Para qué servía el dinero del Directorio
Todos los monjes se apresuraron a obedecer. Morgan volvió a ponerse la máscara.
—¡Entrad! dijo el superior.
En la puerta reapareció el hermano sirviente. Un emisario del general Jorge Cadoudal, dijo.
—¿Ha respondido a las tres palabras de orden?
—Perfectamente.
—Que entre.
El sirviente volvió a salir y dos segundos después apareció conduciendo a un hombre en traje de aldeano.
Se adelantó sereno hasta el medio del círculo, mirando a todos los monjes y aguardando a que uno rompiese el silencio.
El presidente le dirigió la palabra.
—¿De parte de quién vienes? le preguntó.
—El que me ha enviado, contestó el aldeano, me ha ordenado responder que venía de parte de Jehú.
—¿Eres portador de un mensaje verbal o escrito?
—Debo responder a las preguntas que me hagáis y cambiar un pedazo de papel por dinero.
—Está bien, empecemos por las preguntas: ¿dónde están nuestros hermanos de la Vendée?
—Han depuesto las armas y no esperan sino una palabra vuestra para volverlas a tomar.
—¿Y por qué han depuesto las armas?
—Habían recibido la orden de S. M. Luis XVIII.
—Se ha hablado de una proclama escrita por el mismo rey.
—He aquí la copia.
El aldeano presentó el papel al que le interrogaba.
Lo abrió y leyó:
«La guerra no sirve absolutamente sino para hacer la dignidad real odiosa y amenazante. Los monarcas que recobran el trono por su concurso sangriento no pueden jamás ser amados: es preciso pues abandonarla y confiarse a la opinión que vuelve a los principios salvadores. Dios y el rey serán bien pronto el grito de reconciliación de los franceses; es necesario reunir los elementos esparcidos del realismo, abandonar la Vendée militante a su desgraciada suerte y marchar por una vía más pacífica. Los realistas del Oeste han cumplido y deben apoyarse en los de París que han preparado todo para una restauración próxima».
El presidente levantó la cabeza, y buscando a Morgan con una mirada que su capuchón no pudo velar enteramente, le dijo:
—Y bien, hermano, tu deseo de hace un instante está cumplido y los realistas de la Vendée y el Mediodía tendrán el premio del sacrificio.
Después, bajando su mirada a la proclama de la que quedaban dos líneas por leer, continuó:
»Los judíos crucificaron a su rey, y desde entonces andan errantes por el mundo; los franceses han guillotinado al suyo, y serán dispersados por la tierra.
»Fechado en Blankenbourg a 25 de agosto de 1799, día de nuestra fiesta y el sexto de nuestro reinado.
Firmado. LUIS».
Los jóvenes se miraron.
—Quos vult perdere Júpiter demental, dijo Morgan.
—Sí, replicó el presidente, pero cuando aquellos que Júpiter quiere perder defienden un principio, es preciso sostenerlo, no solamente contra Júpiter sino contra ellos mismos. Ajax, entre rayos y relámpagos, se subía a una roca y dirigiendo al cielo su puño cerrado, decía: «Escaparé a pesar de los dioses». Y escapó.
Después, volviéndose hacia el enviado de Cadoudal:
—¿Y a esta proclama qué ha respondido el que te envía?
—Poco más o menos lo que acabáis de responder vos mismo. Me dijo que viniera a informarme si estáis decididos, a pesar del mismo rey.
—Pardiez, dijo Morgan.
—Estamos decididos, dijo el presidente.
—En ese caso, respondió el aldeano, todo va bien. He aquí los nombres de los nuevos jefes y sus nombres de guerra; el general os recomienda que os sirváis todo lo posible en vuestras correspondencias de los de guerra, con el mismo cuidado que el guarda cuando habla de vosotros.
—¿Tenéis la lista? preguntó el presidente.
—No; si me detuvieran podrían cogérmela. Escribid; voy a dictároslos.
El presidente se sentó en la mesa, tomó una pluma y escribió lo que dictaba el aldeano.
«Jorge Cadoudal, Jehú o la Cabeza-Redonda, José Cadoudal, Judas-Macabeo; Lahaye Saint-Hilaire, David; Burban-Malabry, Arrostra la muerte; Poulpiquez, Real-carnicería; Bonfils, Rompebarreras; Dampherné, Piquevers; Duchaile, la Corona; Duparcs, el Terrible; la Roche, Mitridates; Puysage, Juan el Rubio.»
