Capítulo VIII

Siguen los placeres de provincia

Sir John terminaba la lectura de aquel interesante folleto cuando Mme. de Montrevel y su hija entraron.

Amelia, que no imaginaba que hubiesen hablado tanto de ella Roland y sir John, se admiró de la atención con que éste fijó su mirada en ella.

Éste comprendió a esa madre que con peligro de su vida no había querido profanar la juventud y la belleza de tan encantadora criatura sirviendo de comparsa a una fiesta de la que aquella bestia feroz, que tuvo por nombre Marat, era el dios.

Traía a su memoria aquel calabozo húmedo y frío que había visitado una hora ante, y se estremecía ante la idea de que aquel blanco y delicado armiño que tenía delante hubiera permanecido encerrado seis semanas sin aire ni sol.

Los pensamientos que se sucedían en el alma de sir John daban a su fisonomía una expresión tan diferente de la habitual que Mme. de Montrevel no pudo menos que preguntarle qué tenía. Sir John entonces contó a Mme. de Montrevel su visita a la cárcel.

En el momento en que acababa su relato, se oyó un instrumento de caza y Roland entró con una corneta en la boca.

Pero, separándola en seguida de los labios, dijo:

—Mi querido huésped, dad las gracias a mi madre, pues gracias a ella haremos mañana una caza magnífica.

—¿Gracias a mí? preguntó Mme. de Montrevel.

—¿Cómo es eso? dijo sir John.

—¿Os dije que iba a ver qué se había hecho de mis perros?

—Sí.

—Tenía dos; Barbichon y Ravaude, el macho y la hembra.

—¡Oh! dijo sir John; ¿y habrán muerto?

—Justamente; pero esta excelente madre que veis, y asiéndola dulcemente por el cuello le besó ambas mejillas, no ha querido tirar al agua ni uno solo de los cachorros que tuvieron; de suerte, mi querido lord, que los hijos, los nietos y los biznietos de Barbichon y Ravaude son hoy tan numerosos como los descendientes de Ismael, y ya no tengo un par de perros, sino una trahilla.

Y en el acto tocó su corneta, que hizo acudir a su joven hermano.

—¡Oh! gritó al entrar, vas mañana de caza, hermano Roland. Yo también voy, yo también voy.

—Bueno, dijo Roland; ¿pero sabes tú a qué caza vamos?

—No; pero sé que voy.

—Vamos a la caza del jabalí.

—¡Qué alegría! dijo el niño golpeando sus manitas una con otra.

—¿Pero estás loco? dijo Mme. de Montrevel palideciendo.

—¿Por qué, mamá?

—Porque la caza del jabalí es muy peligrosa.

—No tan peligrosa como la de los hombres, y ya ves que mi hermano ha vuelto; yo también volveré de la otra.

—Roland, dijo Mme. de Montrevel, mientras Amelia, sumida en una meditación profunda, no tomaba parte en la conversación. Roland, haz entrar en razón a Eduardo y dile que no tiene sentido común.

Pero Roland, que se había vuelto hacia el niño, en lugar de vituperarle sonreía ante aquel valor infantil.

—Te llevaría conmigo de buena gana, le dijo, pero para ir de caza hay que saber al menos qué es una escopeta.

—¡Oh, caballero Roland! contestó Eduardo; venid al jardín, poned vuestro sombrero a cien pasos y os enseñaré lo que es una escopeta.

—¡Desdichado! exclamó Mme. de Montrevel temblando; ¿dónde has aprendido?

—Toma, en casa del armero, donde están las escopetas de papá y de Roland. ¿No me preguntas a veces qué hago con mi dinero? Pues bien, compro pólvora y balas.

—¿Qué queréis, madre mía? dijo Roland; de casta le viene al galgo: vendrás con nosotros mañana.

El niño saltó al cuello de su hermano.

—Y yo, dijo sir John, me encargo de armaros hoy cazador como se armaba antiguamente caballero. Tengo una bonita carabina que os daré.

—Vamos, preguntó Roland; ¿estás contento, Eduardo?

