Capítulo VI

El castillo de Fuentes Negras

El castillo de Fuentes Negras, adonde acabamos de conducir a dos de los principales personajes de esta historia, estaba situado en uno de los enclaves más cautivadores del valle donde se erige la ciudad de Bourg.

En este paraíso despertó sir John a la mañana siguiente; quizás el lúgubre y taciturno inglés sonreía por primera vez en su vida a la naturaleza, imaginándose en uno de esos hermosos valles de la Tesalia celebrados por Virgilio.

Tres golpes ligeros en la puerta le sacaron de su contemplación: era su huésped Roland que venía a informarse de cómo había pasado la noche.

Lo encontró radiante de alegría, cosa inverosímil.

—¡Oh!, ¡oh, sir John! dijo, permitidme felicitaros; esperaba ver a un hombre triste como esos pobres cartujos que tanto me asustaban en mi infancia, y por el contrario, os encuentro en medio del triste mes de octubre sonriendo como una mañana de mayo.

—Mi querido Roland, respondió sir John, soy casi huérfano; perdí a mi madre al nacer y a mi padre a los doce años; a la edad en que se pone a los niños en el colegio yo era dueño de más de un millón de renta; pero estaba solo en este mundo, sin nadie a quien amar, sin nadie que me amase; los placeres de la vida familiar me son completamente desconocidos. De los doce a los dieciocho años estudié en la universidad de Cambridge; mi carácter taciturno, un poco altanero quizás, me aislaba de mis jóvenes compañeros.

A los dieciocho años viajaba. ¡Viajero armado que recorréis el mundo a la sombra de vuestra bandera, es decir, a la sombra de la patria; que encontráis todos los días las emociones de la lucha y el orgullo de la gloria, no podréis comprender qué cosa tan triste es atravesar ciudades, provincias, estados, reinos, sólo para visitar una iglesia aquí, un castillo allá; abandonar la cama a las cuatro de la mañana a la voz de un guía despiadado para ver salir el sol de lo alto del Fighi o del Etna; pasar como un fantasma en medio de esas sombras vivientes que se llaman hombres; no saber dónde pararse; no tener una tierra donde arraigarse, un brazo en que apoyarse, un corazón en que desahogar el suyo! Pues bien; ayer noche, mi querido Roland, de repente, en un instante, en un segundo, este vacío de mi vida se ha colmado; he vivido con vos; los placeres que busco… os los he visto experimentar; mirando a vuestra madre me he dicho: mi madre debía de ser así; mirando a vuestra hermana me he dicho: si hubiera tenido una, no la habría querido más. Al abrazar a vuestro hermano, me he dicho que también podría tener un hijo de esa edad, y dejar así algo en este mundo detrás de mí; mientras que con el carácter que tengo, moriré como he vivido: triste, indiferente para los demás e importuno para mí mismo. ¡Ah!, ¡sois dichoso, Roland! ¡Tenéis familia, gloria, juventud!

—¡Sin duda, dijo Roland, os olvidáis de mi aneurisma, milord!

Sir John miró al joven con aire de incredulidad. En efecto, Roland parecía gozar de una salud completa.

—Vuestro aneurisma contra mi millón de renta, Roland, dijo lord Tanley con un sentimiento de profunda tristeza, con tal que con vuestro aneurisma me deis a esa madre que llora de alegría, esa hermana que se desmaya al veros, ese niño que se cuelga a vuestro cuello como un joven y hermoso fruto a un árbol joven y hermoso; con tal que también me dieseis este castillo con frescas sombras, ese río con riberas de césped florido, esos horizontes azulados; vuestro aneurisma, Roland, la muerte en tres años, en dos, en uno, en seis meses; pero seis meses de vuestra vida tan satisfecha, tan dulce, tan variada, tan gloriosa.

Roland rió a carcajadas con esa risa nerviosa que le era característica.

—¡Ah! dijo, he aquí un verdadero turista, el viajero superficial, el judío errante de la civilización que sólo ve la superficie de las cosas.

Sir John miró a Roland con esa admiración curiosa que le causaban siempre las salidas misantrópicas de su joven amigo, que, apercibiéndose de ello, cambió completamente de tono.

—Es verdad, dijo, que las gentes de que yo reniego no son las que habitan este castillo.

—¡Oh!, ¡los hombres!… ¡los hombres!… murmuró el inglés.

