La Cartuja de Seillon
La Cartuja de Seillon (la veintidós de la orden), se fundó en 1178.
En 1672 un edificio moderno sustituyó al antiguo, y de esta última construcción se ven todavía los vestigios.
Estos vestigios son: en el exterior la fachada que hemos dicho, adornada con tres estatuas, y delante de la cual hemos visto pararse al misterioso jinete. En el interior una capillita, que tiene la entrada a la derecha por la puerta principal.
Un labrador, su mujer y dos hijos la habitan hoy, y del antiguo monasterio han hecho una granja.
Esto se comprende fácilmente: la república, con su 21 de enero, su 31 de mayo, su 30 de octubre, su 9 termidor, su 1.° prairial y su 18 fructidor, tenía otras ocupaciones más perentorias que la de revocar de nuevo las paredes, mantener a un pastor y cuidar un bosque.
Resultó que a los siete años la Cartuja estaba completamente abandonada, y cuando por casualidad una mirada curiosa penetraba por el agujero de la cerradura, se veía la yerba brotar en los patios, los jaramagos en los vergeles y las malezas en el bosque, que, atravesado en otra época por un camino y dos o tres senderos solamente, estaba, en apariencia al menos, impracticable.
Una especie de pabellón llamado la Correría, dependiente de la Cartuja y distante del monasterio como medio cuarto de legua, verdeaba en el bosque, que, aprovechando la libertad que le habían dejado para brotar a su antojo, lo envolvió por todos lados con follajes, y acabó por quitarlo de la vista.
Por otra parte, los rumores más extraños corrían acerca de esos dos edificios; se les suponía frecuentados por huéspedes invisibles durante el día, y espantosos en la noche. Los leñadores o aldeanos que de vez en cuando iban aun a ejercer en el bosque de la república el derecho de usufructo que la ciudad de Bourg gozaba desde el tiempo de los cartujos, decían que por las hendiduras de las cerradas ventanas se habían visto correr llamas en los corredores y en las escaleras, y oído distintamente ruidos de cadenas, arrastradas por las losas de los claustros y los patios. Los hombres ilustrados negaban; pero en oposición a los incrédulos, dos clases de gentes lo afirmaban, y según sus opiniones y creencias daban dos causas diferentes a esos ruidos horribles y a esas luces nocturnas. Los patriotas pretendían que eran las almas de los pobres monjes que la tiranía de los claustros había sepultado vivos en los in pace, que bajaban del cielo pidiendo venganza contra sus perseguidores y arrastraban después de su muerte los hierros que les habían encadenado durante la vida. Los realistas decían que era el diablo en persona que, encontrando un convento vacío y no teniendo que temer el hisopo de los dignos frailes, venía tranquilamente a pasar el tiempo donde en otro tiempo no habría osado mostrar las uñas de su garra; pero había un hecho que dejaba todas las cosas en suspenso: ni uno solo de aquellos que negaban o afirmaban, ya tomasen partido por las almas de los monjes mártires o por el sábado de Belcebú, había tenido valor para aventurarse en las tinieblas y llegar en las horas solemnes de la noche a asegurarse de la verdad, a fin de poder decir al día siguiente si la Cartuja estaba solitaria o habitada, y en este último caso, qué especie de huéspedes iban allí.
Mas sin duda todos esos rumores, fundados o no, no tenían influencia alguna en el misterioso jinete, porque, según hemos dicho, aunque habían dado las nueve en Bourg y en consecuencia era noche cerrada, paró su caballo a la puerta del monasterio abandonado, y sin echar pie a tierra, sacando una pistola de sus pistoleras, dio con el pomo en la puerta tres golpes pausados a la manera de los francmasones.
Después escuchó.
Un instante dudó que hubiese reunión en la Cartuja, pues a pesar de lo fijamente que miró y de la atención con que prestó oído, no vio luz ni oyó ruido alguno.
