Capítulo IV

El duelo

El camino sólo podía hacerse en carruaje desde Aviñón a Isle. Las tres leguas que separan esta aldea de aquella ciudad fueron recorridas en una hora.

Durante esta hora, Roland, como si se hubiera propuesto expresamente hacer que el tiempo pareciese corto a su compañero de viaje, estuvo hablador a más no poder; cuanto más se acercaba al sitio del combate, más redoblaba su alegre verbosidad. Cualquiera que no hubiese sabido la causa del viaje, jamás habría sospechado que aquel joven de inagotables palabras y de incesante reír se encontraba amenazado de un peligro mortal.

En la aldea de Isle fue preciso bajar del carruaje; pidieron informes: ellos habían sido los primeros en llegar.

Se internaron por el camino que conduce a la fuente.

—¡Oh! dijo Roland, aquí debe de haber un eco precioso.

Esforzó dos o tres gritos, a los cuales el eco respondió con una complacencia perfecta.

—Por mi fe, dijo el joven, que es un eco maravilloso. No conozco más que el de la Scinonnetta de Milán que pueda comparársele. Aguardad, milord.

Y se puso a cantar, con unas modulaciones que indicaban a la vez una voz admirable y un método excelente, una tirolesa que parecía un desafío en que la música sublevada devolvía luego las notas a la garganta humana.

Sir John miraba y escuchaba a Roland con un asombro que ya no procuraba disimular.

Cuando la última nota se hubo extinguido en la cavidad de la montaña:

—Yo creo, ¡Dios me condene! dijo sir John, que vos tenéis el esplín.

Roland se estremeció y le miró fijamente. Mas viendo que sir John no continuaba:

—¿Por qué motivo lo decís? le preguntó.

—Porque os mostráis alegre con demasiada exaltación para no estar profundamente triste.

—¡Y qué! ¿Esta anomalía os admira?

—Nada me admira; cada cosa tiene su razón de ser.

—Es muy cierto; la cuestión está en saber el secreto de la cosa. Pues bien, os pondré al caso.

—¡Oh! no os lo exijo, de ninguna manera.

—Sois demasiado cortés para eso; pero confesad que gustaréis de saber los pormenores.

—Por interés vuestro, sí.

—Pues bien, milord, he aquí la razón del enigma, y voy a deciros a vos lo que no he dicho a nadie. Tal como me veis y con todas las apariencias de una salud perfecta, padezco un aneurisma que me hace sufrir horriblemente. A cada momento tengo espasmos, debilidades y desvanecimientos que harían avergonzar a una mujer. Paso la vida tomando precauciones ridículas, y con todo eso Larrey me ha prevenido que debo prepararme para desaparecer de este mundo de un momento a otro, porque la arteria atacada puede rompérseme dentro del pecho al menor esfuerzo que haga. ¡Juzgad si eso es divertido para un militar! Ya comprendéis que desde el instante en que se me advirtió mi situación, decidí hacerme matar con la mayor gloria posible. Desde luego empecé a ponerlo en práctica. Cualquier otro lo habría conseguido ya cien veces, pero yo estoy hechizado: ni las balas de fusil ni las de cañón quieren nada conmigo; se diría que los sables temen mellarse en mi pellejo. Yo no desperdicio ninguna ocasión, no obstante; ya lo habéis visto con lo que ha pasado en la mesa. Pues bien, vamos a batirnos ¿no? Voy a entregarme como un loco, a darle a mi adversario todas las ventajas; ya veréis como todo eso no servirá de nada: él disparará a quince pasos, a diez, a cinco, a quemarropa y no me tocará, o bien su pistola quemará el cebo sin que salga el tiro, lo único que conseguiré será reventar algún día en el momento en que menos lo espere, tirándome las botas. Pero silencio, aquí está mi adversario.

En efecto, por el mismo camino que habían seguido Roland y sir John, a través de las sinuosidades del terreno y las asperezas del peñasco, asomaba la parte superior del cuerpo de tres personas que iban creciendo a medida que se acercaban.

Roland las contó.

—¡Tres! ¿Y por qué tres, cuando nosotros no somos más que dos?

—¡Ah! me había olvidado, dijo el inglés; Mr. de Barjols, tanto por vuestro interés como por el suyo, ha pedido traer a un cirujano de su confianza.