—Sí; ¿pero cuándo me la daréis? Si hay que escribir a Inglaterra, os prevengo que no me lo creo.

—No, amiguito mío, no es preciso más que subir a mi cuarto; ya veis que eso se hace pronto.

—Subamos en seguida.

—Venid, dijo sir John.

Un instante después Amelia, siempre pensativa, se levantó y salió a su vez.

Ni Mme. de Montrevel ni Roland le prestaron atención; estaban abstraídos en una grave discusión.

Mme. de Montrevel trataba de convencer a Roland de que no llevase consigo al día siguiente a su joven hermano, y Roland le explicaba que Eduardo, destinado a ser soldado como su padre y su hermano, ganaría mucho en familiarizarse con la pólvora y el plomo.

La discusión no había concluido cuando Eduardo entró con su carabina.

—Mira, hermano, dijo volviéndose hacia Roland, mira el regalo que milord me ha hecho.

Y daba gracias con la mirada a sir John, que se mantenía en la puerta buscando con los ojos, pero inútilmente a Amelia.

Roland cogió la carabina que le presentaba Eduardo, la miró con ojo experto, accionó las llaves, apuntó, la pasó de una mano a otra y devolviéndosela:

—Da las gracias a milord, dijo; tienes una carabina que ha sido hecha para el hijo de un rey; vamos a probarla.

Y los tres salieron a probar la carabina de sir John dejando a Mme. de Montrevel triste como Thetis cuando vio a Aquiles bajo su vestido de mujer sacar de la vaina la espada de Ulises.

Un cuarto de hora después Eduardo entraba triunfante, trayendo a su madre un cartón del tamaño de la copa de un sombrero, en el cual, a cincuenta pasos, había puesto de doce balas diez.

Los dos hombres se quedaron hablando y paseando por el parque.

Mme. de Montrevel escuchó el relato algo gascón de las proezas de Eduardo, con aquella santa tristeza de las madres para quienes la gloria no es compensación de la sangre que se derrama.

¡Oh! ¡Qué ingrato es el hijo que ha visto fijarse en él esa mirada y no la recuerda eternamente!

Al cabo de algunos segundos de aquella contemplación dolorosa, apretando a su hijo contra su corazón:

—¿Y tú también, murmuró deshecha en lágrimas, tú también abandonarás un día a tu madre?

—Sí, mamá; dijo el niño, pero para llegar a general como mi padre, o a ayudante de campo como mi hermano.

—Y para morir como tu padre y como quizás muera tu hermano.

El cambio extraño que se había operado en el carácter de Roland no se le había escapado a Mme. de Montrevel, y era una inquietud más que añadir a sus otras inquietudes.

Entre estas últimas había que contar el ensimismamiento y la palidez de Amelia.

Amelia rayaba en los diecisiete años; su infancia había sido la de una niña risueña llena de alegría y salud. La muerte de su padre vino a echar un velo negro sobre su juventud; esas tormentas de la primavera pasan pronto: la sonrisa, ese hermoso sol del alba de la vida, volvió a aparecer, y como el de la naturaleza, brilló a través del rocío del corazón que llamamos lágrimas.

Luego, unos seis meses después, poco más o menos, el semblante de Amelia se había entristecido, sus mejillas palidecieron, e igual que las aves migratorias se alejan al aproximarse los tiempos brumosos, las risas infantiles que se escapan de los labios entreabiertos y los blancos dientes, huyeron de la boca de Amelia para no volver.

Mme. de Montrevel había interrogado a su hija, pero Amelia, por toda contestación, hizo un esfuerzo para sonreír.

Mme. de Montrevel, con ese instinto admirable de madre, pensó en el amor; ¿pero a quién podía amar Amelia? No se recibía a nadie en el castillo de Fuentes Negras; las conmociones políticas habían destruido la sociedad, y Amelia no salía nunca sola.

La vuelta de Roland le había restituido por un momento la esperanza; pero esa esperanza se desvaneció pronto.