Sin embargo, le pareció que un paso lento se aproximaba por la parte interior de la puerta.
Llamó por segunda vez con la misma arma y de la misma manera.
—¿Quién llama? preguntó una voz.
—Quien viene de parte de Eliseo; respondió el viajero.
—¿Cuál es el rey al cual los hijos de Isaac deben obedecer?
—Jehú.
—¿Cuál es la casa que deben exterminar?
—La de Achab.
—¿Sois profeta o discípulo?
—Profeta.
—Entonces, sed bien venido a la casa del Señor, dijo la voz.
Al punto las barras de hierro que aseguraban la maciza clausura giraron sobre sí mismas, los cerrojos rechinaron, uno de los pasadores de la puerta se abrió silenciosamente y caballo y jinete se metieron bajo la sombría bóveda, que se volvió a cerrar tras ellos.
El que abrió aquella puerta, tan pesada en abrirse, tan pronta en cerrarse, estaba vestido con el largo hábito blanco de los cartujos, cuyo capuchón, cayendo sobre su rostro, velaba enteramente sus facciones.
Sin duda, como el primer afiliado que encontró en el camino de Sué el que acababa de darse el título de profeta, el monje que abrió la puerta no ocupaba sino un rango secundario en la cofradía, pues agarrando la brida del caballo lo contuvo mientras el jinete echaba pie a tierra, haciendo al joven el mismo servicio que le habría hecho su palafrenero.
Morgan bajó, desató la maleta, sacó las pistolas de sus pistoleras, las pasó a su cinto, junto a las que ya tenía, y dirigiéndose al monje con tono de mando:
—Esperaba encontrar a los hermanos reunidos en consejo.
—Están reunidos, respondió el monje.
—¿Dónde?
—En la Correría; se han visto desde hace algunos días caras sospechosas alrededor de la Cartuja, y hemos recibido órdenes superiores de tomar las mayores precauciones.
El joven movió los hombros en señal de que encontraba esas precauciones inútiles, y dijo:
—Llevad ese caballo a la cuadra, y acompañadme.
El monje llamó a otro hermano, en cuyas manos puso la brida del caballo, tomó una antorcha, la encendió en una lámpara que ardía en la capillita y marchó delante del recién llegado.
Atravesó el claustro, dio algunos pasos en el jardín, abrió una puerta que conducía a una especie de cisterna, hizo entrar a Morgan, volvió a cerrarla tan cuidadosamente como había cerrado la de la calle, empujó con el pie una piedra que parecía encontrarse allí por casualidad, descubrió una argolla y levantó una losa que cerraba la entrada de un subterráneo, al cual se bajaba por una larga escalera.
Esta escalera conducía a un pasilllo redondeado en forma de bóveda, lo suficientemente ancho como para dar paso a dos hombres que se encontrasen de frente.
Marcharon así durante cinco o seis minutos, después de los cuales se encontraron ante una reja. El monje sacó una llave de debajo del hábito y abrió.
Cuando ambos hubieron pasado la reja y ésta quedó cerrada:
—¿Con qué nombre os anuncio? preguntó el monje.
—Con el del hermano Morgan.
—Esperad aquí; en cinco minutos estaré de vuelta.
El joven hizo con la cabeza un signo que indicaba su familiaridad con todas esas desconfianzas y precauciones.
Después se sentó en una tumba.
Estaba en las bóvedas mortuorias del convento, y esperó. En efecto, no habían pasado cinco minutos cuando el monje reapareció.
—Seguidme, dijo; los hermanos se regocijan con vuestra presencia; temían que os hubiera sucedido alguna desgracia.
Algunos segundos más tarde, el hermano Morgan era introducido en la sala del consejo.
Doce monjes le esperaban con los capuchones sobre los ojos; pero desde que la puerta se cerró detrás de él y el hermano sirviente desapareció, al mismo tiempo que Morgan se quitaba la máscara, todos los capuchones se bajaron y los monjes dejaron ver sus rostros.
