Capítulo V

La familia de Roland

El carruaje que se había parado ante la puerta era el que traía a Roland acompañado de sir John.

Estaban tan lejos de esperarle, como hemos dicho, que las luces de la casa estaban apagadas y las ventanas a oscuras.

El postillón, desde quinientos pasos antes, hizo chasquear estrepitosamente su látigo, pero el ruido era insuficiente para despertar a los castellanos de su primer sueño.

Tan pronto como se detuvo el carruaje, Roland abrió la portezuela, saltó a tierra sin tocar el estribo y tiró de la campanilla.

Esto duró cinco minutos, durante los cuales y después de cada repique, Roland se volvía hacia el carruaje diciendo:

—No os impacientéis, sir John.

Al fin se abrió una ventana, y una voz infantil pero firme, gritó:

—¿Quién llama así?

—¡Ah! ¿Eres tú, Eduardito? dijo Roland; abre pronto.

El niño se echó atrás con un grito de gozo y desapareció. Pero al mismo tiempo se oía su voz gritar por los corredores:

—¡Madre! ¡Despiertate, es Roland! ¡Hermana, despierta, es el hermano mayor!

Después se precipitó en camisón por los escalones, gritando:

—¡No te impacientes, Roland, aquí estoy!

Un instante después se oyó la llave rechinar en la cerradura, y una forma blanca apareció en la escalinata y voló, más bien que corrió, hacia la verja.

El niño saltó al cuello de Roland y permaneció colgado, abrazándole, riendo y llorando a la vez.

—¡Ah! ¡Hermano mío! ¡Ah! ¡Hermano Roland! Qué contentas van a estar ahora madre y Amelia. Todo el mundo lo pasa bien; yo soy el más enfermo. ¡Ah! excepto Miguel el jardinero, que se ha dislocado un pie. ¿Por qué no vienes de militar? ¡Eh! estás feo de paisano. ¿Vienes de Egipto? ¿Me has traído pistolas turcas y un sable corvo? ¡No! pues ya no quiero abrazarte; pero no, no te preocupes; todavía te quiero.

Y el niño cubría al hermano mayor de besos mientras lo anonadaba a preguntas.

El inglés, dentro del carruaje, miraba con la cabeza inclinada por la portezuela y sonreía.

En esto sonó una voz de mujer, una voz de madre:

—¿Dónde está mi Roland, mi muy querido hijo? preguntaba Mme. de Montrevel, imprimiendo en sus palabras una emoción gozosa, tan violenta, que casi parecía dolor. ¿Dónde está? ¿Es verdad que ha vuelto? ¿Es verdad que no está prisionero?, ¿que no ha muerto? ¿Vive?

El niño, a esta voz, se deslizó como una serpiente de los brazos de su hermano, cayó sobre el césped y, como levantado por un resorte, llegó hasta su madre.

—¡Por aquí, madre, por aquí! dijo arrastrando a su madre medio vestida hasta Roland.

A la vista de su madre, Roland no se pudo contener; sintió derretirse aquella especie de hielo que parecía petrificado en su pecho.

—¡Ah! exclamó, era verdaderamente ingrato para con Dios, que me guarda todavía semejantes alegrías.

Y se arrojó sollozante al cuello de Mme. de Montrevel, sin acordarse de sir John, que también sentía derretir su flema anglicana, y enjugaba silenciosamente las lágrimas.

El niño, la madre y Roland formaban un grupo adorable de ternura y emoción.

De repente Eduardito, como hoja que lleva el viento, se separó del grupo gritando:

—¿Y Amelia, dónde está?

Y se lanzó hacia la casa repitiendo:

—¡Hermana Amelia! Despiertate, levántate.

Entonces se oyeron las patadas y los puñetazos del niño contra una puerta.

Luego hubo un gran silencio.

Después se oyó a Eduardito que gritaba:

—¡Socorro, madre! ¡Socorro, Roland! Amelia está indispuesta.

Mme. de Montrevel y su hijo se lanzaron a la casa; sir John, como viajero consumado, tenía lancetas en un estuche, y en su bolsillo un frasco de sales; bajó del carruaje, y obedeciendo a un impulso, se adelantó hasta la escalinata.

Allí se detuvo, considerando que aún no había sido presentado, formalidad poderosa para un inglés.

Al ruido que su hermano hizo en la puerta, Amelia apareció en el descansillo, pero sin duda la conmoción que le había causado la llegada de su hermano era muy fuerte, porque después de haber bajado algunos escalones con paso casi automático lanzó un suspiro, y como una flor que se pliega, cayó o más bien se tendió en la escalera.

Entonces fue cuando el niño gritó.

