El inglés
Roland permaneció inmóvil en su sitio, no sólo mientras pudo ver el carruaje, sino aun mucho rato después de haber desaparecido éste.
Sacudiendo después la cabeza como para hacer caer de su frente la nube que le ensombrecía, volvió a entrar en el mesón y pidió un cuarto…
—Conduce el señor al número 3, dijo el posadero a una criada.
Ésta tomó una llave suspendida de una ancha tabla de madera negra, sobre la cual estaban colocados en dos líneas unos números blancos, e hizo seña al viajero de que podía seguirla.
—Hacedme subir papel, una pluma y tinta, dijo el joven al mesonero; y si el señor de Barjols pregunta por mí, decidle el número de mi aposento.
El mesonero prometió cumplir las ordenes de Roland, quien subió tras la muchacha silbando la Marsellesa.
Cinco minutos después estaba sentado junto a una mesa donde estaban la tinta, el papel y la pluma que había pedido, y se disponía a escribir.
Pero en el momento en que iba a trazar la primera línea, dieron tres golpes en la puerta.
—Entrad, dijo haciendo girar sobre uno de sus pies el sillón en que estaba sentado para quedar de frente ante el que iba a verle, que pensaba sería Mr. de Barjols o uno de sus amigos.
La puerta se abrió con un movimiento regular, y el inglés apareció en el dintel.
—¡Ah! exclamó Roland, contento de la visita por la recomendación que le había hecho su general: ¿sois vos?
—Sí, dijo el inglés, yo soy.
—Bienvenido.
—Gracias, pues no me atrevía a entrar.
—¿Por qué?
—Porque temo que os acordéis de Aboukir.
Roland se rió y dijo:
—Hubo dos batallas de Aboukir: una que perdimos y otra que ganamos.
—Por la que perdisteis.
—Bueno, dijo Roland, lo cortés no quita lo valiente; los hombres se matan, se exterminan en el campo de batalla, pero eso no impide en modo alguno que se estrechen la mano cuando se encuentran en terreno neutral; os repito, pues, que seáis muy bien venido, sobre todo si tenéis la bondad de decirme por qué venís.
—Gracias, pero ante todo leed.
Y el inglés sacó un papel de su bolsillo.
—¿Qué es eso? preguntó Roland.
—Mi pasaporte.
—¿Y qué tengo que hacer yo de vuestro pasaporte? No soy gendarme.
—Ya lo sé, pero como vengo a ofreceros mis servicios, puede ser que no los aceptarais si no supieseis quien soy.
—¿Vuestros servicios, caballero?
—Sí; pero leed.
Roland leyó:
«En nombre de la República francesa, el Directorio ejecutivo invita a las autoridades a que dejen circular libremente y presten socorro y protección en caso de necesidad a sir John Tanley, esq. en toda la extensión del territorio de la República.
Firmado.—FOUCHÉ».
—Leed más abajo.
«Recomiendo muy particularmente a quien de derecho sea, a sir John Tanley como filántropo y amigo de la libertad.
Firmado.—BARRAS».
—¿Habéis leído?
—Sí, ya he leído, ¿y qué?
—¡Oh!, ¿y qué? Mi padre, milord Tanley, ha prestado servicios a Mr. Barras; y por eso Mr. Barras permite que yo me pasee por Francia, de lo que estoy muy contento porque me divierto mucho.
—Sí, lo recuerdo, sir John; ya nos habéis hecho el honor de decírnoslo en la mesa.
—Sí, lo he dicho, es cierto; he dicho también que quería mucho a los franceses.
Roland se inclinó.
—Y sobre todo al general Bonaparte, continuó sir John.
—¡Queréis mucho al general Bonaparte!
—Le admiro; es un gran hombre.
—¡Ah! ¡Pardiez! sir John, siento mucho que él mismo no oiga que un inglés hable de él así.
—¡Oh! Si estuviese presente ya no lo diría.
—¿Y por qué?
—Porque no quisiera que él creyese que lo digo para adularle; lo digo porque lo creo.
—No lo dudo, milord, dijo Roland, que no sabía adónde quería ir a parar el inglés, que, habiendo él sabido por el pasaporte lo que deseaba, se mantenía en la reserva.
—Y cuando he visto, continuó el inglés con la misma flema, que vos tomabais el partido del general Bonaparte, me ha causado gran placer.
—¿De veras?
—Gran placer, dijo el inglés con un movimiento de cabeza afirmativo.
—Tanto mejor.
—Pero cuando he visto que tirabais un plato por la cabeza a Mr. Alfredo de Barjols, lo he sentido mucho.
—¿Lo habéis sentido, milord? ¿Y por qué?
—Porque en Inglaterra un gentleman no tira un plato a la cabeza de otro gentleman.
—Ah, milord, dijo Roland levantándose y frunciendo el ceño, ¿habréis venido acaso para darme una lección?
—¡Oh! no; he venido para deciros: tal vez os veáis en un aprieto por no tener un padrino.
—A fe mía, sir John, que os lo confesaré francamente: cuando habéis llamado me preguntaba a quién podría pedir ese servicio.