Mme. de Montrevel no había perdido de vista a Amelia, y con doloroso asombro notó que el efecto que causaba la presencia del joven oficial en su hermana era casi de miedo: sus ojos, cuando se fijaban antes en Roland, estaban llenos de amor, y ahora parecían no mirarlo sino con temor.

Hacía un instante que Amelia se había aprovechado del primer momento de libertad que se le había presentado para subir a su cuarto, único lugar del castillo donde parecía encontrarse mejor y donde pasaba la mayor parte de su tiempo desde hacía seis meses.

El día se había pasado para Roland y sir John en visitar a Bourg, como hemos dicho, y en hacer los preparativos de caza para el siguiente.

Desde la mañana hasta el mediodía se debía hacer la batida; del mediodía a la tarde se debía cazar con perros.

Al día siguiente, a las seis de la mañana, los ojeadores estaban a la puerta.

El castillo de Fuentes Negras lindaba con el mismo bosque de Seillon; se podía, pues, empezar la cacería desde la misma verja. Como la batida prometía sobre todo gamos, corzos y liebres, debía hacerse con plomo. Roland dio a Eduardo una escopeta sencilla que le había servido cuando era niño, no teniendo todavía bastante confianza en la prudencia de su hermano para confiarle una escopeta de dos tiros.

En cuanto a la carabina que sir John le había dado la víspera, era un cañón rayado que sólo podía calzar bala.

Desde la primera batida fue fácil ver que la caza sería buena; se mató a un corzo y dos liebres. Al mediodía, tres gamos, siete corzos y dos zorros habían sido muertos; se habían visto dos jabalíes, pero a las perdigonadas que habían recibido se contentaron con responder sacudiendo la piel y desapareciendo.

Eduardo estaba rebosante de alegría; había matado a un corzo.

Como estaba convenido, los ojeadores, recompensados con la fatiga que habían sufrido, fueron enviados al castillo con la caza.

Se tocó una corneta para saber dónde estaba Miguel, el cazador enfermo del que Eduardo había hablado a su hermano al abrazarle, y éste respondió en menos de diez minutos: los cazadores se reunieron con la trahilla y los caballos.

Miguel había encontrado el rastro de un jabato y lo había acosado con el mayor de sus hijos; estaba en un cercado, a cien pasos de los cazadores.

Santiago —el mayor de los hijos de Miguel— batió el cercado con sus perros de punta Barbichon y Ravaude: al cabo de cinco minutos el jabalí estaba en el escarbadero.

Se le habría podido matar en seguida o al menos dispararle, pero la caza habría concluido demasiado pronto; se soltó toda la trahilla contra el animal, que, viendo aquella multitud de pigmeos echarse encima de él, salió corriendo.

Atravesó el camino, Roland siguió la pista, y como el animal se dirigía del lado de la cartuja de Seillon, los tres jinetes enfilaron el sendero que cortaba el bosque en toda su longitud.

El animal se dejó batir hasta las cinco de la tarde, sin decidirse a abandonar un bosque tan abrigado.

Al fin, hacia las cinco, se comprendió por la violencia y la intensidad de los ladridos que el animal se las había con los perros.

Esto pasaba a un centenar de pasos del pabellón dependiente de la Cartuja, en uno de los enclaves más espesos del bosque. Era imposible internarse a caballo hasta allí. Echaron pie a tierra.

Los ladridos de los perros guiaban a los cazadores para no desviarse del camino, salvo cuando las dificultades del terreno impidieran seguir la línea recta.

A veinte pasos del lugar en que pasaba el drama cinegético se encontraban los personajes que componían la acción.

El jabato se había arrimado contra una roca para no ser atacado por detrás; apuntalado en sus dos patas delanteras, presentaba a los perros su cabeza con ojos sangrientos, armada de dos enormes colmillos.

Los perros se agitaban a su alrededor como una alfombra moviente.

Cinco o seis, heridos más o menos gravemente, manchaban de sangre el campo de batalla; pero no por eso dejaban de acometer al jabalí con un encarnizamiento que habría podido servir de ejemplo de valor a los hombres más animosos.

