de mí?
—Era una apuesta que había hecho, general, respondió alegre el joven teniente, cuya voz hizo estremecer al general en jefe.
—¿Y yo os la he hecho perder?
—Puede que sí, puede que no.
—¿Cuál era la apuesta?
—Que hoy sería nombrado capitán.
—Pues habéis ganado.
—Gracias, general.
Y el joven se adelantó como para estrechar la mano de Bonaparte; pero casi inmediatamente hizo un movimiento atrás.
La luz había iluminado su rostro durante un segundo; este segundo bastó al general en jefe para reconocer el rostro como había reconocido la voz.
Ni una cosa ni otra le eran nuevas.
Buscó un instante en su memoria, pero ésta se mostraba rebelde.
—Yo os conozco, dijo.
—Es muy posible, general.
—Y aun es muy cierto, sólo que no me acuerdo de vuestro nombre.
—Vos os las habéis arreglado de manera, general, que nadie puede olvidar el vuestro.
—¿Quién sois?
—Preguntádselo a Valence, general.
Bonaparte despidió un grito de alegría.
—Luis de Montrevel, dijo. Y le tendió ambos brazos.
Esta vez el joven teniente no puso ninguna dificultad en echarse a ellos.
—Está bien, dijo Bonaparte, servirás ocho días en tu nuevo grado para que todos se acostumbren a ver en tus hombros las charreteras de capitán, y después reemplazarás a mi pobre Muiron como edecán. Vete.
—¡Otra vez! dijo el joven tendiendo sus brazos.
—Sí, por mi fe, dijo Bonaparte, con mucho gusto.
Y reteniéndole contra su pecho después de haberle abrazado por segunda vez:
—Escucha, le dijo, ¿conque eres tú quien le ha dado una estocada a Valence?
—General, respondió el nuevo capitán y futuro edecán, vos estabais presente cuando se lo prometí; un soldado debe cumplir su palabra.
Ocho días después el capitán Montrevel servía como oficial de ordenanza cerca del general en jefe, habiendo reemplazado su nombre de Luis, malsonante en aquella época, por el seudónimo de Roland.
Y el joven se consolaba de no descender ya de san Luis, pasando a ser el sobrino de Carlo Magno.
Roland, a quien desde que Bonaparte le bautizó con este nombre nadie llamaba ya capitán Luis Montrevel, hizo con el general en jefe la campaña de Italia, y volvió con el mismo a París después de la paz de Campo Formio.
Cuando se decidió la expedición de Egipto, Roland, que por falta del general de brigada Montrevel, muerto en el Rhin mientras su hijo combatía en el Adige y en el Mincio, estaba al lado de su madre, fue uno de los primeros designados por el general en jefe para tomar parte en la inútil pero poética cruzada que emprendía.
Dejó a su madre, a su hermana Amelia y a su hermanito Eduardo en Bourg, ciudad natal del general de Montrevel; habitaba la familia a tres cuartos de legua de la ciudad, es decir, en las Fuentes Negras, una deliciosa casa, a la que se daba el nombre de Castillo, y que con una granja de algunos centenares de fanegas de tierra, situadas en sus cercanías, formaba toda la fortuna del general, que consistía en unas seis u ocho mil libras de renta.
Fue un acerbo dolor para el corazón de la pobre viuda la partida de Roland para esta azarosa expedición; la muerte del padre parecía presagiar la del hijo, y la señora de Montrevel, dulce y tierna criolla, estaba lejos de poseer las austeras virtudes de una madre de Esparta o de Lacedemonia.
Bonaparte, que quería con todo su corazón a su antiguo compañero de escuela militar, le permitió que esperase al último momento para unírsele en Tolón; pero el temor de llegar demasiado tarde impidió a Roland aprovecharse del permiso en toda su extensión. Se separó de su madre, prometiéndole —lo que no mostraba ánimo de cumplir— no exponerse sino en caso de absoluta necesidad, y llegó a Marsella ocho días antes de que la escuadra se diese a la vela.
No es nuestro propósito hacer más extensa relación de la campaña de Egipto que de la de Italia, ni diremos de ella más que lo absolutamente necesario para entender esta historia y para el desarrollo del carácter de Roland.
El 19 de mayo Bonaparte y todo su estado mayor se daban a la vela para el Oriente; el 15 de junio los caballeros de Malta le entregaban las llaves de la ciudadela. El 2 de julio el ejército desembarcaba en el Marabout; el mismo día se apoderaba de Alejandría; el 25 Bonaparte entraba en el Cairo después de haber batido a los mamelucos en Chebréisse y en las Pirámides.
Durante esta serie de marchas y combates, Roland era el oficial que nosotros conocemos, alegre, vivo, ingenioso, que lo mismo arrostraba el voraz calor de los días que el rocío glacial de las noches, arrojándose como héroe o como loco en medio de los sables turcos y de las balas beduinas.