Pero al grito, Amelia volvió a encontrar, sino la fuerza, al menos la voluntad; se levantó y balbuceando:

—¡Cállate, Eduardo, cállate en nombre del cielo! ¡Estoy aquí!

Y se agarró con una mano al pasamano y con la otra apoyada en el niño continuó bajando los escalones.

En el último encontró a su madre y a su hermano, a quien con un movimiento violento, casi desesperado, echó sus brazos al cuello, gritando:

—¡Hermano mío! ¡Hermano mío!

Roland sintió que la niña se cargaba demasiado en su hombro, y diciendo:

—Está indispuesta, aire, aire. La sacó hasta la escalinata.

Éste era el nuevo grupo, tan diferente del primero, que sir John tenía delante.

Al contacto del aire, Amelia respiró y levantó la cabeza.

En aquel momento la luna se desembarazó de una nube que la velaba, e iluminó en todo su esplendor el rostro de Amelia, tan pálido como bello.

Sir John lanzó un grito de admiración; jamás había visto estatua de mármol tan perfecta, y no pudo reprimir una exclamación.

A este grito, Roland recordó que estaba allí, y Mme. de Montrevel se apercibió de su presencia.

En cuanto al niño, admirado de ver a aquel extranjero, bajó la escalinata y, quedándose sólo en el tercer escalón, para estar a la altura del que interpelaba:

—¿Quién sois, caballero? le preguntó, ¿y qué hacéis aquí?

—Eduardito, dijo sir John, soy un amigo de vuestro hermano y vengo a traeros las pistolas montadas en plata y el damasquino que os ha prometido.

—¿Dónde están? preguntó el niño.

—¡Ah! dijo sir John, están en Inglaterra y es preciso tiempo para traerlas; pero vuestro hermano mayor os dirá que soy hombre de palabra.

—Sí, Eduardo, sí, dijo Roland, si milord te las promete las tendrás.

Después, dirigiéndose a Mme. de Montrevel y a su hermana:

—Excusadme, madre mía; excusadme, Amelia, dijo, o más bien excusaos vosotras mismas como podáis con milord, pues habéis hecho de mí un abominable ingrato.

Y yendo a sir John y tomándole de la mano:

—Madre mía, continuó Roland; milord, desde el día que me vio por primera vez, me hizo un eminente servicio, y espero que desde hoy sea uno de vuestros mejores amigos. Ya va a dar prueba de ello, consintiendo en aburrirse quince días con nosotros.

—Señora, dijo sir John, permitidme por el contrario que no repita las palabras de mi amigo Roland; de ningún modo serán quince días o tres semanas las que quisiera pasar en medio de vuestra familia, sino toda la vida.

Mme. de Montrevel bajó la escalinata, tendiendo a sir John una mano, que éste besó.

—Milord, dijo, esta casa es vuestra; el día en que entráis es día de alegría; el día en que la abandonéis será de tristeza.

Sir John se volvió hacia Amelia, que, confusa por hallarse de aquel modo delante de un extraño, ciñó a su cuello los pliegues del peinador.

—Os hablo en mi nombre y en el de mi hija, demasiado conmovida aún por la vuelta inesperada de su hermano para acogeros convenientemente.

—Madre mía, dijo Amelia en tono febril, olvidamos que estos señores llegan de un largo viaje; que desde Lyon probablemente no han tomado nada, y que si Roland conserva el buen apetito que le conocemos, me permitirá dejaros hacerle a él y a milord los honores de la casa, puesto que yo tengo a mi cargo los quehaceres poco poéticos, pero muy necesarios, del gobierno doméstico.

Y saludando a todos melancólicamente, Amelia entró para despertar a las doncellas y al criado, produciendo en el alma de sir John esa especie de recuerdo hechicero que dejaría en un viajero de las orillas del Rhin la aparición del hada Lorelay sobre su roca con la lira en la mano.

Durante ese tiempo Morgan montaba a caballo, volviendo a tomar a escape el camino de la Cartuja, y, parándose delante de la puerta, sacó un cuadernillo de su bolsillo y escribió en una hoja algunas líneas a lápiz, que enrolló y pasó de uno a otro lado de la cerradura, sin tomarse el trabajo de bajar de su caballo.

Luego, picando con ambas espuelas y encorvándose sobre la crin del noble animal, desaparecía en el bosque rápido y misterioso.

Las cuatro líneas que escribió eran estas:

Luis de Montrevel,

ayudante de campo del general Bonaparte,

ha llegado esta noche al castillo de Fuentes Negras.

¡En guardia, compañeros de Jehú!

Pero al prevenir a sus amigos que se guardaran de Luis de Montrevel, Morgan había trazado una cruz encima de su nombre, lo que indicaba que el joven oficial debía serles sagrado.

Cada compañero de Jehú podía proteger a un amigo sin dar cuenta de las razones que tuviese.