—¿Para hacer qué? preguntó Roland con un tono casi brusco y frunciendo las cejas.

—Para, en el caso de que uno de vosotros sea herido, administrar una sangría, que en ciertas circunstancias puede salvar la vida a un hombre.

—Sir John, dijo Roland en tono feroz, no comprendo todas esas delicadezas en materia de duelo. Cuando los hombres se baten es para matarse. Que se hagan antes toda clase de cortesías, como vuestros antepasados y los míos se hicieron en Fontenoy, está bien; pero una vez las espadas están fuera de la vaina o las pistolas cargadas, es preciso que la vida de un hombre pague el trabajo y los latidos de corazón que cuesta.

En cuanto a mí, sobre vuestra palabra de honor, sir John, una sola cosa os encargo, y es que ni herido ni muerto me toque para nada el cirujano de Mr. de Barjols.

—Pero, sin embargo, caballero Roland…

—¡Oh! Se toma o se deja. Vuestra palabra de honor, milord, o el diablo me lleve, no me bato.

El inglés miró al joven con asombro. Su rostro se había puesto lívido, sus miembros agitados temblaban de terror.

Sin comprender nada de esta impresión inexplicable, el inglés le dio su palabra.

—Enhorabuena, dijo Roland; mirad, ya tenemos uno de los efectos de mi bella enfermedad, y es que estoy a punto de ponerme malo por la sola idea de una venda extendida o la vista de un bisturí o de una lanceta. Me he puesto pálido ¿no?

—He creído por un instante que ibais a desmayaros.

Roland prorrumpió en una carcajada.

—Lucidos habríamos quedado, dijo, si al llegar nuestros adversarios os hubiesen visto ocupado en hacerme respirar sales como a una mujer que tiene síncopes. ¿Sabéis lo que habrían dicho y vos el primero? Que yo tenía miedo.

Los tres recién llegados, durante este tiempo, se habían adelantado, y se encontraban tan cerca que sir John ni siquiera pudo responder a Roland.

Saludaron al llegar. Roland, con la sonrisa en los labios, contestó a su saludo.

Sir John le dijo al oído:

—Todavía estáis muy pálido; id a dar una vuelta hasta la fuente; yo iré a buscaros allí.

—Estupenda idea, dijo Roland; siempre he querido ver esta hermosa fuente de Vaucluse, Hipocrenes de Petrarca. ¿Conocéis su soneto?

Chiare, fresche, e dolci acque

Ove le belle membra

Pose colei che sola a me perdona.

Y si dejase pasar esta ocasión, tal vez no volvería a presentarse otra igual. ¿A qué lado está situada vuestra fuente?

—La tenéis a treinta pasos de vos; seguid el camino y la encontraréis al volver el pie de aquel enorme peñasco cuya cima estáis viendo desde aquí.

—Sois, milord, dijo Roland, el mejor cicerone que jamás he conocido.

—Gracias.

Y haciendo a su padrino con la mano un signo de amistad, se alejó en dirección a la fuente, tarareando una hermosa pastorela.

Sir John se volvió a las modulaciones de aquella voz, fresca y tierna, y al tiempo un tanto femenil en las notas altas. Su espíritu metódico y frío no comprendía nada de aquella naturaleza sarcástica y nerviosa; tenía ante sus ojos uno de los más asombrosos caracteres que jamás se pudiesen encontrar.

Los dos jóvenes le aguardaban; el cirujano se había retirado a corta distancia.

Sir John sacó su caja de pistolas y la puso sobre una peña con forma de mesa; sacó de su bolsillo una llavecita que parecía fabricada por un platero más bien que por un cerrajero, y abrió la caja.

Las armas eran magníficas aunque de gran sencillez; habían salido de los talleres de Mentón, abuelo del que aún hoy día es uno de los mejores armeros de Londres. Se las dio a examinar al padrino de Mr. de Barjols, quien accionó los muelles subiendo y bajando la llave para ver sí tenían doble fiador.

No tenían más que uno.

Mr. de Barjols les echó una ojeada, pero ni siquiera las tocó.

—¿Conoce esas armas vuestro adversario? preguntó Mr. de Valensolle.

—Ni siquiera las ha visto, respondió sir John.

