Un refrán italiano
Aunque los dos sentimientos que acabamos de indicar hubiesen sido los dominantes, no se manifestaban en todos los asistentes con el mismo grado. Los matices se graduaron según el sexo, según la edad, según el carácter, y casi diremos según la posición social de los oyentes.
El mercader de vino, Juan Picot, principal interesado en el suceso que acababa de tener lugar, reconociendo desde la primera vista en su traje, armas y máscara, a uno de los hombres con quienes había tenido que habérselas el día anterior, se había azorado al principio de su aparición; pero poco a poco, reconociendo el motivo de la visita que le hiciera el misterioso bandido, pasó del estupor al júbilo, atravesando todos los matices intermedios que separan los dos sentimientos. Su saquito de oro estaba a su lado y parecía que no se atreviera a tocarlo, temeroso tal vez de que en cuanto le echase la mano lo vería desvanecerse, como el oro que uno cree encontrar en sueños, que desaparece aun antes de que vuelva a abrir los ojos, durante ese período de lucidez progresiva que separa el sueño profundo del despertar completo.
El obeso señor de la diligencia, así como su mujer y los otros viajeros que formaban parte de la misma comitiva, se manifestaron poseídos del más franco y completo terror. Sentado a la izquierda de Juan Picot, cuando vio que el bandido se acercaba al mercader de vino, con la esperanza ilusoria de mantener una honesta distancia entre él y el compañero de Jehú echó atrás su silla sobre la de su mujer, que cediendo a la presión trató de hacer lo propio con la suya. Pero como la otra silla que seguía luego era la del ciudadano Alfredo de Barjols, quien no tenía ningún motivo para temer a unos hombres sobre quienes acababa de manifestar tan alta y ventajosa opinión, la silla de la mujer del grueso caballero encontró un obstáculo en la inmovilidad de la del joven noble, de suerte que al igual que sucedió en Marengo ocho o nueve meses más tarde, cuando el general en jefe juzgó que era tiempo de volver a tomar la ofensiva, el movimiento retrógrado se había detenido.
En cuanto al ciudadano Alfredo de Barjols, su aspecto, como el del abate que había dado la explicación bíblica sobre el rey de Israel Jehú y la misión que había recibido de Eliseo, era el de un hombre que no solamente no experimenta temor alguno, sino que aguarda con curiosidad el desenlace de la escena por inesperado que sea. Había seguido con los ojos y con una sonrisa en los labios al hombre enmascarado, y si los demás comensales no hubiesen estado demasiado absortos en los dos actores principales de la escena que se representaba, habrían podido observar una señal casi imperceptible intercambiada entre los ojos del bandido y los del joven noble, señal que al instante se había reproducido entre éste y el abate.
Por su parte, los dos viajeros a los que hemos presentado en el comedor, y que como hemos dicho estaban bastante aislados al extremo de la mesa, habían conservado la actitud propia de sus diferentes caracteres: el más joven de los dos llevó instintivamente la mano a su costado, como para buscar una arma ausente, y se levantó cual movido por un resorte para abalanzarse a la garganta del hombre enmascarado, lo que no habría dejado de llevar a cabo si se hubiese encontrado solo; pero el de más edad, el que parecía tener no sólo la costumbre, sino aun el derecho de darle órdenes, se contentó con tirarle de la casaca como había hecho ya otra vez, diciéndole con un tono imperativo y hasta casi duro:
—Sentaos, Roland.
Y el joven se sentó.
Pero el que había permanecido, en apariencia por lo menos, más impasible durante toda la escena que acababa de tener lugar, era un hombre de treinta y tres a treinta y cuatro años, de cabellos rubios, barba roja, bello rostro, grandes ojos azules, cutis blanco, labios inteligentes y finos, estatura alta y, por lo que podía juzgarse a partir de las pocas palabras que se le habían escapado, un acento extranjero que indicaba que había nacido en el seno de aquella isla cuyo gobierno nos hacía a aquellas horas tan cruda guerra. Hablaba el francés, a pesar de ese acento, con toda corrección. A la primera palabra que pronunció, reconociendo el acento de Ultra-Mancha, se estremeció el mayor de los dos viajeros, y volviéndose hacia su compañero, acostumbrado a leer el pensamiento en su mirada, pareció preguntarle cómo era posible que un inglés se encontrase en Francia cuando la guerra encarnizada que había entre las dos naciones desterraba naturalmente a los ingleses de Francia, igual que a los franceses de Inglaterra.
Al parecer Roland no pudo tampoco encontrarle una explicación, porque respondió con un movimiento de ojos y hombros que significaba:
—Tan extraordinario me parece eso a mí como a vos; pero si no os lo explicáis vos, el matemático por excelencia, a mí no me preguntéis nada.
