Capítulo X

Siguen los placeres de provincia

Todos estaban acostados en el castillo a las diez en punto.

Dos o tres veces, durante la noche, Amelia se había aproximado a Roland como si tuviese algo que decirle; pero las palabras habían expirado siempre en sus labios.

Cuando dejaron la sala, se apoyó en su brazo, y aunque el cuarto de Roland estaba situado un piso más alto que el suyo, le acompañó hasta la puerta, donde él la despidió dándole las buenas noches y manifestándose muy cansado.

Sin embargo, a pesar de esto, Roland, tan pronto entró en su habitación, se dirigió adonde tenía sus armas, sacó un par de pistolas —regalo de la Convención a su padre—, movió las llaves para ver si estaban enmohecidas y sopló los cañones, las puso luego sobre la mesa, abrió suavemente la puerta mirando hacia la escalera por si alguien le espiaba, y fue a llamar a la puerta de sir John.

—Entrad, dijo el inglés.

Sir John tampoco se había desnudado.

—Por una señal que hicisteis, dijo, comprendí que teníais algo que decirme.

—Ciertamente, respondió Roland, tendiéndose alegremente en un sillón.

—Mi querido huésped, replicó el inglés, empiezo a conoceros; de modo que cuando os veo tan alegre, soy como vuestros aldeanos: tengo miedo.

—¿Habéis oído lo que han dicho?

—Sí; han contado una historia de fantasmas. Tengo un castillo en Inglaterra donde también aparecen.

—¿Los habéis visto, milord?

—Sí, cuando era pequeño; por desgracia, desde que soy mayor, han desaparecido.

—Así son los fantasmas, dijo alegremente Roland, vienen y se van. Por fortuna he llegado en un tiempo en que vienen.

—¿Y estáis seguro de que los haya?

—No; pero pasado mañana lo estaré.

—¿Cómo?

—Voy a pasar la noche de mañana allí.

—¡Oh! dijo el inglés, ¿queréis que os acompañe?

—De buena gana, milord, pero por desgracia es imposible.

—¡Imposible!

—Tengo el disgusto de decíroslo, mi querido huésped.

—¡Imposible!, ¿por qué?

—¿Conocéis las costumbres de los fantasmas, milord? preguntó gravemente Roland.

—No.

—Pues bien, yo las conozco. Los fantasmas no se presentan sino en ciertas condiciones.

—Explicadme eso.

—Por ejemplo, milord, en Italia o en España, países de los más supersticiosos, no hay fantasmas, o si los hay, es cada diez años, cada veinte o cada siglo.

—¿Y a qué atribuís esa escasez?

—A la falta de niebla, milord.

—¡Ah!

—Sin duda; comprenderéis muy bien que la atmósfera de los fantasmas es la niebla.

—Eso no me explica por qué rehusáis mi compañía, insistió sir John.

—Dejadme explicaros los resortes que es preciso manejar cuando uno quiere ver fantasmas.

—¡Explicadlos!, ¡explicadlos! dijo sir John; en verdad que a nadie me gusta más escuchar.

Roland se inclinó en señal de agradecimiento.

—El asunto es como sigue; vais a comprenderlo, milord. He oído hablar tanto de fantasmas en mi vida, que los conozco como si los hubiera creado. ¿Por qué se aparecen los fantasmas?

—¿Me lo preguntáis? dijo sir John.

—Sí, os lo pregunto.

—Os confieso que, no habiéndolos estudiado como vos, no sé daros una respuesta categórica.

—Ya lo veis. Los fantasmas se aparecen, mi querido lord, para causar miedo a aquellos a los que se aparecen.

—Eso es incontestable.

—Pues bien; si no lo causan, es preciso que se les cause a ellos.

—Convenido.

—He aquí por qué cuando se deciden a aparecer los fantasmas, eligen las noches tempestuosas: ése es su teatro.

—Proseguid.

—Hay ciertos momentos en que al hombre más valiente se le hiela la sangre en las venas. Cuando no tenía mi aneurisma me sucedió mil veces, al ver brillar sobre mi cabeza el relámpago de los sables y tronar en mis oídos el estampido de los cañones. Pero desde que lo tengo, corro adonde el relámpago brilla o el estampido truena. Tengo pues una ventaja, y es que los fantasmas no saben que no les puedo tener miedo. Cuando, en lugar de tener miedo de la muerte, uno cree con razón o sin ella tener motivo para buscarla, no sé de qué tendrá uno miedo; pero, os lo repito, es posible que los fantasmas, que saben muchas cosas, ignoren ésta. Lo que sí saben es que el sentimiento del miedo aumenta o disminuye por la vista o por el oído. Así, ¿dónde aparecen preferentemente los fantasmas? En lugares oscuros, en los cementerios, en los claustros viejos, en las ruinas, en los subterráneos.

—Ciertísimo.

—¿Y habéis visto algún fantasma que se haya aparecido a dos personas a la vez?

—Me hacéis pensar.

—Es muy sencillo, mi querido milord: a dos no es fácil causarles miedo: el miedo es una cosa extraña, misteriosa, independiente de la voluntad, para lo cual se precisa aislamiento, tinieblas, soledad. Un fantasma no es más peligroso que una bala de cañón. Pues bien, ¿tiene el soldado miedo de la bala de cañón el día que está codo con codo en compañía de sus camaradas? No, va derecho a la pieza, muere o mata; eso es lo que no quieren los fantasmas, eso es lo que hace que no se aparezcan a dos personas a la vez, eso es lo que hace que quiera ir solo a la Cartuja, milord. Vuestra presencia estorbaría la aparición del fantasma más valiente. Si veo algo que valga la pena o que no valga nada, os tocará ir pasado mañana, ¿os conviene el trato?