Jamás ninguna comunidad tuvo una reunión semejante de apuestos y alegres jóvenes; de aquellos extraños monjes sólo dos o tres tendrían los cuarenta años.
Todas las manos se extendieron hacia Morgan y dieron dos o tres abrazos al recién llegado.
—¡Ah!, ¡a fe mía! dijo uno de los que le habían abrazado más tiernamente, nos ensanchas el corazón; te creíamos muerto o por lo menos prisionero.
—Muerto lo concedo, Amiet, pero prisionero, no, ciudadano… como se dice todavía, pero como no se dirá bien pronto, según espero. Es preciso confesar también que las cosas han pasado por una y otra parte con una amenidad notable; desde que nos apercibió el conductor, gritó al postillón que parase; creo que también añadió:
—Ya sé lo que es esto.
—Entonces, le dije, si sabéis lo que es, mi querido amigo, las explicaciones no serán largas.
—¿El dinero del gobierno? preguntó.
—Justamente, contesté. Y como se armase un gran zafarrancho en el carruaje: «Esperad, amigo mío, añadí; ante todo bajad y decid a esos señores, y en particular a las señoras, que somos buena gente, que no se les molestará y que no miraremos sino a las que asomen la cabeza por la portezuela». Una se aventuró, y a fe mía que era encantadora. Le mandé un beso; lanzó un grito y se refugió en el coche como Galatea; pero como allí no había sauces no la perseguí. Durante ese tiempo el conductor escudriñaba su caja a toda prisa y se apresuró tanto, que con el dinero del gobierno me entregó doscientos luises que pertenecían a un pobre negociante de vino de Burdeos.
—¡Diablo! dijo el hermano a quien el narrador había dado el nombre de Amiet, que probablemente, como el de Morgan, no era sino un nombre de guerra; es un incidente molesto. Tú sabes que el Directorio tiene imaginación; organiza compañías de fulleros, que operan en nuestro nombre y pretenden hacer creer que nosotros queremos la bolsa y la vida de los particulares, es decir, que somos ladrones.
—Escuchad, replicó Morgan, eso es justamente lo que me ha retrasado; había oído decir algo parecido en Lyon, de suerte que estaba ya a medio camino de Valence cuando advertí del error por un rótulo que había en el saco, como si el buen hombre hubiese previsto el caso, Juan Picot, negociante de vino en Frousac, cerca de Burdeos.
—¿Y le has enviado su dinero?
—He hecho más: se lo llevé.
—¿A Frousac?
—No, a Aviñón. Yo suponía que un hombre tan solícito se detendría en la primera ciudad importante para informarse sobre sus doscientos luises. No me engañé; pregunto en la fonda si conocen al ciudadano Juan Picot; me responden que no solamente le conocen, sino que en aquel momento comía en la mesa redonda. Entro. ¿Adivináis de qué hablaban? De la detención de la diligencia. ¡Imaginaos el efecto de la aparición! El dios antiguo que descendía ex machina no produjo un resultado más inesperado. Pregunto cuál de los convidados se llama Juan Picot; el que lleva ese nombre distinguido y armonioso se presenta. Dejo delante de él los doscientos luises, dándole mis excusas en nombre de la sociedad, por la inquietud que le han causado los compañeros de Jehú. Intercambio un signo de amistad con Barjols, un saludo político con el abate de Rians, que estaba allí; hago mi reverencia a los demás y salgo. Esto me ha ocupado unas quince horas y de ahí el retraso, pero pensé que más valía retrasarse y no dejar en nuestras huellas una opinión equivocada sobre nosotros. ¿He hecho bien, amigos míos?
La sociedad estalló en bravos.
—Encuentro bastante imprudente, dijo uno de los asistentes, haber querido entregar el dinero vos mismo a Juan Picot.
—Mi querido coronel, respondió el joven, hay un proverbio de origen italiano que dice: «El que quiere va, el que no quiere envía». Yo quería y fui.
