La mesa redonda
El 9 de octubre del año 1799, hermoso día de ese otoño meridional que en los dos extremos de la Provenza madura las naranjas de Hiere y las uvas de Saint-Peray, una calesa tirada por tres caballos de posta atravesaba el puente del Durance entre Cavailhon y Chateau-Renards, dirigiéndose a Aviñón, la antigua ciudad papal, que un decreto del 25 de mayo de 1791 había ocho años antes vuelto a unir a Francia, reunión aprobada por el convenio firmado en 1797 en Tolentino entre el general Bonaparte y el papa Pío VI.
El carruaje entró por la parte de Aix, atravesó en toda su longitud y sin aflojar su carrera la ciudad de las calles tortuosas, levantada a la vez contra el viento y contra el sol, y fue a parar a cincuenta pasos de la puerta de Oulle en la posada Palacio-Igualdad, que poco a poco empezaba ya a volverse a llamar la posada del Palacio-Real, nombre que había llevado antes y que aún conserva hoy.
Estas pocas palabras casi insignificantes sobre el título de la posada, ante la cual se detenía la silla de posta en que tenemos fijos los ojos, indican bastante bien el estado en que se encontraba Francia bajo aquel gobierno de reacción termidoriana que se llamaba el Directorio.
Después de la lucha revolucionaria que había tenido lugar desde el 14 de julio de 1789 al 9 de termidor de 1794; después de las jornadas del 5 y 6 de octubre, del 21 de junio, del 10 de agosto, del 21 de junio, del 31 de mayo y del 5 de abril; después de haber visto caer la cabeza del rey y de sus jueces, de la reina y de su acusador, de los girondinos y de los franciscanos, de los moderados y de los jacobinos, Francia había pasado la más espantosa y nauseabunda de todas las lasitudes, ¡la lasitud de la sangre!
Había pues retrocedido, si no a la necesidad del gobierno monárquico, por lo menos al deseo de un gobierno fuerte, en el cual pudiese depositar su confianza, en el que lograra apoyarse, que obrase por ella, y que le permitiese algún tiempo de descanso mientras lo hacía.
En lugar de ese gobierno tan ansiado, tenía al débil e irresoluto Directorio, compuesto en aquel entonces por el voluptuoso Barras, el intrigante Sieyes, el valiente Monuins, el insignificante Rogerio Ducos y el honrado pero demasiado sencillo Gohier.
Resultaba de aquí una dignidad mediana en el exterior, y una tranquilidad muy contestable por dentro.
Es verdad que en el momento al que hemos llegado, nuestros ejércitos, tan gloriosos durante las campañas épicas del 96 y 97, rechazados por un instante hacia Francia por la incapacidad de Scherer en Verona y Casano, y por la derrota y muerte de Jouvert en Novi, empezaban a volver a la ofensiva. Moreau en Basiñana había batido a Souvaroy, Brune al duque de York y al general Hermann en Bergen; Masena acababa de derrotar a los austro-rusos en Zurich: Korsakoff se había salvado con mucho trabajo, y el austríaco Hotz, junto a otros tres generales, fueron muertos, y cinco hechos prisioneros.
Masena salvó a Francia en Zurich, como noventa años antes la salvó Villars en Denain.
Pero en el interior no estaban los negocios en tan buen estado, y el gobierno directorial tenía, preciso es decirlo, serios problemas entre la guerra de la Vendée y los salteadores del Mediodía, respecto a los cuales la población aviñonesa estaba, según su costumbre, lejos de permanecer extraña.
Sin duda que los dos viajeros que bajaron de la silla de posta, parada a la puerta de la posada del Palacio-Real, podían tener alguna razón para temer el estado de ánimo en que se encontraba la población siempre agitada de la ciudad papal, porque un poco más arriba de Orgón, en el paraje donde se ofrecen tres caminos distintos a los viajeros, uno de los cuales conduce a Nimes, otro a Carpentras, y el tercero a Aviñón, el conductor había detenido sus caballos y preguntado:
—¿Los ciudadanos quieren pasar por Aviñón o por Carpentras?