Durante los cuarenta días de travesía no se separó del intérprete Ventura, de manera que con su facilidad admirable llegó, si no a hablar corrientemente el árabe, al menos a hacerse entender perfectamente en esta lengua.
Así, sucedió con frecuencia que cuando el general en jefe no quería recurrir al intérprete, Roland era el que se encargaba de hacer ciertas comunicaciones a los muftis, ulemas y jeques.
Durante la noche del 20 al 21 de octubre el Cairo se rebeló: a las cinco de la mañana se supo el fallecimiento del general Dupuy, muerto de un lanzazo; a las ocho, cuando se creía tener la insurrección dominada, un ayudante de campo del general muerto corrió anunciando que los beduinos de la campiña amenazaban la puerta de Rab-el-Nassar o de la Victoria.
Bonaparte almorzaba con su ayudante de campo Sulkowsky, que, herido gravemente en Sakehych, se levantaba con mucho trabajo de su lecho de dolor.
Bonaparte, en su preocupación, olvidó el estado en que estaba el joven polaco.
—Sulkowsky, dijo, tomad quince guías, e id a ver qué nos quiere esa canalla.
Sulkowsky se levantó.
—General, dijo Roland, encargadme la comisión; bien veis que mi camarada apenas puede tenerse en pie.
—Es justo, dijo Bonaparte, sea.
Roland salió, tomó quince guías y partió.
Pero la orden había sido dada a Sulkowsky, y Sulkowsky quería cumplirla.
Partió por otro lado con cinco o seis hombres que encontró dispuestos.
Fuera casualidad, fuera que conociese mejor que Roland las calles del Cairo, llegó algunos segundos antes que él a la puerta de la Victoria.
Al llegar Roland, vio que los árabes se llevaban a un oficial y que sus cinco o seis hombres estaban ya muertos.
Algunas veces los árabes, que asesinaban sin piedad a los soldados, conservaban los oficiales con la esperanza de un rescate.
Roland reconoció a Sulkowsky; se lo señaló con la punta de su sable a sus quince hombres, y cargó al galope.
Media hora después, un guía entraba solo en el cuartel general anunciando la muerte de Sulkowsky, de Roland y de sus veintiún compañeros.
Lo hemos dicho: Bonaparte quería a Roland como a un hermano, como a un hijo, como quería a Eugenio; quiso conocer la catástrofe en todos sus detalles e interrogó al guía.
El guía vio a un árabe cortar la cabeza de Sulkowsky y atarla al arzón de su silla.
En cuanto a Roland, su caballo fue muerto; pero él se desasió de los estribos y al instante desapareció en una descarga de fusilería casi a boca de jarro.
Bonaparte arrojó un suspiro, derramó una lágrima y murmuró:
—¡Otro más! y fingió no pensar más en ello.
Se informó solamente de a qué tribu pertenecían los árabes beduinos que acababan de matarle a dos de los hombres a quienes más quería.
Le dijeron que era una tribu de árabes no sometidos, cuya población distaba unas diez leguas.
Bonaparte los dejó por un mes para que se confiasen en su impunidad; y pasado este mes mandó a uno de sus edecanes, llamado Croisier, que sitiase el lugar, destruyese las chozas, hiciese decapitar a los hombres y meter sus cabezas dentro unos sacos, y condujese el resto de la población, es decir, a las mujeres y los niños, al Cairo.
Croisier ejecutó puntualmente la orden; llevaron al Cairo a todas las mujeres y niños de la población que pudieron capturar, y además a un árabe vivo, atado y agarrotado sobre su caballo.
—¿Por qué ese hombre vivo? preguntó Bonaparte; dije que le cortaran la cabeza a todo el que estuviese en condiciones de llevar las armas.
—General, dijo Croisier, que también hablaba algunas palabras del árabe; en el momento en que iba a hacer cortar la cabeza a este hombre, he creído comprender que ofrecía cambiar su vida por la de un prisionero. Pensé que siempre tendríamos tiempo de cortársela, y lo he traído conmigo. Si me he equivocado, la ceremonia tendrá lugar aquí en vez de allá abajo; lo que está diferido no está perdido.
Se hizo venir al interprete Ventura y se interrogó al beduino.
El beduino respondió que había salvado la vida a un oficial francés, gravemente herido en la puerta de la Victoria; que aquel oficial hablaba un poco el árabe y dijo ser ayudante del general Bonaparte; que se lo había enviado a un hermano que ejercía la profesión de médico en la tribu vecina, donde el oficial estaba prisionero, y que si se le quería prometer la vida, le escribiría para que lo enviase.
Podía ser una patraña, quizás para ganar tiempo, pero también podía ser la verdad; nada se arriesgaba con esperar.
Se puso al árabe bajo una buena guardia, se le dio un thaleb, que escribió bajo dictado, cerró la carta con un sello, y un árabe del Cairo partió para entablar la negociación.