—Así pues, dijo el aldeano, en cuanto nuestro general tenga vuestra respuesta volverá a tomar las armas.
—¿Y si nuestra respuesta fuese negativa? preguntó una voz.
—Tanto peor para vosotros, respondió el aldeano; en todo caso, la insurrección estaba fijada para el 20 de octubre.
—Pues bien, dijo el presidente, el general tendrá, gracias a nosotros, con qué pagar su primer mes de sueldo. ¿Dónde está vuestro recibo?
—Aquí está, dijo el aldeano, sacando un papel que decía:
«Recibido de nuestros hermanos del Mediodía y del Este, para emplear en bien de la causa, la suma de…
JORGE CADOUDAL,
general en jefe del ejército realista de Bretaña».
La suma, como se ve, estaba en blanco.
—¿Sabéis escribir? preguntó el presidente.
—Bastante para llenar las tres o cuatro palabras que faltan.
—Pues bien, escribid: cien mil francos.
El bretón escribió, y entregando el papel al presidente:
—Ahí va el recibo, dijo, ¿dónde está el dinero?
—Bajaos y recoged el saco que está a vuestros pies; contiene sesenta mil francos.
Después, dirigiéndose a uno de los monjes:
—¿Montbar, dónde están los otros cuarenta mil? preguntó.
El monje interpelado fue a abrir un armario y sacó un saco de cuarenta mil francos.
—Ahora, amigo mío, dijo el presidente, comed y descansad; mañana partiréis.
—Me esperan, dijo el aldeano; comeré y dormiré en mi caballo. ¡Adiós, señores, el cielo os guarde!
Y se adelantó hacia la puerta por donde había entrado, para salir.
—Esperad, dijo Morgan.
El mensajero de Jorge se detuvo.
—Noticia por noticia, dijo Morgan, decid al general Cadoudal que el general Bonaparte ha dejado el ejército de Egipto, desembarcó anteayer en Frejus y estará dentro de tres días en París.
—¡Imposible! exclamaron los monjes con una sola voz.
—Nada es más cierto, señores; lo sé por nuestro amigo Lepretre, que lo ha visto remudar una hora antes que yo en Lyon y lo ha reconocido.
—¿Qué viene a hacer a Francia? preguntaron dos o tres voces.
—¡Por vida mía! dijo Morgan, lo sabremos pronto.
—No perdáis un instante en anunciar esta nueva a nuestros hermanos del Oeste, dijo el presidente: antes os retenía, ahora soy yo quien os dice, id.
El aldeano saludó y salió; el presidente esperó que la puerta se cerrase.
—Señores, dijo, la noticia que acaba de anunciarnos el hermano Morgan es tan grave que propondré una medida especial.
—¿Cuál? preguntaron los compañeros de Jehú a un tiempo.
—Que uno de nosotros, designado a suertes, parta a París con la suma necesaria, y nos tenga al corriente de todo lo que allí ocurra.
—Aprobado; respondieron.
—En ese caso, replicó el presidente, escriba cada uno su nombre en un pedazo de papel, y metámoslos en un sombrero.
Los jóvenes, con un movimiento unánime, se acercaron a la mesa, escribieron sus nombres en cuadraditos de papel que arrollaron y pusieron en un sombrero.
El más joven fue llamado para ser el editor responsable de la casualidad.
Sacó uno de los rollitos de papel y lo presentó al presidente, que lo desplegó, diciendo: «Morgan».
—¿Mis instrucciones? preguntó el joven.
—Acordaos, respondió el presidente con una solemnidad a la que las bóvedas de aquel claustro prestaban una grandeza suprema, que os llamáis barón de Sainte-Hermine, que vuestro padre fue guillotinado en la plaza de la Revolución y vuestro hermano muerto en el ejército de Condé. Nobleza obliga, he ahí vuestras instrucciones.
—¿Y qué más? preguntó el joven.
—Nada más, dijo el presidente, nos entregamos a vuestro realismo y a vuestra lealtad.
—Entonces, parto ahora mismo; tengo una visita indispensable que hacer antes de mi salida.
—Vé, dijo el presidente abriendo sus brazos a Morgan, te abrazo en nombre de todos los hermanos. A cualquier otro le diría: «Sé valiente, perseverante, activo»; a ti te diré: «Sé prudente».
El joven recibió el abrazo fraternal, saludó con una sonrisa a los demás amigos, cambió un apretón de manos con dos o tres de entre ellos, se envolvió en su capa, se caló el sombrero y salió.