—¿Cuál de los dos caminos es más corto? había contestado con voz breve y estridente el mayor de los dos viajeros que, aunque visiblemente lo era por pocos años, apenas contaba los treinta.
—¡Oh! el camino de Aviñón, ciudadano, una legua y media cuando menos.
—Entonces, respondió, sigamos el camino de Aviñón.
Y el carruaje había vuelto a tomar un galope que anunciaba que los ciudadanos viajeros, como les llamaba el postillón aunque la calificación de monsieur volvía a usarse otra vez en las conversaciones, daban cuando menos treinta sueldos de agujetas.
Este mismo deseo de no perder tiempo se manifestó al entrar en la posada.
Siempre fue el mayor de los dos viajeros quien allí, al igual que en el camino, tomó la palabra. Preguntó si se podía comer pronto, y la forma en que había formulado la pregunta indicaba que no ponía reparo en pasarse de varias exigencias gastronómicas, con tal que la comida fuese servida con prontitud.
—Ciudadanos, respondió el mesonero, que al ruido del carruaje había acudido con la servilleta en la mano a recibir a los viajeros, seréis rápida y conveniemente servidos en vuestro aposento; pero si me atreviese a daros un consejo…
Y se detuvo.
—¡Oh!, ¡dadlo, dadlo! dijo el más joven de los dos viajeros, tomando la palabra por la primera vez.
—Pues bien, quería deciros que comieseis sencillamente en mesa redonda, como hace en este momento el viajero a quien espera este carruaje listo para partir; la comida es excelente y bien servida.
El mesonero señalaba al mismo tiempo un carruaje dispuesto del modo más confortable, con un tiro de dos caballos que pateaban mientras el postillón hacía tiempo vaciando al borde de la ventana una botella de vino de Cahors.
El primer movimiento de aquél a quien se había hecho la oferta fue negativo; pero, sin embargo, tras reflexionar un segundo, el mayor de los dos transeúntes, como si hubiese vuelto a adoptar su primera resolución, hizo un signo de interrogación a su compañero.
Éste respondió con una mirada que significaba:
—Ya sabéis que estoy a vuestras órdenes.
—Pues bien, sea así, dijo el que parecía encargado de tomar la iniciativa; comeremos en mesa redonda.
Volviéndose después hacia el postillón, que sombrero en mano estaba aguardando sus órdenes:
—Que dentro de media hora a más tardar, dijo, estén los caballos en el carruaje.
Y a una señal del mesonero entraron los dos en el comedor; el mayor pasaba delante, el otro le seguía.
Ya se sabe la impresión que producen en general dos recién llegados a una mesa redonda. Todas las miradas se volvieron hacia ellos; la conversación, que parecía bastante animada, quedó interrumpida.
La concurrencia se componía: de sujetos acostumbrados a comer en el mesón, del viajero cuyo carruaje aguardaba a la puerta, de un comerciante de vino de Burdeos que momentáneamente se hallaba en Aviñón por los motivos que diremos después, y de cierto número de pasajeros que iban de Marsella a Lyon en la diligencia.
Los recién llegados saludaron a la sociedad con un ligero movimiento de cabeza y se colocaron al extremo de la mesa, aislándose de los demás concurrentes por un intervalo de tres o cuatro cubiertos.
Esta especie de reserva aristocrática avivó la curiosidad de que eran objeto; saltaba a la vista, además, que estaban ante personas de incontestable distinción, aunque su traje fuese de la mayor sencillez.
Los dos llevaban la bola doblada sobre el calzón corto, casaca de largas faldas, sobretodo de viaje y sombrero de ancho ribete, aproximadamente como todos los jóvenes de la época; pero lo que les distinguía de los elegantes de París y aun de provincias eran sus cabellos largos y lisos y su corbata negra militarmente apretada alrededor del cuello.