Si el negociador tenía buen éxito, había para él quinientas piastras y la vida para el beduino.
Tres días después el negociador volvió trayendo a Roland.
Bonaparte esperaba aquella vuelta, pero no había creído en ella.
Aquel corazón de bronce, que había parecido insensible al dolor, se derritió de alegría. Abrió sus brazos a Roland como el día en que lo volvió a encontrar, y dos lágrimas (las lágrimas de Bonaparte eran raras) corrieron de sus ojos.
En cuanto a Roland, ¡cosa extraña! permaneció sombrío en medio de la alegría que ocasionaba su vuelta; confirmó la relación del árabe pero rehusó dar ningún detalle personal sobre la manera en que fue capturado por los beduinos y tratado por el Thable; en cuanto a Sulkowsky fue decapitado y no se podía pensar más en él.
Roland volvió a hacer su servicio habitual y se notó que lo que hasta allí había sido valor en él, se convirtió en temeridad; que lo que había sido una necesidad de gloria, parecía convertirse en una necesidad de muerte.
Además, como sucede a menudo a quienes arrostran el hierro y el fuego, el hierro y el fuego se apartaban milagrosamente de él; delante, detrás de Roland, a su lado, los hombres caían; él quedaba solo en pie, invulnerable como el demonio de la guerra.
Cuando la campaña de Siria le enviaron parlamentarios a Djezzar Pachá para intimarle a rendirse, ninguno de ellos volvió: les cortaron la cabeza.
Se trató de mandar a un tercero y Roland se presentó; insistió en ir allí; obtuvo, a fuerza de instancias, el permiso del general en jefe, y volvió.
Tomó parte en cada uno de los diecinueve asaltos que se dieron a la fortaleza; en todos se le vio llegar hasta la brecha; fue uno de los diez hombres que entraron en la torre Maldita; nueve quedaron allí, él volvió sin un rasguño.
Durante la retirada, Bonaparte ordenó a la caballería del ejército ceder los caballos a los heridos y enfermos, pero sin entregárselos a los apestados por temor al contagio.
Roland les dio el suyo preferentemente a éstos: tres cayeron a tierra y él volvió a montar después que ellos, y llegó sano y salvo al Cairo.
En Aboukir se arrojó en medio de la pelea, llegó hasta el pachá, forzando el círculo de negros que le rodeaban; le agarró por la barba; sufrió el fuego de sus dos pistolas, de las cuales una quemó el cebo solamente, y la bala de la otra pasó bajo su brazo y fue a matar a un guía que se encontraba detrás de él.
Cuando Bonaparte tomó la resolución de volver a Francia, Roland fue el primero a quien el general en jefe anunció su vuelta; cualquier otro habría brincado de alegría, él se quedó triste y convulso, diciendo:
—Mejor habría querido que permaneciésemos aquí, general; tenía más probabilidades de morir.
Sin embargo, habría sido una ingratitud en él no seguir al general en jefe, y le siguió.
Durante la travesía estuvo mohíno e impasible. En los mares de Córcega se descubrió la flota inglesa; sólo entonces pareció volver a la vida. Bonaparte declaró al almirante Gantaume que se combatiese hasta la muerte, y dio la orden de hacer saltar la fragata antes que amainar el pabellón.
Pasaron sin ser vistos en medio de la flota, y el 8 desembarcó en Frejus. Aquí discutieron sobre quién debería tocar primero la tierra de Francia; Roland bajó el último.
El general en jefe parecía no fijar la atención en ninguno de estos pormenores, y ni uno se le escapaba; hizo partir a Eugenio Berthier y a Bourrienne, sus ayudantes de campo, y a su séquito por el camino de Gap y Draguignan. Él tomó de incógnito el camino de Aix, con el objeto de juzgar por sí mismo el estado del Mediodía, no conservando a su lado más que a Roland. Al llegar a Aix, en la esperanza de que la vida volvería a aquel corazón destrozado por un golpe desconocido con la vista de su familia, le anunció que le dejaría en Lyon, ya que le daba tres semanas de licencia a título de gratificación para él, y de sorpresa para su madre y su hermana.
Roland contestó:
—Gracias, general, mi hermana y mi madre serán muy felices de volverme a ver.
En otro tiempo Roland habría contestado:
—Gracias, general, sería muy feliz volviendo a ver a mi madre y mi hermana.
Hemos asistido a lo que pasó en Aviñón; hemos visto con qué profundo desprecio del peligro, con qué disgusto amargo de la vida, Roland marchó a un duelo terrible. Hemos escuchado la razón que dio a sir John de su indiferencia ante la muerte. ¿La razón era buena o mala, verdadera o falsa? Sir John tuvo que contentarse con ella; evidentemente Roland no estaba dispuesto a dar otra.
Y entre tanto, como hemos dicho, ambos dormían o parecían dormir, rápidamente llevados al galope de los caballos de posta por el camino de Aviñón a Orange.