—Lo más que sabían los dos jóvenes era que el hombre rubio, de acento anglosajón, era el viajero cuya confortable calesa aguardaba con los caballos puestos a la puerta de la posada, y que este viajero era de Londres o cuando menos de alguno de los condados o ducados de la Gran Bretaña.
En cuanto a las palabras que había pronunciado, ya hemos dicho que eran raras, y tan raras que más bien eran exclamaciones que palabras; sin embargo, a cada explicación que había pedido y se le había dado sobre el estado de Francia, el inglés sacaba ostensiblemente un cuadernillo de su bolsillo, y suplicando, ora al mercader de vino, ora al abate, ora al joven noble, que le repitiesen la explicación —lo que hacían todos con una complacencia igual a la finura que presidía la pregunta—, tomaba nota de lo más importante, más extraordinario y más pintoresco sobre la detención de la diligencia, el estado de la Vendée y los compañeros de Jehú, dando gracias cada vez de palabra y gesto y con esa tirantez particular de nuestros vecinos de Ultramar, y volviendo siempre a meter en el bolsillo del costado de su levita su cuaderno enriquecido con una nueva nota.
En fin, espectador alegre por el inesperado desenlace, emitió un grito de satisfacción al ver a un hombre enmascarado, escuchó con oídos atentos y miró con los ojos abiertos de par en par; no le perdió de vista hasta que la puerta se hubo cerrado de nuevo tras él, y entonces, sacando con viveza el cuaderno de su bolsillo:
—¡Oh! caballero, dijo a su vecino, que no era otro que el abate, ¿seríais tan amable, en caso de que yo no me acordase, de repetirme palabra por palabra lo que ha dicho el gentleman que acaba de salir de aquí?
Inmediatamente se puso a escribir, y ayudándose de la memoria del abate tuvo la satisfacción de transcribir íntegra la frase del compañero de Jehú al ciudadano Juan Picot.
Después, con un acento que añadía a sus palabras un extraño sello de originalidad, exclamó:
—¡Oh! solamente en Francia suceden cosas semejantes; Francia es el país más curioso del mundo. Yo quedo encantado, señores, de viajar por Francia y conocer a los franceses.
La última frase había sido pronunciada con tanta cortesía que ya no quedaba otra cosa, después de haberla oído salir de aquella boca escasa de palabras, que dar las gracias al que la había emitido, aun cuando fuese descendiente de los vencedores de Crécy, Poitiers y Azincourt.
El más joven de los dos viajeros fue quien respondió a aquella cortesía con el tono de indolente causticidad que parecía serle natural.
—A fe mía que yo soy exactamente como vos, milord; digo milord porque presumo que sois inglés.
—Sí, señor, respondió el gentleman, tengo ese honor.
—Pues bien, como os decía, continuó el joven, estoy encantado de viajar por Francia y de ver lo que he visto. Hay que vivir bajo el gobierno de los ciudadanos Gahier-Moulins, Roger-Dacos, Sieyes y Barras para presenciar semejantes travesuras; y cuando de aquí a cincuenta años se cuente que dentro de una ciudad de cincuenta mil almas, en pleno día, un ladrón de camino real fue con el antifaz en la cara, dos pistolas y un sable en la cintura, a devolver a un honrado negociante que se desesperaba por haberlos perdido, los doscientos luises que le había quitado el día anterior; cuando se añada que eso pasó en una mesa redonda, a la que estaban sentadas veinte o veinticinco personas, y que ese bandido modelo se retiró sin que ninguna de las dichas veinte o veinticinco personas se le echase al pescuezo, apuesto cualquier cosa a que se tratará de impostor al que tenga la audacia de referir esta anécdota.
Y el joven, dejándose casi caer de su silla, reventaba de risa, pero de una risa tan nerviosa y tan estridente que todos le miraron con asombro, mientras que su compañero fijaba los ojos en él con una inquietud casi paternal.
—Caballero, dijo el ciudadano Alfredo de Barjols, que al igual que los otros parecía estar impresionado por aquella extraña modulación, más bien dolorosa que alegre, y que antes de responder había dejado extinguirse hasta el último estertor; caballero, permitidme que os haga observar que el hombre al que acabáis de ver no es ningún ladrón de camino real.
—¡Bah! francamente, ¿qué es entonces?
—Probablemente un joven de tan buena familia como vos y como yo.
—El conde de Horn, a quien el regente hizo enrodar en la plaza de Greve, también era un joven de buena familia, y la prueba es que toda la nobleza de París envió carruajes a su ejecución.