—Pues yo, si queréis, dijo el inglés, seré vuestro padrino.
—Ah, pardiez, dijo Roland, con muchísimo gusto.
—Pues éste es el servicio que quería prestaros.
Roland le alargó la mano.
—Aceptado, dijo.
El inglés se inclinó.
—Ahora, continuó Roland, que habéis tenido la bondad, milord, de decirme quién sois, antes de ofrecerme vuestros servicios, es muy justo que desde el momento que los acepto sepáis también quién soy yo.
—¡Oh! como gustéis.
—Me llamo Luis de Montrevel, y soy edecán del general Bonaparte.
—¡Edecán del general Bonaparte! Me alegro mucho.
—Eso os explica por qué he tomado quizás con demasiado ardor la defensa de mi general.
—No con demasiado ardor; solamente el plato…
—Sí, ya lo sé: la provocación podía pasar sin el plato; pero ¿qué queréis? Lo tenía en la mano, no sabía qué hacer con él y lo he tirado a la cabeza de Mr. Barjols; ha salido solo sin que yo lo pretendiese.
—Eso no se lo diríais a la cara.
—Ciertamente que no; os lo digo a vos para tranquilizar vuestra conciencia.
—Muy bien, ¿entonces os batiréis?
—Al menos por eso me he quedado.
—¿Y con qué armas?
—Eso no me toca a mí, milord.
—¡Cómo no os toca a vos!
—No; Mr. de Barjols es el insultado, él debe elegir las armas.
—¿Y aceptaréis las que él os proponga?
—Yo no, sir John, sino vos en mi nombre, ya que me hacéis el honor de ser mi padrino.
—¿Y si elige la pistola, a qué distancia y cómo deseáis batiros?
—Ésa es tarea vuestra, milord, y no mía. Yo no sé si se hace así en Inglaterra, pero lo que es en Francia, los combatientes no se meten en nada; los padrinos son quienes arreglan las cosas; lo que ellos hacen siempre está por bien hecho.
—¿Entonces lo que yo haga quedará por bien hecho?
—Por muy bien hecho, milord.
El inglés se inclinó.
—¿El día y hora del duelo?
—Lo más pronto posible; hace dos años que no he visto a mi familia, y os confieso que siento vivos deseos de abrazarlos cuanto antes a todos.
El inglés miró a Roland con cierto asombro; hablaba con tanta confianza, que se diría que tenía con anticipación la certidumbre de no ser vencido.
En este momento llamaron a la puerta; la voz del mesonero preguntó:
—¿Se puede entrar?
El joven respondió afirmativamente: se abrió la puerta y el mesonero entró con una tarjeta que presentó a su huésped.
El joven la tomó y leyó: «Carlos de Valensolle».
—De parte de Mr. Alfredo de Barjols, dijo el huésped.
—Muy bien, contestó Roland.
Pasando después la tarjeta al inglés:
—Tomad, eso os concierne a vos; es inútil que yo vea a ese caballero, ya que en este país los hombres no son ciudadanos. Mr. de Valensolle es el padrino de Mr. de Barjols, vos sois el mío, arreglad el asunto entre vosotros; solamente, añadió el joven estrechando la mano del inglés y mirándole fijamente, procurad que el asunto vaya en serio; yo no recusaría lo que vos hubieseis hecho, sino en caso de que no hubiera peligro de muerte para el uno o para el otro.
—Perded cuidado, dijo el inglés, haré por vos lo que haría por mí.
—¡Enhorabuena! Idos, y cuando todo esté resuelto volved a subir; yo no me muevo de aquí.
Sir John siguió al mesonero; Roland volvió a sentarse, hizo girar su sillón en sentido inverso y se encontró delante de la mesa.
Tomó la pluma y se puso a escribir.
Cuando volvió a entrar sir John, Roland, después de haber acabado y cerrado dos cartas, metía en el sobre la tercera.
Hizo al inglés una seña con la mano de que aguardara un momento para poderle dedicar toda su atención.
Acabó el sobre, cerró la carta y se volvió.
—Y bien, preguntó, ¿está todo arreglado?
—Sí, dijo el inglés, ha sido cosa fácil; tratáis con un verdadero gentleman.
—¡Tanto mejor! dijo Roland, continuad.
—Os batiréis dentro de dos horas en la fuente de Vaucluse, sitio muy a propósito; con pistola, marchando el uno hacia el otro, tirando cada cual cuando guste, y pudiendo continuar marchando después de haber hecho fuego su adversario.
—A fe mía, tenéis razón, sir John, todo está muy bien dispuesto. ¿Sois vos quien lo ha arreglado?
—Yo y el padrino de Mr. de Barjols, vuestro adversario, después de haber éste renunciado a todos sus derechos de ofendido.
—¿Y os habéis procurado ya las armas?
—He ofrecido mis pistolas, que han sido aceptadas bajo mi palabra de honor de que os eran tan desconocidas a vos como a Mr. de Barjols; son unas armas excelentes, con las cuales a veinte pasos de distancia parto yo una bala sobre la hoja de un cuchillo.