Eduardo, el más imprudente y al mismo tiempo el más pequeño, encontrando menos obstáculos a causa de su estatura, llegó el primero.

Roland, indiferente al peligro, cualquiera que fuese, y buscándolo más que rehuyéndolo, le siguió. Sir John, más lento, más grave, más reflexivo, llegó el tercero.

En el momento en que el jabalí vio a los cazadores, no pareció poner atención alguna en los perros. Sus ojos se fijaron sangrientos en ellos, y el único movimiento que hacía era con sus mandíbulas, que al chocar una con otra hacían un ruido amenazador.

Roland miró un instante este espectáculo, experimentando evidentemente el deseo de arrojarse con su cuchillo a degollar al jabalí, como un carnicero.

Este movimiento fue tan visible que sir John le detuvo por un brazo, mientras Eduardo decía:

—¡Oh, hermano mío! ¡Déjame dispararle!

Roland se contuvo.

—Pues bien, dijo quedando armado solamente con el cuchillo que sacó de la vaina, dispara, ¡atención!

—¡Oh! no tengas cuidado, dijo el niño con los dientes apretados, el rostro pálido, pero resuelto, y levantando el cañón de su carabina a la altura del animal.

—Si yerra o no hace más que herirle, dijo sir John, el animal caerá sobre nosotros antes de que tengamos tiempo de verle.

—Lo sé, milord; pero estoy habituado a esta caza, respondió Roland con la nariz dilatada, la mirada ardiente y los labios entreabiertos. ¡Fuego, Eduardo!

El tiro salió al punto; pero al mismo tiempo, antes quizás, el animal, rápido como el relámpago, se lanzó sobre el niño.

Se oyó un segundo tiro, y luego, en medio del humo, se vieron brillar los ojos sangrientos del animal.

Pero a su paso encontró a Roland, rodilla en tierra y con el cuchillo de caza en la mano. Por un instante un grupo confuso e informe rodó por el suelo; era el hombre enredado al jabalí y el jabalí al hombre.

Después se oyó otro tiro seguido de una carcajada de Roland.

—¡Eh, milord! dijo el joven oficial, eso es pólvora y bala perdida. ¿No veis que el animal está destripado? Desembarazadme sólo de su cuerpo, que pesa mucho y me ahoga.

Pero antes de que sir John se hubiese bajado, con un vigoroso movimiento de hombro Roland hizo rodar el cadáver del animal y se levantó cubierto de sangre, pero sin el menor rasguño.

Eduardo, fuera falta de tiempo o fuera valor, no había retrocedido un paso. Lo cierto es que estaba completamente protegido por el cuerpo de su hermano, que se había puesto delante de él. Sir John se había colocado a un lado para coger atravesado al animal, y miraba a Roland después de este segundo duelo con la misma admiración que después del primero.

Los perros que quedaron, y que compondrían una veintena, se arrojaron sobre el cadáver, tratando inútilmente de morder aquella piel con pelos erizados casi tan impenetrable como el hierro.

—Vais a ver, dijo Roland, enjugando sus manos y su rostro cubiertos de sangre con un pañuelo de fina batista, que van a comerle y vuestro cuchillo también, milord.

—En efecto, dijo sir John, ¿y el cuchillo?

—Está en la vaina, dijo Roland.

—¡Qué! dijo el niño, ¡si no se ve más que el mango!

Y lanzándose sobre el animal, le arrancó el puñal, hundido en efecto hasta el mango al extremo del lomo.

La aguda punta, dirigida por un ojo tranquilo, manejada por una mano recia, había ido directa al corazón.

Se veían en el cuerpo del jabalí otras tres heridas.

La primera, causada por la bala del niño, demasiado débil para romper el hueso frontal, trazaba un surco sangriento por encima del ojo.

La segunda era del primer tiro de sir John; la bala había cogido al animal al sesgo y resbaló por su coraza de piel.

La tercera, recibida a boca de jarro, le atravesó el cuerpo; pero, como había dicho Roland, cuando estaba ya muerto.