Romeo y Julieta
Apenas estuvo a caballo Morgan, cuando la puerta se abrió como por encanto, y el caballo relinchando y ligero se lanzó afuera.
A la puerta de la Cartuja, Morgan permaneció indeciso sobre si tomaría a la derecha o a la izquierda; se decidió por la derecha, y siguiendo al principio el sendero que conduce de Bourg a Seillon, torció luego nuevamente a la derecha, se metió en un ángulo del bosque que encontró en su camino, reapareció presto al otro lado, ganó el camino real de Pont-d’Ain, lo siguió durante el espacio de media legua poco más o menos y no se detuvo sino en un grupo de casas que llaman hoy la Maison-des-Gardes.
Una de las casas ofrecía a la vista un manojo de acebos, y era uno de esos lugares en que los caminantes reposan de la jornada.
Morgan se detuvo como había hecho a la puerta de la Cartuja, sacó una pistola de su pistolera, y sirviéndose de la culata como de un martillo, llamó.
Al cabo de un rato se oyó el paso del mozo de cuadra y se entornó la puerta.
—Soy yo, Pataut, dijo el joven; no tengas miedo.
—¡Ah! efectivamente, dijo el mozo, ¿sois vos, señor Carlos? ¡Oh! no tengo miedo; pero, como decía el señor cura en tiempo en que había Dios, sabéis que la precaución es madre de la seguridad.
—Sí, Pataut, sí; dijo el joven echando pie a tierra y deslizando una moneda de plata en la mano del mozo de cuadra; pero tranquilízate, Dios volverá y con él el señor cura.
—¡Oh! en cuanto a eso, dijo el buen hombre, bien se ve que no hay ya nadie allá arriba, a juzgar por cómo marcha todo; ¿durará esto mucho tiempo, señor Carlos?
—Mi buen Pataut, te prometo hacer todo lo posible porque no te impacientes, yo tengo tanta prisa como tú, así te ruego que no te acuestes, amigo mío.
—¡Ah, señor! Sabéis bien que cuando venís no suelo dormir; y en cuanto al caballo… ¡Ah! decid, ¿cambiáis todos los días de caballo? La penúltima vez era alazán, la última tordo, y hoy es negro.
—Sí, soy caprichoso por naturaleza. ¿Sabes, Pataut, que dicen que los caminos no son seguros?
—¡Ah, me lo creo! Vivimos en pleno latrocinio, señor Carlos; ¡nada menos que la semana pasada detuvieron y robaron la diligencia de Génova a Bourg!
—¡Bah! dijo Morgan.
—Vivimos en un tiempo en que no se respeta nada.
Y sacudiendo la cabeza como un misántropo disgustado, si no de la vida al menos de los hombres, Pataut condujo el caballo a la cuadra.
En cuanto a Morgan, miró durante algunos segundos a Pataut meterse en las profundidades del patio y en las tinieblas de las cuadras, y luego, rodeando la cerca que ceñía el jardín, bajó hacia una gran espesura de árboles, cuyas altas cimas se dibujaban sombreando una encantadora campiña que llevaba en los alrededores el título pomposo de castillo de Fuentes Negras.
Así que llegó al muro del castillo, el reloj de la aldea de Montagnac dio una hora. Morgan prestó oído al timbre que pasaba vibrando en la atmósfera tranquila y silenciosa de una noche de otoño, y contó once campanadas.
Como se ve, muchas cosas habían pasado en dos horas.
Morgan dio algunos pasos; examinó el muro, como buscando un lugar conocido; luego introdujo la punta de su bota en la juntura de dos piedras, y se lanzó sobre la pared como quien monta a caballo; se agarró con la mano izquierda, y de un salto se encontró montado en el muro y se dejó caer al otro lado rápido como el relámpago.
Como había hecho antes, Morgan se paró y escuchó mientras su ojo sondeaba cuanto era posible las tinieblas.
Todo estaba solitario y silencioso; Morgan se aventuró a continuar su camino.
Decimos se aventuró, porque había en las maneras del joven, después que se aproximó al castillo de Fuentes Negras, una timidez y vacilación tan poco habituales en su carácter que era evidente que tenía temores y que no eran por él solo. Luego ganó la senda del bosque tomando las mismas precauciones.
Llegó a un prado, al extremo del cual se elevaba el castillo, se detuvo e inspeccionó la fachada de la casa.
Una sola ventana, de doce que en los tres pisos adornaban la fachada, estaba iluminada.
Pertenecía al primero y estaba en el ángulo de la casa. Un terrado, cubierto de vides que trepaban a lo largo de la pared y se enrollaban alrededor de los calados de hierro volviendo a caer en festones, se hallaba por debajo de aquella ventana y daba al jardín.
A los dos lados de la ventana había en el mismo terrado árboles con anchas hojas que formaban por encima de la cornisa un lecho de vegetación.
Una celosía, que giraba por medio de cuerdas, separaba solamente el terrado de la ventana.
A través de los intersticios de la celosía, Morgan vio la luz.
El primer movimiento del joven fue atravesar el prado en línea recta; pero sus temores le detuvieron.
Una calle de tilos rodeaba la pared y conducía a la casa. Dio una vuelta y se introdujo en la bóveda de hojas.
Cuando llegó al final de la calle atravesó como un gamo espantado el espacio libre y se encontró junto a la sombra espesa proyectada por la casa.
Dio algunos pasos hacia atrás, fijos los ojos en la ventana, pero sin salir de la sombra.
Cuando llegó al punto que buscaba, dio tres palmadas.
A esta señal una sombra se destacó del fondo de la habitación y vino graciosa, ligera, casi transparente a pegarse a la ventana.
Morgan repitió la señal.
Al punto la ventana se abrió, la celosía se levantó y una encantadora joven, en bata, con unos largos cabellos rubios que cubrían sus hombros, apareció en el cuadro de vegetación.
El joven tendió los brazos a aquella que se los había tendido y dos nombres, o más bien, dos gritos salidos del corazón se cruzaron.
—¡Carlos!
—¡Amelia!
El joven saltó a la pared, se agarró a los troncos de las viñas, a las asperezas de la piedra, a los salientes de las cornisas, y en un segundo se encontró en el terrado.
Lo que los dos bellos jóvenes se dijeron entonces no fue más que un murmullo de amor perdido en un beso interminable.
Pero con un dulce esfuerzo, el joven la arrastró con un brazo al aposento, mientras con el otro soltaba los cordones de la celosía que cayó ruidosa tras de ellos.
Después de la celosía se cerró la ventana.
Luego se extinguió la luz, y la fachada del castillo de Fuentes Negras quedó sumido en la oscuridad.
Un cuarto de hora hacía poco más o menos que continuaba esta oscuridad, cuando se oyó el ruido de un carruaje sobre la vía que conducía del camino real de Pont-d’Ain a la entrada del castillo.
El ruido cesó; era evidente que el carruaje acababa de pararse delante de la verja.