—Sí, ¿pero por qué no he de ir yo primero?

—¡Ah! porque la idea no se os ha ocurrido a vos, y debo tener la primicia; porque soy del país y estaba ligado a todos esos frailes cuando vivían, y quiero verlos después de muertos; y en fin, porque conozco los lugares perfectamente.

—Iré al día siguiente, dijo sir John.

—Al día siguiente, al otro, todos los días si deseáis. Ahora, dijo Roland levantándose, que esto quede entre nosotros. Ni una palabra a nadie en el mundo; los fantasmas podrían ser avisados y obrar de otra manera. No debemos dejarnos vencer por tales gentes; sería ridículo.

—Tranquilizaos. ¿Lleváis armas?

—Sí, a no tener que habérmelas más que con fantasmas, iría con las manos en los bolsillos; pero puedo tropezar con hombres de carne y hueso.

—¿Queréis las mías?

—No, gracias; dijo Roland, aunque buenas, he resuelto no servirme de ellas nunca.

Después, con una sonrisa, cuya amargura sería imposible describir:

—Me causan desgracia, añadió; buenas noches, milord. Necesito dormir esta noche a pierna suelta para no tener sueño mañana.

Y estrechando la mano del inglés, salió de su habitación para entrar en la suya.

Pero al entrar, una cosa le llamó la atención: encontró abierta la puerta que estaba seguro de haber dejado cerrada.

Apenas entró, cuando la presencia de su hermana le explicó este cambio.

—¡Hola! dijo medio asombrado e inquieto; ¿eres tú, Amelia?

—Sí, yo soy, dijo la joven.

Luego, aproximándose a su hermano y presentándole su frente a besar:

—¿No irás… le dijo con un tono suplicante, no es verdad, amigo mío?

—¿A dónde? preguntó Roland.

—A la Cartuja.

—¿Y quién te ha dicho que iba allí?

—¡Oh! te conozco y te adivino.

—¿Y por qué no quieres que vaya?

—Temo que te suceda alguna desgracia.

—Vaya, ¿crees también en fantasmas? dijo Roland fijando su mirada en la de Amelia.

Amelia bajó los ojos y Roland sintió temblar su mano.

—¡Cómo! dijo Roland, Amelia, la hija del general de Montrevel, la hermana de Roland, es demasiado inteligente para sufrir terrores vulgares; no puede ser que tú creas en esos cuentos de apariciones, de cadenas, llamas y espectros.

—Si lo creyera, amigo mío, mis temores serían menores; si los fantasmas existen, son almas despojadas de sus cuerpos, y en consecuencia no pueden salir de la tumba. Además, ¿por qué te había de odiar a ti un fantasma, Roland, que no has hecho nunca mal a nadie?

—¿Olvidas a los que he matado en el ejército o en duelo?

Amelia sacudió la cabeza.

—No les tengo miedo, a esos.

—¿De qué tienes miedo, entonces?

La joven fijó en Roland sus bellos ojos enteramente bañados de lágrimas, y arrojándose en los brazos de su hermano:

—No sé, Roland, ¿pero qué quieres? ¡Tengo miedo!

El joven, con ligera violencia, levantó la cabeza que Amelia ocultaba en su pecho, y besando dulcemente sus bellos párpados:

—Tú no crees que sean fantasmas, lo que voy a combatir mañana, ¿verdad? le preguntó.

—Hermano mío, no vayas a la Cartuja, insistió Amelia en tono suplicante y eludiendo la pregunta.

—¿Es nuestra madre la que te ha encargado que me digas eso? Confiésalo, Amelia.

—¡Oh, hermano mío! No, mi madre no me ha dicho una palabra, soy yo la que he adivinado que querías ir allí.

—Pues bien, sí, quería ir, Amelia, dijo Roland en tono firme, y debes saber una cosa… que voy a ir.

—¿Aun rogándotelo con las manos juntas, hermano mío? dijo Amelia en un tono casi doloroso, ¿aun rogándotelo de rodillas?

Y se echó a los pies de su hermano.

—¡Oh! ¡Mujeres! ¡Mujeres! murmuró Roland, inexplicables criaturas. Sus palabras son un misterio, su boca no dice nunca los secretos del corazón. Lloran, ruegan, tiemblan, ¿por qué? ¡Los hombres jamás lo hacen! Amelia, he resuelto ir, y cuando tomo una resolución ningún poder en el mundo me la hace cambiar. Ahora abrázame, no temas nada y te diré muy bajo un gran secreto.

Amelia alzó la cabeza, fijando en Roland una mirada a la vez interrogadora y desesperada.

—Me he dado cuenta, desde hace más de un año, prosiguió el joven, de que tengo la desgracia de no poder morir; consuélate, pues, y tranquilízate.

Roland pronunció estas palabras en un tono tan doloroso que Amelia, que hasta entonces había conseguido retener sus lágrimas, entró en su habitación deshecha en llanto.

El joven, después de asegurarse de que su hermana había cerrado la puerta, cerró la suya murmurando:

—Ya veremos quién se cansa primero, sí el destino o yo.