—¡Caramba! Vos disparáis bien, según parece, milord.
—¡Oh! Paso por el mejor tirador de Inglaterra.
—Bueno es saber eso; cuando yo quiera que me maten os promoveré alguna disputa.
—Oh, no busquéis jamás ninguna disputa conmigo, dijo el inglés, sentiría en el alma tener que batirme con vos.
—Procuraremos, milord, no daros esa pesadumbre; ¿conque, dentro dos horas?
—Sí; ¿no me habéis dicho que llevabais prisa?
—Cabalmente. ¿Cuánto hay de aquí a Vaucluse?
—Cuatro leguas.
—Esto nos llevará hora y media; no tenemos que perder tiempo; dejemos a un lado las cosas fastidiosas para no pensar más que en el placer.
El inglés miró al joven con asombro; Roland pareció no poner atención en aquella mirada.
—Aquí hay tres cartas, dijo: una para madame de Montrevel, mi madre; otra para la señorita de Montrevel, mi hermana; y otra para el ciudadano Bonaparte, mi general. Si muero, las echaréis pura y simplemente al correo. ¿Es este demasiado trabajo?
—Si sucede esta desgracia yo mismo llevaré las cartas a su destino, dijo el inglés.
Roland miró a sir John.
—¿Dónde viven vuestra señora madre y vuestra hermanita?
—En Bourg, cabeza de departamento del Ain.
—Eso está muy cerca de aquí, respondió el inglés. En cuanto al general Bonaparte iré, si es preciso, a Egipto y celebraré tener esta ocasión de verle.
—Si os tomáis, como decís, el trabajo de llevar la carta vos mismo, no tendréis que emprender tan largo viaje: dentro tres días el general Bonaparte estará en París.
—¡Oh! dijo el inglés sin manifestar la menor admiración, ¿lo creéis así?
—Estoy bien seguro, respondió Roland.
—Es en verdad un hombre muy extraordinario el tal general Bonaparte. ¿Tenéis otro encargo que confiarme, señor de Montrevel?
—Uno solo, milord.
—O muchos si queréis.
—No, gracias; uno sólo pero muy importante.
—Decid.
—Si mi adversario me mata, aunque dudo mucho que esto suceda…
Sir John miró a Roland con aquel asombro que dos o tres veces había ya manifestado.
—Si mi adversario me mata, repuso Roland, porque al fin y al cabo es preciso preverlo todo…
—Y bien, si os mata ¿qué?
—Escuchad bien, milord, lo que voy a deciros, porque en ese caso quiero que las cosas se cumplan con puntualidad del modo que vais a oír.
—Se cumplirán como vos lo deseáis, replicó sir John.
—Pues bien, si yo muero, insistió Roland con la mano apoyada sobre el hombro de su padrino, como para imprimir mejor en su memoria el encargo que iba a hacerle, depositaréis mi cuerpo tal como se encuentre vestido y sin que nadie lo toque en un féretro de plomo, que haréis soldar en vuestra presencia; meteréis el féretro de plomo en un ataúd de encina, que haréis igualmente clavar a vuestra vista, y lo enviaréis así a mi madre; a menos que no prefiráis echarlo al Ródano, lo que dejo absolutamente a vuestro arbitrio, con tal que lo echéis.
—No me costará gran trabajo, respondió el inglés, llevarme el ataúd, teniendo que llevar la carta.
—Vamos, decididamente, milord, dijo Roland con una de sus extrañas carcajadas, sois un hombre encantador; la Providencia en persona me ha puesto a vuestro paso. En camino, milord, en camino.
Los dos salieron del cuarto de Roland. El de sir John tenía la puerta en la misma meseta de la escalera. Roland aguardó al inglés, que acababa de entrar por las armas.
Y efectivamente, al cabo de algunos segundos salió con una caja de pistolas en la mano.
—¿Y ahora, milord, preguntó Roland, cómo vamos a Vaucluse, a caballo o en coche?
—En coche, si os parece, pues es muy cómodo en el caso de recibir una herida; el mío aguarda a la puerta.
—Yo creía que lo habíais hecho desenganchar.
—Así lo había mandado, pero he mandado correr tras el postillón para darle la contraorden.
Y bajaron la escalera.
—Tom, Tom, dijo sir John al llegar a la puerta donde le aguardaba un criado con la severa librea de un groom inglés, encargaos de esta cajita.
—I am going with mylord? preguntó el criado.
—Yes, respondió sir John.
Mostrando después a Roland el estribo del carruaje, que preparaba su criado:
—Subid, caballero de Montrevel, dijo.
Roland entró en la calesa, en la que se recostó apaciblemente.
—Ya está visto, dijo: vosotros los ingleses entendéis como nadie de carruajes de camino; en el vuestro se encuentra uno como en su cama. Apuesto aque lo habéis hecho ablandar antes de sentaros.
—Sí, respondió sir John, el pueblo inglés entiende muy bien de todo lo confortable, pero el francés es un pueblo más curioso y más divertido… Postillón, a Vaucluse.