—El conde de Horn había, si mal no recuerdo, asesinado a un judío para robarle una letra de cambio que no se hallaba en situación de pagarle, y nadie se atreverá a decir que un compañero de Jehú haya tocado un pelo de la cabeza de un niño.
—Y bien, sea así, admitamos que la institución haya sido fundada bajo el punto de vista filantrópico para restablecer la balanza entre las fortunas, corregir los caprichos del destino, reformar los abusos de la sociedad, para ser un ladrón a lo Harl-Moor. Vuestro amigo Morgan… ¿no ha dicho que se llamaba Morgan aquel honrado ciudadano?
—Sí, dijo el inglés.
—Pues bien, vuestro amigo Morgan no deja de ser un ladrón.
El ciudadano Alfredo de Barjols se puso muy pálido.
—El ciudadano Morgan no es amigo mío, respondió el joven aristócrata, y si lo fuese me honraría con su amistad.
—Sin duda, respondió Roland reventando de risa; como dice el señor de Voltaire: «La amistad de un gran hombre es un beneficio de los dioses».
—¡Roland, Roland! le dijo en voz baja su compañero.
—¡Oh, general, respondió éste dejando escapar, expresamente tal vez, el título que era debido a su camarada, dejadme por favor continuar con el caballero una discusión que me interesa sumamente!
Éste levantó los hombros.
—Ciudadano, continuó el joven con una extraña persistencia, necesito mucho que me instruyan; hace dos años que salí de Francia, y desde mi partida ha habido tal cambio en el traje, costumbres y acento, que la lengua podría haber cambiado también. ¿Cómo llamáis en la lengua que se habla hoy día en Francia detener las diligencias y tomar el dinero que transportan?
—Caballero, dijo el joven noble con el tono de un hombre decidido a sostener la discusión hasta el final, yo llamo a eso hacer la guerra; y aquí está vuestro compañero, a quien acabáis de llamar general, que en su calidad de militar os dirá que, dejando aparte el placer de matar y de ser muertos, los generales de todos los tiempos no han hecho otra cosa que lo que está haciendo el ciudadano Morgan.
—¡Cómo! exclamó el joven, cuyos ojos despedían relámpagos, y vos osáis comparar…
—Dejad que el caballero desarrolle su teoría, Roland, dijo el viajero moreno cuyos ojos, al contrario de los de su compañero, que parecían haberse dilatado para arrojar llamas, se velaron bajo sus largas y negras pestañas para ocultar lo que pasaba dentro de su corazón.
—¡Ah! dijo el joven con acento sarcástico, ya veis que también vos empezáis a tomar interés en la discusión.
Volviéndose después hacia el joven aristócrata:
—Continuad, caballero, continuad, puesto que el general lo permite.
El joven noble se ruborizó de un modo tan visible como acababa de palidecer un momento antes y, con los dientes apretados, los codos sobre la mesa, la barbilla apoyada sobre el puño para acercarse cuanto le fuese posible a su adversario, con un acento provenzal que llegaba a ser más y más pronunciado a medida que la discusión iba haciéndose más intensa:
—Ya que el general lo permite, repuso cargando sobre estas dos palabras, al general tendré el honor de decirle, y de paso a vos también, ciudadano, que creo recordar haber leído en Plutarco que cuando Alejandro partió para la India no llevaba consigo más que dieciocho o veinte talentos de oro, que vienen a ser unos ciento a ciento veinte mil francos. ¿Y creéis vos que con estos dieciocho o veinte talentos de oro mantuvo a su ejército, ganó la batalla de Granica, sometió el Asia Menor, conquistó Tiro, Gaza, Siria, Egipto, levantó la ciudad de Alejandría, penetró hasta Libia, se hizo declarar hijo de Júpiter por el oráculo de Amón, llegó hasta el Hífaso, y como sus soldados rehusaron seguirle más lejos, volvió a Babilonia para superar allí en lujo, disolución y molicie a los más lujuriosos, más disolutos y más voluptuosos de los reyes de Asia? Era de Macedonia de donde sacaba su dinero, ¿y creéis vos que el rey Filipo, uno de los más pobres reyes de la pobre Grecia, hacía honor a las letras de cambio que su hijo libraba contra él? De ningún modo: Alejandro hacía como el ciudadano Morgan, sólo que en lugar de detener las diligencias en los caminos reales, saqueaba las ciudades, ponía a los reyes a rescate, o imponía contribuciones en los países conquistados. Pasemos a Aníbal. Ya sabéis como partió de Cartago, ¿no? Éste ni siquiera tenía los dieciocho o veinte talentos de su predecesor Alejandro; pero como