Los muscadinos —este era el nombre que se daba entonces a los jóvenes de moda— llevaban el pelo abollado sobre las dos sienes, recogido detrás, y una corbata inmensa con largos cabos flotantes, en la cual se engolfaba la barbilla.
Algunos llegaban al extremo de hacerla invisible.
El retrato de aquellos dos jóvenes ofrecía dos tipos completamente opuestos.
El mayor, el que varias veces, como hemos dicho ya, había tomado la iniciativa, y cuya voz aun en sus expresiones más familiares denotaba el hábito del mando, era, como hemos referido, un sujeto de unos treinta años, de cabellos negros partidos en medio de la frente, lisos y caídos a lo largo de las sienes hasta los hombros; tenía la tez morena del hombre que ha viajado por los países meridionales, los labios delgados, la nariz recta, los dientes blancos y aquellos ojos de halcón que Dante da a César; su estatura era más bien baja que alta, su mano delicada, su pie fino y elegante; descubría en sus actitudes una cierta incomodidad que indicaba que vestía en aquel momento un traje al que no estaba acostumbrado, y cuando hablaba, si sus interlocutores se hubiesen encontrado a orillas del Loira, en vez de las del Ródano, habrían podido observar que tenía en la pronunciación un cierto acento italiano.
Su compañero parecía tener tres o cuatro años menos que él.
Era un arrogante joven de tez rosada, cabellos rubios, ojos azules, nariz recta y afilada, barbilla pronunciada pero casi sin un pelo. Podía tener dos pulgadas más que su amigo, y aunque de una estatura algo más que mediana, parecía tan regular en todo su conjunto, tan libre en todos sus movimientos, que fácilmente podía adivinarse que debía ser si no de una fuerza, al menos de una agilidad y destreza poco comunes.
Aunque llevaba el mismo atuendo y se presentaba en pie de igualdad, parecía mostrar hacia el joven moreno una notable deferencia que, no pudiendo atribuirse a los años, se debería sin duda a una inferior condición social.
Además él le llamaba ciudadano, mientras que su compañero le llamaba simplemente Roland.
Estas observaciones que anotamos para iniciar más profundamente al lector en nuestra historia, no debieron de hacerlas en la misma medida los concurrentes a la mesa redonda, porque después de algunos segundos de atención a los recién llegados cesaron las miradas y la conversación, por un instante interrumpida, volvió a tomar su curso.
Hemos de admitir que versaba sobre un asunto de lo más interesante para unos viajeros: hablaban de la detención de una diligencia cargada con una suma de sesenta mil francos, pertenecientes al gobierno. Esta detención había tenido lugar el día anterior en el camino de Marsella a Aviñón, entre Lambesc y Pont-Royal.
A las primeras palabras que se repitieron sobre este lance, los dos jóvenes aplicaron el oído con verdadero interés.
El caso se había producido en el mismo camino que ellos acababan de seguir, y el que lo refería era uno de los principales actores de esta escena de camino real.
Era el comerciante de vino de Burdeos.
Los que parecían más interesados en los detalles eran los pasajeros de la diligencia que acababa de llegar, y que iba a continuar su camino.
Los demás concurrentes, es decir, los que pertenecían a la población, parecían estar bastante al corriente de esta clase de catástrofes para dar pormenores por sí mismos en vez de recibirlos.
—¿Conque es verdad, ciudadano, decía un grueso monsieur cuyo cuerpo estrujaba aterrorizada una mujer alta, seca y flaca, que el robo se ha perpetrado en el mismo camino por donde acabamos de pasar?…
—Sí, ciudadano, entre Lambesc y Pont-Royal, ¿no habéis reparado en un paraje donde el camino sube y se estrecha entre dos montecillos? Allí hay multitud de peñascos.
—Sí, sí, amigo mío, dijo la mujer agarrándose al brazo de su marido, acuérdate: ¡Y qué mal sitio es ése! Dios me libre de pasarlo de noche.