—¡Oh! dijo Mr. de Valensolle, una simple negación bastaba. Se arreglaron por segunda vez, a fin de que no hubiera ningún malentendido, las condiciones del combate; después, para no perder tiempo en preparativos inútiles, cargaron las pistolas, las colocaron en la caja, que confiaron al cirujano, y sir John, metiéndose la llave de la caja en el bolsillo, fue a buscar a Roland.

Lo encontró entretenido con un pastorcillo que apacentaba tres cabras en los ásperos y pedregosos caminos de la montaña, y arrojaba guijarros en la pila de la fuente.

Sir John abría la boca para decir a Roland que todo estaba listo; pero él, sin dar al inglés tiempo de hablar:

—¿No sabéis lo que me está contando este muchacho, milord? Una verdadera leyenda de las orillas del Rhin. Dice que esta fuente, cuyo fondo no se conoce, alcanza más de dos o tres leguas de profundidad bajo la montaña y sirve de mansión a una hada medio mujer, medio serpiente, que en las noches tranquilas y puras del verano se desliza por la superficie del agua llamando a los pastores de la montaña, sin mostrarles más, bien entendido, que su cabeza de largos cabellos, sus hombros desnudos y sus bellos brazos; que los imbéciles se dejan engañar por ese rostro de mujer, se aproximan, le hacen señas de que se les acerque, a las que ella contesta que lo hagan ellos; que los imprudentes se adelantan sin fijarse en dónde ponen los pies; que de repente la tierra les falta, el hada alarga el brazo, se sumerge con ellos en su húmedo palacio, y a la noche siguiente vuelve a aparecer sola. ¿Quién diablos ha podido contar a esos idiotas de pastores la misma fábula que Virgilio refería en tan bellos versos a Augusto y a Mecenas?

Permaneció pensativo un instante y fijos los ojos sobre aquella agua azulada y profunda; volviéndose después hacia sir John:

—Se dice que jamás nadador alguno, por fuerte que fuese, ha vuelto a aparecer después de haberse sumergido en este golfo; si yo me sumergiese, milord, tal vez encontraría aquí una muerte más segura que en la bala de Mr. de Barjols. Pero al menos siempre quedará este último recurso; entre tanto probemos la bala. Vamos, milord, vamos.

Y tomando el brazo del inglés, maravillado de aquella volubilidad de espíritu, se dirigieron hacia donde les aguardaban.

Los otros entre tanto ocuparon este rato en buscar un lugar conveniente, y lo habían encontrado.

Era una llanura, unida en cierto modo a la escarpada rampa de la montaña expuesta al sol poniente, y sobre la cual había una especie de castillo arruinado que servía de guarida a los pastores sorprendidos por el huracán. Un espacio llano, de unos cincuenta pies de longitud y otros veinte de ancho, que debió de ser en otro tiempo la plataforma del castillo, iba a ser el teatro de un drama que se acercaba a su desenlace.

—Aquí estamos, caballeros, dijo sir John.

—Nosotros estamos listos, señores, respondió Mr. de Valensolle.

—Sírvanse los antagonistas escuchar bien las condiciones del combate, dijo sir John.

Dirigiéndose después a Mr. de Valensolle:

—Repetidlas, caballero, añadió; vos sois francés y yo extranjero, vos las explicaréis más claramente que yo.

—Pero vos sois un extranjero, milord, que enseñaríais su idioma a unos pobres provenzales como nosotros; mas ya que tenéis la cortesía de cederme la palabra, obedeceré vuestra invitación.

Y saludó a sir John, quien hizo lo mismo.

—Señores, continuó el caballero que servía de padrino a Mr. de Barjols, queda convenido que se os colocará a cuarenta pasos de distancia; que marcharéis el uno hacia el otro; que cada uno tirará cuando le dé la gana, y que herido o no tendrá la libertad de marcharse cuando haya hecho fuego su adversario.

Los dos combatientes se inclinaron en señal de asentimiento, y gritaron los dos al mismo tiempo:

—¡Las armas!

Sir John sacó la llavecita de su bolsillo y abrió la caja.

Se acercó después a Mr. de Barjols y se la presentó abierta. Éste quiso ceder la elección a su adversario, pero Roland indicó con la mano que rehusaba, diciendo con una voz dulce como de mujer:

—Después de vos, caballero de Barjols; ya entiendo que aunque insultado por mí, habéis renunciado a todas las ventajas que os corresponden; justo es que os deje ésta, caso que lo sea.