necesitaba dinero, saqueó en medio de la paz y contra la fe de los tratados la ciudad de Sagunto; desde entonces fue rico y pudo ponerse en campaña. Perdonad, esto no es de Plutarco; es de Cornelio Nepote. Os considero al corriente de su descenso de los Pirineos y de su ascensión a los Alpes, de las tres batallas que ganó apoderándose cada vez de los tesoros del vencido, y paso a hablar de los cinco o seis años que estuvo en la campaña. ¿Creéis acaso que él y su ejército pagaban pensión a los capuanos, y que los banqueros de Cartago, que estaban reñidos con él, le enviaban dinero? No; la guerra alimentaba la guerra, sistema Morgan, ciudadano. Pasemos a César. ¡Ah! César es otra cosa. Sale para España con unos treinta millones de deudas, vuelve casi igual; parte para la Galia. Permanece diez años entre nuestros abuelos; durante estos diez años, envía más de cien millones a Roma; vuelve a atravesar los Alpes, pasa el Rubicón, marcha directo al Capitolio, fuerza las puertas del templo de Saturno donde está el tesoro, de allí toma para sus necesidades particulares, y no para las de la república, tres mil libras de peso en barras de oro; y aquél a quien sus acreedores veinte años antes no querían dejar salir de su casita de la calle Suburra, muere dejando dos o tres mil sestercios por cada cabeza de ciudadano, diez o doce millones a Calpurnisa y treinta o cuarenta millones a Octavio. Sistema Morgan siempre, a excepción de que Morgan estoy seguro que morirá sin haber tocado por su cuenta ni la plata de los galos ni el oro del Capitolio. Saltemos ahora mil ochocientos años y lleguemos al general Buonaparté.
Y el joven aristócrata, como tenían la costumbre de hacer los enemigos del vencedor de Italia, afectó cargar sobre la u que Bonaparte había cercenado de su nombre, y sobre la e a la que había quitado el acento agudo.
Parece que esta afectación irritó vivamente a Roland, quien hizo un movimiento como para abalanzarse hacia adelante, pero su compañero le detuvo.
—Dejadle, dijo, dejadle, Roland; estoy seguro de que el ciudadano Barjols no dirá que el general Buonaparté, como él le llama, es un ladrón.
—No, yo no lo diré, pero hay un refrán italiano que lo dice por mí.
—Sepamos que dice este refrán, dijo el general sustituyendo a su compañero y fijando esta vez sobre el joven noble su ojo límpido, sosegado y profundo.
—Aquí lo tenéis en toda su sencillez: I Francesi non sono tutti ladri, ma Buonaparté… Lo que quiere decir: «No todos los franceses son ladrones pero sí…».
—Una buena parte, dijo Roland.
Pero sí Buonaparté, respondió Barjols.
Apenas hubo salido la insolente palabra de la boca del joven aristócrata, cuando el plato que tenía Roland entre sus manos se escapó y fue a estrellarse contra su frente.
Las mujeres lanzaron un grito, los hombres se levantaron.
Roland estalló en una de aquellas carcajadas nerviosas que le eran habituales, y volvió a caer sobre su silla.
El joven aristócrata permaneció tranquilo, aunque un reguero de sangre le corría desde la ceja por la mejilla.
En este momento entró el conductor diciendo, como era de costumbre:
—Vamos, ciudadanos viajeros, al carruaje.
Precisados estos a alejarse del teatro de la riña, se precipitaron hacia la puerta.
—Perdonad, caballero, dijo Alfredo de Barjols a Roland, creo que vos no sois de la diligencia.
—No, señor, soy de la silla de posta; pero tranquilízaos, pues no me marcho.
—Ni yo tampoco, dijo el inglés; desenganchad los caballos porque me quedo.
—Yo me voy, dijo con un suspiro el joven moreno que Roland había designado con el título de general; tú sabes que es preciso, amigo mío, y que mi presencia es absolutamente necesaria allá abajo; de no ser así yo te juro que no te dejaría.
Al decir estas palabras su voz revelaba una emoción a la que su tono, normalmente firme y metálico, no parecía susceptible.
Roland, por el contrario, parecía henchido de placer; podría decirse que las consecuencias que podía acarrear aquel hecho, que él no había promovido ni tampoco procurado evitar, le habían puesto alegre.
—Bueno, general, dijo, debíamos separarnos en Lyon, ya que tuvisteis la bondad de concederme un mes de licencia para ir a Bourg a ver mi familia. Son sesenta leguas menos las que dejamos de hacer juntos, y eso es todo. Ya os encontraré en París. Ya lo sabéis, si necesitáis a un hombre adicto, que no se encoleriza nunca, pensad en mí.