—¡Oh! señora, dijo un joven cuya voz afectaba el hablar tartamudo de la época, y que en momentos ordinarios parecía ejercer en la mesa redonda la soberanía de la conversación, ya sabéis que para los señores compañeros de Jehú no hay día ni noche.
—¡Cómo! ciudadano, preguntó la señora, todavía más horrorizada; ¿habéis sido detenidos de día?
—En pleno día, ciudadana, a las diez de la mañana.
—¿Y cuántos eran? preguntó el grueso monsieur.
—Cuatro, ciudadano.
—¿Emboscados en el camino real?
—No, llegaron a caballo, armados hasta los dientes y enmascarados.
—Ésa es su costumbre, dijo el joven habituado a la mesa redonda; ¿no es verdad que han dicho: «No opongáis resistencia, que no se os hará ningún mal: nosotros no queremos más que el dinero del gobierno?».
—Palabra por palabra, ciudadano.
—Después, continuó el que parecía tan bien informado, dos de ellos se han apeado, han alargado la brida de sus caballos a sus compañeros y han intimado al conductor a que les entregase el dinero.
—Ciudadano, dijo el hombre grueso admirado, lo contáis como si lo hubieseis visto.
—El señor estaba tal vez con ellos, dijo uno de los pasajeros medio en broma, medio en serio.
—Yo no sé, ciudadano, si he de tomar vuestras palabras por una descortesía, respondió con indolencia el joven que tan complaciente acudía en ayuda del narrador; pero mis opiniones políticas hacen que no considere vuestra sospecha un insulto. Si yo hubiese tenido la desgracia de contarme entre los acometidos o el honor de pertenecer al de los acometedores, lo diría francamente, tanto en un caso como en otro; pero ayer por la mañana a las diez, en el momento justo en que era detenida la diligencia a cuatro leguas de aquí, yo almorzaba con toda la calma del mundo en ese mismo sitio y precisamente con los dos ciudadanos que me hacen ahora el honor de estar sentados a mi derecha e izquierda.
—¿Y cuántos hombres ibais en la diligencia? preguntó aquél de los dos viajeros recién llegados que acababan de tomar asiento a la mesa al que su compañero designaba con el nombre de Roland.
—Esperad; yo creo que éramos… sí, sí, éramos siete hombres y tres mujeres.
—¿Siete hombres sin contar al conductor? repitió Roland.
—Por supuesto.
—¿Y siete hombres os dejasteis desvalijar por cuatro bandidos? Vamos, os doy la enhorabuena, caballeros.
—Es que sabíamos con quién teníamos que habérnoslas, respondió el mercader de vino, y no pensábamos en defendernos.
—¡Cómo! replicó el joven, ¿y con quién teníais que habéroslas? Me parece que era con ladrones y bandidos.
—Nada de eso, ellos mismos se nombraron.
—Sin duda.
—¡Cómo! ¿Se nombraron?
—Dijeron así: «Señores, es inútil que os defendáis; señoras, no tengáis temor de nada; nosotros no somos salteadores, somos compañeros de Jehú».
—Sí, dijo el joven de la mesa redonda, ellos lo dicen para que no les tomen por otra cosa; es su costumbre.
—¡Ah! ya, dijo Roland, ¿y quién es pues ese Jehú que tiene unos compañeros tan corteses? ¿Es él su capitán?
—Caballero —dijo un hombre cuyo traje le daba aire de sacerdote secularizado, y que parecía no solamente estar acostumbrado a la mesa redonda sino también iniciado en los misterios de la honrosa corporación, cuyos méritos se hallaba en situación de discutir—, si vos estuvieseis más versado de lo que parecéis en la lectura de las santas escrituras, sabríais que hace como unos dos mil seiscientos años que ese Jehú murió, y que por consiguiente no puede a estas horas detener las diligencias en los caminos reales.
