Las diversiones de provincia
Concluyó la caza y venía la noche; era hora de volver al castillo.
Los caballos no estaban más que a cincuenta pasos poco más o menos, y se les oía relinchar de impaciencia.
Eduardo, que no cesaba de decir: «Yo le maté, yo le maté»; estaba resuelto a cargar el jabalí sobre la grupa y llevarlo al castillo; pero Roland le hizo observar que era mucho más sencillo enviarlo a buscar por dos hombres con unas parihuelas.
En menos de diez minutos llegaron los cazadores al castillo de Fuentes Negras.
Mme. de Montrevel los esperaba en la escalinata; hacía más de una hora que la pobre madre estaba allí temblando por sus hijos.
Tan pronto como Eduardo pudo verla, puso su jaquita al galope, gritando por entre la verja:
—¡Madre!, ¡madre! he matado a un jabalí grande como un pollino.
Mme. de Montrevel quiso recibir a Eduardo en sus brazos, pero éste saltó a tierra y se agarró a su cuello.
Roland y sir John llegaban en aquel momento, y también Amelia apareció a su vez en la escalinata.
Eduardo dejó a su madre al lado de Roland, quien, completamente cubierto de sangre, estaba espantoso, y corrió hacia su hermana.
Amelia lo escuchó distraída, lo que sin duda hirió el amor propio de Eduardo, pues se precipitó a las cocinas para contar el suceso a Miguel, por el cual estaba muy seguro de ser escuchado.
En efecto, esto interesaba a Miguel sobre manera; sin embargo, cuando Eduardo le dijo dónde yacía el jabalí y le intimó a llamar a los hombres para ir a buscarlo, meneó la cabeza.
—Dios me libre, señor Eduardo; Santiago va a partir ahora mismo para Montagnac, murmuró.
—¿Tienes miedo de no encontrar a nadie?
—¡Qué! Encontraremos diez hombres, pero la hora… el sitio… ¿Decís que está cerca del pabellón de la Cartuja?
—A veinte pasos.
—Preferiría que estuviese a una legua de allí, respondió Miguel rascándose la cabeza, pero no importa; mandaremos por ellos sin decirles ni cómo ni por qué. Cuando estén aquí, vuestro hermano se encargará de convencerlos.
—¡Está bien, está bien! que vengan, yo los convenceré, yo.
—¡Oh! dijo Miguel, si no tuviera mi endemoniada torcedura, iría yo mismo; pero la jornada de hoy no le ha sentado muy bien.
Luego en la mesa, como es natural, no hubo otra conversación que las proezas del día. Eduardo no hablaba de otra cosa, y sir John, admirado de aquel valor, de aquel acierto de Roland, encarecía el relato del niño.
Mme. de Montrevel se estremecía a cada detalle, y sin embargo se los hacía repetir veinte veces.
Amelia, por su parte, había prestado una gran atención, pero sobre todo, cuando los cazadores se acercaban a la Cartuja.
Desde este momento escuchó con mirada inquieta y no pareció respirar hasta que los cazadores, no habiendo motivo alguno para proseguir su carrera en el bosque, montaron a caballo.
Al fin de la comida vinieron a anunciar que Santiago estaba de vuelta con los aldeanos de Montagnac, que pedían noticias sobre el lugar en que los cazadores habían dejado al animal.
—Haced entrar a esas buenas gentes, dijo Mme. de Montrevel.
Cinco minutos después los dos aldeanos entraron con el sombrero en la mano.
—Muchachos, dijo Roland, se trata de ir al bosque de Seillon a buscar un jabalí que hemos matado.
—Eso puede hacerse, respondió uno de los paisanos. Y consultó a su compañero con la vista.
—Eso puede hacerse de cierta manera, dijo el otro.
—Tranquilizaos, continuó Roland; no perderéis vuestro tiempo.
—¡Oh! estamos tranquilos, dijo uno de los aldeanos; os conocemos, señor de Montrevel.
—Sí, respondió el otro, sabemos que, al igual que vuestro padre el general, no tenéis la costumbre de hacer trabajar a la gente de balde. ¡Oh! si todos los aristócratas hubieran sido como vos, no habría habido revolución, señor Luis.
—Justamente, no la habría habido, dijo el otro, que parecía ser el eco afirmativo de lo que decía su compañero.
—Solamente queda por saber dónde está el animal, preguntó el primer aldeano.
—Sí, repitió el segundo, queda por saber dónde está.
—¡Oh! no será difícil de encontrar.
—Tanto mejor, dijo el aldeano.
—¿Conocéis bien el pabellón del bosque?
—¿Cuál?
—El pabellón que depende de la Cartuja.
Los aldeanos se miraron.
—Pues bien, lo encontraréis a veinte pasos de la fachada que mira al bosque de Genoud.
Los aldeanos se volvieron a mirar otra vez.
—¡Hum! dijo uno.
—¡Hum! repitió el otro.