—Pierde cuidado, Roland.
Mirando después atentamente a los dos adversarios:
—Sobre todo, Roland, dijo a su joven compañero con indefinible ternura, no te dejes matar; pero si es posible no mates tampoco a tu adversario. Ese joven cuando más es un hombre de corazón, y yo quiero tener un día a mi favor a todas las gentes de corazón.
—Tranquilizaos, general, se hará lo mejor que se pueda.
En ese momento se presentó el mesonero en el umbral de la puerta.
La silla de posta para París ya está lista.
El general tomó su sombrero y su bastón de encima de una silla; Roland al contrario, le siguió con la cabeza desnuda para que todos viesen que no tenía intención de partir con su compañero.
Alfredo de Barjols no opuso ninguna resistencia a su salida.
Además era fácil de ver que su adversario era más bien de aquellos que buscan las pendencias que de los que las evitan.
Éste acompañó al general hasta que hubo subido al carruaje.
—Es igual, dijo sentándose, pero me duele en el alma dejarte aquí solo, Roland, sin un amigo que te sirva de padrino.
—No os inquietéis por eso, general; jamás faltan testigos que puedan serlo. Siempre hay y habrá personas con curiosidad por saber cómo un hombre mata a otro.
—Hasta la vista, Roland; ya lo oyes, no te digo adiós, te digo hasta la vista.
—Sí, mi querido general, respondió el joven con una voz casi enternecida; ya lo oigo y os doy las gracias.
—Prométeme darme noticias de ti tan pronto como el asunto quede terminado, o hacerme escribir a través de otra persona si no pudieses hacerlo por ti mismo.
—Oh, no temáis, general: antes de cuatro días tendréis carta mía, respondió Roland.
Después, con profunda amargura:
—¿No habéis observado, dijo, que planea sobre mí una fatalidad que no quiere que yo muera?
—¡Roland! dijo el general con tono severo, ¡todavía!
—Nada, nada, dijo el joven sacudiendo la cabeza y dando a sus facciones la apariencia de una indolente alegría, que debía de ser siempre la expresión de su rostro antes de que le hubiese sucedido la desgracia desconocida que, siendo tan joven, parecía hacerle desear la muerte.
—Bien. A propósito, procura indagar una cosa.
—¿Qué cosa, general?
—Cómo es posible que estando en guerra con Inglaterra un inglés se pasee por Francia tan libre y tan tranquilo como si estuviese en su casa.
—Bien; lo averiguaré.
—¿Y cómo?
—Os prometo averiguarlo y lo haré, aun cuando tuviese que preguntárselo a él mismo.
—¡Mala cabeza! no vayas a buscarte otro negocio por esa parte.
—En todo caso, como es un enemigo, ya no sería un desafío; sería un combate.
—Vamos, por última vez, hasta la vista y abrázame.
Roland se arrojó con un movimiento de apasionado reconocimiento al cuello del que acababa de darle este permiso.
—¡Oh, general! exclamó ¡qué dichoso sería… si no fuese tan desgraciado!
El general le miró con un profundo afecto.
—Otro día me contarás tu desgracia, ¿no es verdad, Roland?
Roland prorrumpió en una de aquellas dolorosas carcajadas que por dos o tres veces se había ya manifestado entre sus labios.
—Oh, no, a fe mía; os reiríais demasiado.
El general le miró como a un loco.
—En fin, dijo, hay que aceptar a las personas como son.
—Sobre todo cuando no son lo que parecen.
—Tú me tomas por Edipo y me pones enigmas, Roland.
—Ah, si vos descifráis éste, general, yo os saludo rey de Tebas. Pero con todas mis locuras estoy olvidando que los minutos os son preciosos y que os detengo aquí inútilmente.
—Tienes razón. ¿Quieres algo para París?
—Tres cosas: mis expresiones a Burriana, mis respetos a vuestro hermano Luciano, y ponedme a los pies de madame Bonaparte.
—Se hará como tú deseas.
—¿Dónde os encontraré en París?
—En mi casa de la calle de la Victoria, y quizás…
—¿Quizás?…
—¿Quién sabe? Quizás en el Luxemburgo.
Después, echándose atrás como si temiese haber dicho demasiado aun al que consideraba su mejor amigo:
—Camino de Orange, dijo al postillón, y lo más pronto posible.
El postillón, que no esperaba más que a una orden, levantó el látigo sobre sus caballos, y el carruaje partió rápido como el rayo y desapareció por la puerta de Oulle.