—Señor abate, respondió Roland que había reconocido al hombre de iglesia, como a pesar del tono agrio con que habláis parecéis estar muy instruido, permitidle a un pobre ignorante que os pida algunos detalles sobre ese Jehú, muerto hace dos mil seiscientos años, y que sin embargo tiene el honor de tener compañeros que llevan su nombre.
—Jehú, respondió el hombre de iglesia con el mismo tono amostazado, fue un rey de Israel, consagrado por Eliseo bajo la condición de castigar los crímenes de la casa de Achab y de Jezabel y hacer dar muerte a todos los sacerdotes de Baal.
—Señor abate, replicó riendo el joven, os doy las gracias por la explicación; no dudo que será muy exacta y sobre todo muy juiciosa, solamente os confieso que no me instruye mucho.
—¿Cómo, ciudadano, dijo el que estaba acostumbrado a la mesa redonda, no comprendéis que Jehú es S. M. Luis XVIII, consagrado bajo la condición de castigar los crímenes de la revolución y de hacer dar muerte a los sacerdotes de Baal, es decir, a todos aquellos que tomaron una parte cualquiera en este abominable estado de cosas que de siete años a esta parte llaman la República?
—Ah, sí, dijo el joven, ya entiendo. Pero entre aquéllos que los compañeros de Jehú están encargados de combatir contáis vos a los valientes soldados que han rechazado al extranjero en las fronteras de Francia y a los ilustres generales que han mandado los ejércitos de Tirol, de Sambre-el-Meure y de Italia.
—Sí por cierto, a ésos sobre todo.
Los ojos del joven lanzaron un relámpago, su nariz se dilató, sus labios se contrajeron, se levantó de su silla; pero su compañero le tiró de la casaca y le hizo volver a sentarse, mientras con un solo gesto le imponía silencio.
Después, el que acababa de dar esta prueba de su poder, tomando la palabra por primera vez:
—Ciudadano, dijo dirigiéndose al joven de la mesa redonda, perdonad a dos viajeros que llegan del cabo del mundo, como quien dijese de América o de la India, que faltan de Francia hace dos años, que ignoran completamente lo que por aquí pasa, y que están deseosos de instruirse.
—¿Qué es lo que decís? respondió aquél a quien iban dirigidas esas palabras, eso es muy justo, ciudadano; preguntad y se os responderá.
—Pues bien, continuó el joven moreno de ojo de águila, de cabellos negros y lisos y de tez granosa, ahora que sé quién es Jehú y con qué objeto fue instituida su compañía, quisiera me dijeseis qué hacen sus compañeros con el dinero que toman.
—La cosa más simple, ciudadano: ya sabéis que se trata muy enérgicamente de restaurar la monarquía borbónica.
—Yo no sé nada, respondió el joven moreno con un tono que quería inútilmente aparentar sencillo; yo llego, como os he dicho, del cabo del mundo.
—¡Cómo!, ¿no sabíais eso? Pues bien, dentro seis meses veréis el resultado.
—¿De veras?
—Así es, como tengo el honor de decíroslo, ciudadano.
Los dos jóvenes cambiaron militarmente entre si una mirada y una sonrisa, aunque el rubio parecía oprimido por el peso de una viva impaciencia.
Su interlocutor continuó:
—Lyon es el cuartel general de la conspiración, si es que puede llamarse tal a un complot que se organice para el gran día; le convendría más el nombre de gobierno provisional.
—Pues bien, ciudadano, dijo el joven moreno con disimulada burla, digamos gobierno provisional.
—Este gobierno provisional tiene su estado mayor y sus ejércitos.
—¡Bah! Su estado mayor pase…, pero ejércitos…
—Sus ejércitos, repito.
—¿Y dónde están?
—Hay uno que se organiza en las montañas de Auvernia a las órdenes de Mr. de Chardon; otro en las montañas del Jura a las órdenes de Mr. de Teyssonnet, y en fin, otro tercero que funciona muy activamente a estas horas en la Vendée a las órdenes de Escarboville, de Aquiles Leblond y de Cadoudal.