—Sí, y ese hombre para daros gracias, si tenéis un día la mala suerte de caer en manos del Directorio, se apresurará a reconoceros, reconocimiento que tendrá por resultado cortaros el pescuezo.
—¡Oh! Le desafío a que me reconozca.
—¿Quién lo impedirá?
—Mi querido coronel, ¿creéis que hago mis calaveradas con la cara descubierta? En verdad, me tomáis por un cualquiera. Quitarme la máscara, está bien entre mis amigos, pero con los extraños es otra cosa. ¿No estamos en un completo carnaval? No veo por qué razón no me había de disfrazar de Abellino o Karl Moor, cuando M. M. Gahier, Sieyes, Roger Ducos, Moulinsy Barras se disfrazan de reyes de Francia.
—¿Y habéis entrado enmascarado en la ciudad?
—En la ciudad, en la fonda y en el comedor. Aunque, a decir verdad, si el rostro estaba cubierto, la cintura no, y como veis se hallaba bien guarnecida.
El joven, con un movimiento, separó su capa y mostró la cintura, en la cual tenía suspendidas cuatro pistolas y un cuchillo corto de caza.
Y con aquella alegría que parecía uno de los rasgos dominantes de aquella indolente organización, repuso:
—Debía tener un aspecto feroz, ¿no? Me tomarían por Mandrín descendiendo de las montañas de Saboya. A propósito, aquí están los sesenta mil francos de su alteza el Directorio.
El joven empujó desdeñosamente con el pie la maleta que había depositado en tierra y cuyas entrañas revueltas daban aquel sonido metálico que delata la presencia del oro.
Luego se fue a confundir entre el grupo de sus amigos, del cual había estado separado por esa distancia que naturalmente existe entre el narrador y los oyentes.
Uno de los monjes se bajó y recogió la maleta.
—Despreciad el oro cuanto queráis, mi querido Morgan, puesto que eso no os impide recolectarlo; pero sé de gente valiente que espera los sesenta mil francos que empujáis desdeñosamente con el pie con tanta impaciencia y ansiedad como la caravana extraviada del desierto espera la gota de agua que le impida morir de sed.
—Nuestros amigos de la Vendée, ¿no? respondió Morgan; gran beneficio les hace a los egoístas. Esos señores han escogido las rosas y nos dejan las espinas.
—¿Pero no reciben nada de Inglaterra?
—Sí, dijo alegremente uno de los monjes; en Quiberon han recibido balas y metralla.
—No digo de los ingleses, replicó Morgan, digo de Inglaterra.
—Ni un sueldo.
—Me parece, sin embargo, dijo uno de los asistentes que parecía poseer una cabeza algo más reflexiva que sus compañeros, me parece que nuestros príncipes deberían enviar un poco de oro a los que se baten derramando su sangre por la causa de la monarquía. ¿No temen que la Vendée se canse un día u otro de una abnegación que hasta hoy no les ha valido, que yo sepa, ni un voto de gracias?
—La Vendée, querido amigo, replicó Morgan, es una tierra generosa y no se cansará, estad tranquilo; por otra parte, ¿cuál sería el mérito de la fidelidad si no tuviese que luchar contra la ingratitud? Desde el momento en que el sacrificio halla reconocimiento, deja de serlo; es un cambio, puesto que se ve recompensado; seamos fieles siempre; seamos adictos cuanto podamos, señores, y roguemos al cielo que haga ingratos aquellos a quienes nos consagramos, y creedme: tendremos una página gloriosa en la historia de nuestras guerras civiles.
Apenas acabó Morgan de formular este axioma caballeresco y de expresar un anhelo que tenía probabilidad de cumplirse, cuando tres golpes masónicos resonaron en la puerta principal.
—Señores, dijo el monje que parecía hacer el papel de presidente, pronto, los capuchones y las caretas; no sabemos qué será.