Mr. de Barjols no insistió más, y tomó sin mirarlas una de las dos pistolas.

Sir John fue a ofrecer la otra a Roland, quien la tomó, la montó, y sin ni siquiera estudiar el mecanismo la dejó colgar de su brazo.

Entretanto Mr. de Valensolle medía los cuarenta pasos, plantando un palo en el punto de partida.

—¿Queréis medir después de mí, caballero? preguntó a sir John.

—Es inútil, caballero, respondió éste, el señor de Montrevel y yo nos atenemos gustosos a los hechos por vos.

Mr. de Valensolle colocó otro palo a los cuarenta pasos.

—Señores, dijo, cuando gustéis.

El adversario de Roland estaba ya en su puesto después de haberse quitado el sombrero y la casaca.

El cirujano y los dos padrinos se mantenían a corta distancia.

El sitio había sido tan bien escogido que ninguno de los dos antagonistas podía tener sobre su contrario ventaja alguna de terreno ni de sol. Roland echó cerca de sí su casaca y su sombrero y pasó a colocarse a cuarenta pasos frente de Mr. de Barjols.

—Los dos dirigieron una mirada al mismo horizonte.

El aspecto de éste estaba en armonía con la terrible solemnidad de la escena que iba a cumplirse.

Nada había que ver ni a la derecha de Roland ni a la izquierda de Barjols sino la montaña con su pendiente rápida y castillo gigantesco.

Pero por el otro lado, es decir, a la derecha de Mr. de Barjols e izquierda de Roland, era otra cosa.

El horizonte era infinito.

Detrás de una llanura de terreno rojizo lleno de escarpas y puntas de roca, semejante a un cementerio de Titanes, cuyos ojos traspasasen la tierra, se delineaba con vigor delante del sol poniente la ciudad de Aviñón con su faja de murallas y su palacio gigantesco, que, tal que un león agachado, parece tener la ciudad jadeando bajo su garra.

Más allá de Aviñón una raya luminosa como un río de oro derretido anunciaba el Ródano.

En fin, al otro lado del Ródano se levantaba como una línea de azul intenso la cadena de colinas que separa la ciudad de Aviñón de las de Nimes y Uzés.

Al fondo, muy al fondo, el sol, que uno de aquellos dos hombres miraba probablemente por última vez, se hundía lenta y majestuosamente en un océano de oro y púrpura.

Por lo demás aquellos hombres formaban un contraste singular.

El uno con sus cabellos negros, su tez morena, sus miembros flacos, sus ojos sombríos, representaba el tipo de aquella casta meridional que tiene entre sus antepasados griegos, romanos, árabes y españoles.

El otro con su tez rosada, cabellos rubios, ojos azules y manos regordetas como las de una mujer, era el molde de aquel linaje de los países templados que cuenta a los galos, los germanos y los normandos entre sus abuelos.

Si se quisiese engrandecer la situación sería fácil creer que aquello era algo más que un combate singular entre dos hombres.

Se podría imaginar que era el duelo de un pueblo contra otro pueblo, de una casta contra otra casta, del Mediodía contra el Norte.

¿Eran estas ideas que acabamos de explicar las que ocupaban el espíritu de Roland y le sumergían en un melancólico ensueño?

No es probable.

El hecho es que pareció por un momento que se olvidaba de los padrinos, el duelo, el adversario, abismado como estaba en la contemplación de aquel solemne espectáculo.

La voz de Mr. de Barjols le sacó de su poético arrobo.

—Cuando estéis listo, caballero: dijo, yo lo estoy.

Roland se estremeció.

—Perdonad que os haya hecho aguardar, caballero, dijo; soy muy distraído. Ya estoy, caballero.

Y con la sonrisa en los labios, los cabellos agitados por el viento de la tarde, con la misma indiferencia que si fuese a dar un paseo ordinario, mientras que su antagonista tomaba todas las precauciones al uso en casos semejantes, Roland fue derecho hacia Mr. de Barjols.

La fisonomía de sir John, a pesar de la impasibilidad que le era natural, revelaba una angustia profunda.

La distancia disminuía rápidamente entre los dos adversarios.

Mr. de Barjols fue el primero que se detuvo, apuntó e hizo fuego, en el momento en que Roland estaba sólo a diez pasos de él.