—En verdad, ciudadano, que me prestáis un verdadero servicio dándome semejantes noticias. Yo creía a los Borbones completamente resignados con su destierro, y la policía hecha de manera que no existiese ni comité provisional-realista en las grandes ciudades, ni bandoleros en los caminos reales. Creía también que la Vendée estaba completamente pacificada por el general Hoche.
El joven a quien se dirigía esta respuesta prorrumpió en una carcajada.
—¡Pero de dónde venís! exclamó, ¡de dónde venís!
—Ya os lo he dicho, ciudadano; del cabo del mundo.
—Bien se conoce.
Y continuando después:
—Pues amigo, vos no dejaréis de comprender, dijo, que los Borbones no son ricos; que los emigrados, cuyos bienes se han vendido, están arruinados, y que es imposible organizar dos ejércitos y mantener otro sin dinero. La situación estaba complicada, pues, y no quedaba más que la república para sufragar a sus enemigos. No era muy probable que se decidiese a hacerlo por voluntad propia, por lo que, sin intentar recurrir a negociaciones imposibles, se creyó más efectivo tomar el dinero que pedírselo.
—¡Ah! por fin lo comprendo.
—Me alegro mucho.
—Los compañeros de Jehú son los intermediarios entre la república y la contrarevolución; son los perceptores de los generales realistas.
—En efecto; esto no es un robo, sino una operación militar, un hecho de armas como otro cualquiera.
—Justamente, ciudadanos, ya estáis enterados, y sobre este punto ya sabéis tanto como nosotros.
—Pero, repuso tímidamente el comerciante de vino de Burdeos, si los señores compañeros de Jehú, cuidado que no digo de ellos ningún mal, si los señores compañeros de Jehú no tienen más ganas que al dinero del gobierno…
—Al dinero del gobierno y no a otro ninguno; no hay ejemplo de que hayan desvalijado a un particular.
—¿Decís que no hay ejemplo?
—Lo repito.
—¿Cómo es, pues, que ayer con el dinero del gobierno se llevaron un saquito de doscientos luises que me pertenece?
—Mi querido señor, respondió el joven de la mesa redonda, ya os he dicho que aquí había algún error y que tan de fijo como yo me llamo Alfredo Barjols, esta partida os será devuelta de hoy a mañana.
El mercader de vino exhaló un suspiro y sacudió la cabeza como quien, pese a la seguridad que se le da, alberga todavía algunas dudas. Pero en aquel momento, como si el empeño tomado por el joven noble que acababa de revelar su condición social descubriendo su nombre hubiese despertado la delicadeza de aquellos por quienes se mostraba fiador, un caballo se detuvo en el umbral de la casa, sonaron pasos en el corredor, se abrió la puerta, y un hombre enmascarado y armado hasta los dientes se presentó en la sala.
—Caballeros, dijo en medio del más profundo silencio, provocado por su aparición, ¿hay entre vosotros un viajero llamado Juan Picot que se encontraba ayer en la diligencia que fue detenida entre Lambesc y Pont-Royal?
—Sí, dijo admirado el mercader de vino.
—¿Sois vos? preguntó el enmascarado.
—Yo soy.
—¿No se os quitó nada?
—Sí, un saquito con doscientos luises que había confiado al conductor.
—Y yo debo decir, añadió el joven noble, que en este mismo instante estaba hablando de ello, y lo consideraba perdido.
—El señor pensaba mal, dijo el enmascarado: nosotros hacemos la guerra al gobierno y no a los particulares; somos partidarios, no somos ladrones. Aquí están vuestros doscientos luises, caballero, y si semejante error volviese a suceder, reclamad y recomendaos con el nombre de Morgan.
Dichas estas palabras el hombre enmascarado dejó un saquito de oro a la derecha del mercader de vino, saludó cortésmente a los comensales de la mesa redonda, y se marchó dejando a los unos aterrorizados y a los otros atónitos ante semejante atrevimiento.