—¿Qué quiere decir hum? preguntó Roland.
—¡Caramba!
—Veamos, explicaos, ¿qué hay?
—Hay… que preferiríamos que fuese al otro extremo del bosque.
—¿Cómo al otro extremo?
—Sí, dijo el segundo aldeano.
—¿Pero por qué? replicó Roland, que empezaba a impacientarse; hay tres leguas de aquí al otro extremo del bosque, mientras que tenéis una cerca de aquí al sitio donde está el jabalí.
—Sí, dijo el primer aldeano, pero el sitio en que está el jabalí…
Y se paró, rascándose la cabeza.
—¡Justamente! dijo el segundo.
—Está demasiado cerca de la Cartuja.
—De la Cartuja, no; del pabellón.
—Es todo uno; sabéis bien que se dice que hay un camino subterráneo que va del pabellón a la Cartuja.
—¿Y qué tiene que ver la Cartuja, el pabellón y el paso subterráneo con nuestro jabalí?
—Tiene que ver que el animal esta en mal sitio.
—¡Oh! sí, mal sitio, repitió el otro.
—Vaya. ¿No os explicaréis, perillanes? gritó Roland, que empezaba a incomodarse, mientras su madre se inquietaba y Amelia palidecía.
—Perdonad, señor, dijo el aldeano; no somos perillanes: somos gentes con temor de Dios.
—¡Qué demonio! dijo Roland, ¡yo también temo a Dios!
—Y eso nos impide habérnosla con el diablo.
—Madre mía, hermana mía, preguntó Roland dirigiéndose a las dos mujeres, ¿comprendéis lo que dicen esos imbéciles?
—¡Imbéciles! dijo el primer aldeano, tal vez; pero no es menos cierto que a uno, por haber querido mirar por encima del muro de la Cartuja, se le torció el pescuezo.
—Y que no se le ha podido nunca enderezar, añadió el segundo. Le han tenido que enterrar con la cara al revés.
—¡Oh!, ¡oh! dijo sir John, esto es interesante; me gustan mucho las historias de fantasmas.
—Parece que a mi hermana Amelia no, milord, dijo Eduardo.
—¿Por qué?
—Mira, hermano Roland, mira qué pálida se pone.
—En efecto, dijo sir John, la señorita parece indispuesta.
—Yo no, dijo Amelia; es sólo que hace un poco de calor aquí, madre.
Y enjugó su frente cubierta de sudor.
Luego se levantó vivamente y, tambaleándose, fue a abrir una ventana que daba al jardín, donde permaneció de pie, arrimada a la barandilla y medio oculta por las cortinas.
—¡Ah! dijo, aquí al menos se respira.
Sir John se levantó para ofrecerle un pomo de sales.
—No, no, milord, dijo Amelia, os doy gracias; estoy mucho mejor.
—Vamos, vamos, dijo Roland impaciente, no se trata de eso, sino de nuestro jabalí. —Pues bien; vuestro jabalí, señor, lo iremos a buscar mañana.
—Eso es, dijo el segundo, mañana por la mañana será de día.
—¿De modo que para ir allí esta noche?…
—¡Oh! para ir allí esta noche…
El aldeano miró a su camarada, y ambos sacudieron al mismo tiempo la cabeza.
—Ir allí esta noche, no se puede.
—¡Cobardes!
—Señor, no somos cobardes porque tengamos miedo.
—No, no es por eso.
—¡Cobardes! repitió Roland.
—Ni por un luis iríamos.
—Pero por dos… dijo el ayudante, que creía comprenderlos ya.
—Ni por dos, ni por cuatro, ni por diez. ¿De qué me servirían los luises con el pescuezo torcido?
—¿Has visto tú, imbécil, a los fantasmas de la Cartuja?
—Yo no; pero hay gente que los ha visto.
—¿Tú, camarada?
—Yo… tampoco; pero he visto llamas, y Claudio Philippon ha oído cadenas.
—¡Ah! ¿Hay llamas y cadenas? preguntó Roland.
—Las llamas, dijo el primer aldeano, yo las he visto.
—Muy bien, amigos míos, muy bien, replicó Roland en tono burlón, ¿así pues, a ningún precio iréis esta noche?
—A ninguno.
—Pues bien, dijo Roland, venidme a ver pasado mañana.
—Con mucho gusto; ¿pero para qué?
—Venid.
—¡Oh! vendremos.
—Yo os daré noticias seguras…
—¿De qué?
—De los fantasmas.
Amelia lanzó un grito ahogado, que sólo Mme. de Montrevel oyó.
Mientras tanto Roland les daba la mano y se despedía de los dos aldeanos, que se tropezaban en la puerta por donde ambos querían pasar al mismo tiempo.
Durante el resto de la noche no se habló más ni de la Cartuja, ni del pabellón, ni de los huéspedes sobrenaturales, espectros o fantasmas que los frecuentaban.