—¿Visteis lo que pasó en Aviñón? ¿No es cierto que si os lo contara no lo creeríais? Esos señores salteadores de diligencias pecan de delicados; tienen dos caras sin contar su máscara; tan pronto son José Marías, como Amadises y Galaores. Se cuentan historias fabulosas de esos héroes de caminos reales. Mi madre me decía ayer que había uno llamado Laurent (comprenderéis bien, querido, que Laurent es un nombre de guerra que sirve para ocultar el verdadero como la máscara oculta el rostro), había un tal Laurent que reunía todas las cualidades de un héroe de novela, todos los cumplimientos, como decís vosotros los ingleses; era bello hasta lo ideal; formaba parte de una compañía de setenta y dos compañeros de Jehú que acaban de juzgar en Issengeaux; setenta fueron absueltos, él y uno de sus compañeros fueron los únicos condenados a muerte; se libraron los inocentes de la acusación y guardaron a Laurent y un compañero para la guillotina. Pero ¡bah! el señor Laurent tenía una cabeza demasiado hermosa para caer bajo el innoble hierro de un verdugo; los jueces que lo habían juzgado, los curiosos que esperaban verle ejecutar habían olvidado aquella recomendación corporal de la belleza, como dice Montaigne; había una mujer en casa del carcelero de Issengeaux, una hija, hermana o sobrina, que se enamoró del apuesto condenado, y dos horas antes de la ejecución y en el momento en que el señor Laurent creía ver entrar al verdugo y dormía o aparentaba dormir, como se hace siempre en estos casos, vio entrar al ángel salvador. Deciros cómo tomaron sus medidas, no lo sé: pero la verdad es, y recordad siempre, sir John, que es verdad y no fábula lo que os cuento: la verdad es que Laurent se encontró libre con el pesar de no poder salvar a su camarada, que estaba en otro calabozo; un caballo le esperaba en la próxima aldea; la joven, que habría podido retardar o estorbar la fuga debía reunírsele al amanecer; nuestro jinete apreciaba más a su querida que a su compañero: había huido sin él y no quiso huir sin ella. Eran las seis de la mañana, hora justa de la ejecución, y la impaciencia le dominaba. Después de las cuatro había vuelto tres veces hacia la ciudad; pero la última tuvo una idea: ¿si habrían preso a su querida e iría a pagar por él? Se llegó hasta las primeras casas, picó su caballo, entró en la ciudad con el rostro descubierto por enmedio de las gentes, que le llamaban por su nombre, admiradas de verle libre y a caballo cuando esperaban verle agarrotado y en la carreta, atravesó la plaza de la ejecución en que el verdugo acababa de manifestar que uno de sus pacientes había desaparecido, y apercibió a su libertadora que hendía con gran trabajo el gentío, no para ver la ejecución, sino para ir a reunírsele; a su vista, levanta su caballo, brinca hacia ella, derriba a tres o cuatro papamoscas, llega hasta ella, la monta en el arzón de su silla, lanza un grito de alegría y desaparece agitando su sombrero; y el pueblo aplaude, las mujeres encuentran la acción heroica y se enamoran del héroe.

Roland se paró, y viendo que sir John guardaba silencio, le interrogó con la mirada.

—Continuad, respondió el inglés, os escucho; y como estoy seguro de que todo eso me lo contáis para llegar a un punto que os queda por decir, espero.

—Tenéis razón, me conocéis a fondo. ¿Sabéis qué idea me ha perseguido durante toda la noche? Ver de cerca a esos señores de Jehú.

—¡Ah! comprendo; no habéis podido morir a manos de Mr. de Barjols y queréis morir a las de Morgan.

—U otro cualquiera, mi querido sir John, respondió tranquilamente el joven; porque os declaro que nada tengo particularmente contra Mr. Morgan; al contrario, aunque mi primer pensamiento cuando entró en el comedor fue saltarle al cuello y extrangularle…

—Ahora que os conozco, mi querido Roland, me pregunto por qué no habéis puesto en ejecución un proyecto tan bonito.

—No fue culpa mía, os lo juro; mi compañero me contuvo.

Aquel valiente salteador de diligencias hizo su negocio con una calaverada que me gustó: aprecio por instinto a la gente valiente; si no hubiera matado a Mr. de Barjols habría querido ser su amigo. Es verdad que no podía saber cuán valiente era sino matándole. Pero hablemos de otra cosa; ese duelo es un recuerdo amargo. ¿Para qué he subido? Seguramente no era para hablaros de los compañeros de Jehú ni de las proezas de Mr. Laurent… ¡Ah! era para discutir con vos en qué pensáis emplear vuestro tiempo aquí. Haré todo cuanto pueda para divertiros, pero tengo dos inconvenientes en contra: mi país que no es muy divertido y vuestra nación no es muy divertible.

—Os he dicho ya, Roland, replicó lord Tanley, que tenía el castillo de Fuentes Negras por un paraíso.

—Concedo. ¿Os gusta la arqueología? ¿Os gusta la pesca? ¿Os gusta la caza? Consagraremos un día a la arqueología, otro a la pesca y otro a la caza. He aquí tres días; nos faltan ocupaciones para quince o dieciséis.

—Mi querido Roland, dijo sir John, ¿no me diréis nunca qué fiebre os abrasa? ¿Qué pesar os abruma?

—¡Bah! dijo Roland con una carcajada estridente y dolorosa, no he estado nunca tan alegre como hoy; vos sois, milord, el que tenéis spleen.

—Algún día seré realmente vuestro amigo, respondió seriamente sir John; ese día tendré parte en vuestras penas.

—Y la mitad de mi aneurisma… ¿tenéis hambre, milord?

—¿Por qué me hacéis esa pregunta?

—Porque oigo en la escalera los pasos de Eduardo que viene a decirnos que el almuerzo está servido.

En efecto, se abrió la puerta y el niño dijo:

—Hermano Roland, madre y hermana Amelia os esperan a milord y a ti.

Después, agarrando la mano derecha del inglés, le miró atentamente la primera falange del pulgar, el índice y el anular.

—¿Qué miráis, amiguito mío? preguntó sir John.

—Miro si tenéis tinta en los dedos.

—¿Y si la tuviera qué querría decir esa tinta?

—Que habríais escrito a Inglaterra pidiendo mis pistolas y mi sable.

—No, no he escrito, dijo sir John, pero escribiré hoy.

—¿Lo oyes, hermano Roland? Dentro de quince días tendré mis pistolas y mi sable.

Y el niño, muy alegre, presentó sus rosadas y robustas mejillas a sir John, que lo abrazó como un padre.

Después los tres bajaron al comedor, donde les esperaban.