La bala de su pistola se llevó un bucle de los cabellos de Roland, pero no le tocó.

El joven se volvió hacía su padrino.

—¿No lo veis? dijo, ¿qué os había dicho yo?

—Tirad, señor, disparad, respondieron los padrinos.

Mr. de Barjols quedó mudo e inmóvil en el sitio donde había hecho fuego.

—Perdonad, señores, respondió Roland; pero espero me permitiréis ser juez del momento y del modo en que debo contestar a mi adversario. Después de haber arrostrado el fuego de Mr. de Barjols tengo que decirle algunas palabras que antes no podía.

Volviéndose después hacia el joven aristócrata, pálido pero tranquilo:

—Caballero, le dijo: puede ser que me haya mostrado un poco vivo en nuestra discusión de esta mañana.

Y aguardó respuesta.

—A vos os toca disparar, caballero, respondió Mr. de Barjols.

—Pero, continuó Roland como si no hubiese oído, vais a saber la causa de aquella vivacidad y perdonarla tal vez. Yo soy militar y edecán del general Bonaparte.

—Tirad, caballero, repitió el joven noble.

—Decid una sola palabra de retractación, caballero, replicó el joven oficial; decid que la reputación de honor y delicadeza del general Bonaparte es tal que un mal refrán italiano en boca de unos vencidos de mal humor no puede causarle ningún daño; decid eso y tiro esta arma lejos mí, y os estrecho la mano; porque reconozco, caballero, que sois un valiente.

—Yo no rendiré homenaje a esa reputación de honor y delicadeza de que habláis, caballero, hasta que vuestro general en jefe se sirva de la influencia que le dio su genio sobre los asuntos de Francia, para hacer lo que hizo Monck, es decir, para devolver el trono a su legítimo rey.

—¡Ah! dijo Roland con una sonrisa, eso es demasiado pedir de un general republicano.

—Pues entonces me atengo a lo que he dicho, respondió el joven noble; disparad, caballero, disparad.

Y como Roland no se apresuraba a obedecer.

—¡Fuego del cielo! Tirad, dijo dando una patada.

Roland, a estas palabras, hizo un movimiento que indicaba que iba a tirar al aire.

Entonces, con una vivacidad de palabra y de gesto que no le permitió cumplirlo:

—¡Ah! exclamó Mr. de Barjols. ¡No tiréis al aire por favor! o exijo que se vuelva a empezar el duelo y vos seréis el primero en hacer fuego.

—¡Sobre mi honor! exclamó Roland poniéndose tan pálido como si toda su sangre le hubiese abandonado, esta es la primera vez que yo me porto así con un hombre cualquiera que sea. ¡Idos al diablo! Ya que no queréis la vida aquí tenéis la muerte.

Dijo, y sin tomarse el trabajo de apuntar, abajó el arma e hizo fuego.

Alfredo de Barjols llevó la mano a su pecho, osciló adelante y atrás, dio una vuelta sobre sí mismo y cayó de cara contra el suelo.

La bala de Roland le había atravesado el corazón.

Sir John, viendo caer a Mr. de Barjols, fue derecho hacia Roland y le arrastró hacia el sitio donde había echado su casaca y su sombrero.

—Es la tercera, murmuró Roland con un suspiro; pero al menos vos sois testigo de que él lo ha querido.

Y devolviendo a sir John la pistola todavía humeante, se volvió a poner la casaca y el sombrero.

Entretanto Mr. de Valensolle recogió la pistola caída de la mano de su amigo y la llevó junto con la caja a sir John.

—Y bien, preguntó el inglés señalando con los ojos a Alfredo de Barjols.

—Ha muerto, respondió el padrino.

—¿Me he portado con honor, caballero? preguntó Roland enjugando con su pañuelo el sudor que a la noticia de la muerte de su adversario le inundó súbitamente la cara.

—Sí, caballero, respondió Valensolle, permitidme solamente que os diga una palabra: tenéis mano fatal.

Y saludando a Roland y a su padrino con una exquisita cortesía volvió junto al cadáver de su amigo.

—Y vos, milord, repuso Roland, ¿qué decís?

—Yo digo, replicó sir John con una especie de asombro forzado, que sois de aquellos hombres a quienes el divino Shakespeare hace decir de sí mismos: «El peligro y yo somos dos leones nacidos el mismo día, pero yo nací primero».