Morgan
Es preciso que nuestros lectores nos permitan abandonar un momento a Roland y a sir John —quienes, gracias a la disposición física y moral en que los hemos dejado, no deben inspirarles inquietud alguna—, para ocuparnos seriamente de un personaje que apenas acaba de aparecer en esta historia, y que sin embargo debe desempeñar en ella un gran papel.
Queremos hablar del hombre que entró armado y enmascarado en el comedor de la fonda de Aviñón para traer a Juan Picot el talego de doscientos luises que le habían robado por error, por hallarse confundido con el dinero del gobierno.
Hemos visto que el audaz bandido, que se dio a sí mismo el nombre de Morgan, llegó a Aviñón enmascarado, a caballo y en pleno día.
Para entrar en la fonda Palacio-Igualdad había dejado su caballo a la puerta, y como si gozase en la ciudad pontifical y realista del mismo derecho que su dueño, lo volvió a encontrar sujeto por la brida: lo desató, saltó encima, salió por la puerta de Oulle, rodeó las murallas a galope largo y desapareció en el camino de Lyon.
A un cuarto de legua de Aviñón se envolvió bien en su capa para ocultar a los pasajeros sus armas y, quitándose la máscara, la introdujo en una de sus pistoleras.
Entonces, si aquellos que dejó en Aviñón tan preocupados con lo que sería aquel terrible Morgan, terror del Mediodía, se hubieran hallado en el camino de Aviñón a Bedarrides, habrían podido comprobar, por sus propios ojos, si el aspecto del bandido era tan terrible como su fama.
No vacilamos en decir que cualquiera que hubiera tropezado con él lo habría encontrado en tan poca armonía con la idea que se habían formado antes, que su admiración habría sido mayúscula.
En efecto, retirada la máscara por una mano blanca y delicada, dejó al descubierto el rostro de un joven de veinticuatro a veinticinco años escasos; rostro que por la regularidad de las facciones y la dulzura de la fisonomía, habría podido confundirse con el de una mujer.
Un solo detalle daba a aquella fisonomía, o más bien debía darle en ciertos momentos, un carácter de firmeza extraordinario, y eran, bajo hermosos cabellos rubios que caían sobre la frente y sienes, como se llevaban en aquella época, unas pestañas, cejas y ojos negros como el ébano.
El resto de la cara, como hemos dicho, era casi femenino.
Se componía de orejas pequeñas, de las que no se apercibía sino la punta bajo aquel mechón de cabellos, y al que los increíbles de la época dieron el nombre de orejas de perro; de una nariz recta y de perfecta proporción; de una boca algo grande y sonrosada, siempre risueña y que al reír dejaba ver una doble hilera de dientes admirables; de una barbilla fina y delicada, ligeramente teñida de azul, indicando en aquel matiz que si no fuera tan reciente, estaría protestando contra el color dorado de la cabellera, al igual que las pestañas, los ojos y las cejas.
En cuanto a la estatura del desconocido, había llamado la atención desde el momento en que entró en el comedor de la fonda. Era elevada, muy apuesta, atlética y demostraba, sino una gran fuerza muscular, al menos una gran flexibilidad y ligereza.
En cuanto al modo de montar, indicaba la seguridad de un jinete consumado.
Con la capa echada a la espalda, la máscara oculta en las pistoleras, el sombrero calado hasta los ojos, volvió a tomar el paso rápido un momento abandonado; atravesó Bedarrides al galope, y llegó a las primeras casas de Orange, entrando por una gran puerta que se volvió a cerrar inmediatamente.
Le esperaba un criado, que sostuvo el freno del caballo.
El jinete se apeó inmediatamente.
—¿Está tu amo? preguntó al criado.
—No, señor barón, respondió; esta noche se ha visto obligado a partir y dijo que si el señor venía y preguntaba por él, se le contestase que viajaba por asuntos de la compañía.
—Bien, Bautista, le vuelvo a traer su caballo en buen estado, aunque un poco fatigado; sería preciso lavarlo con vino, y también le darás durante dos o tres días cebada en lugar de avena; ha caminado unas cuarenta leguas desde ayer por la mañana.
—¿Ha quedado contento el señor barón?
—Muy contento; ¿la silla está lista?
—Sí, señor barón, enganchada en la calle; el postillón bebe con Julián: el señor encargó que se le echara fuera de casa para que no os viese venir.
—¿Cree que es a tu amo a quien conduce?
—Sí, señor barón; he aquí el pasaporte de mi amo, con el cual se han tomado los caballos de posta; como el amo ha ido por la parte de Burdeos con el del señor barón, y como el señor barón va por el lado de Génova con el de mi amo, es probable que el ovillo se enrede lo bastante para que la señora policía, por sutiles que sean sus dedos, no lo desenrede fácilmente.
—Desata la maleta que está en la grupa del caballo, Bautista, y dámela.
Bautista obedeció, pero la maleta estuvo a punto de escapársele de las manos.
—¡Ah! dijo riendo; el señor barón no me había prevenido. Diablo, el señor barón no ha perdido su tiempo a lo que parece.
—Te engañas, Bautista, si no lo he perdido todo, al menos he perdido mucho, por lo que quisiera volver a salir lo más pronto posible.
—¿El señor barón no almuerza?
—Tomaré un bocado, pero muy rápidamente.
—El señor no se retrasará mucho; son las dos de la tarde y el almuerzo espera desde las diez de la mañana; afortunadamente son platos fríos.
Bautista se puso a hacer, en ausencia de su amo, los honores de la casa al forastero, enseñándole el camino del comedor.
—Es inútil, dijo éste, conozco el camino; ocúpate del carruaje; que esté bajo el estribo y la portezuela abierta para el momento en que salga, a fin de que el postillón no me pueda ver. Toma, para pagarle su primera posta.
Y el forastero, designado con el título de barón, entregó a Bautista un puñado de asignados.
—¡Ah, señor! dijo éste, aquí hay con qué pagarle el viaje hasta Lyon.
—Conténtate con pagarlo hasta Valence, bajo el pretexto de que quiero dormir; lo demás será por el trabajo que vas a tomarte haciendo las cuentas.
—¿Debo poner la maleta en el cofre?
—Yo mismo la pondré.
Y tomando la maleta de manos del criado, sin dar a conocer que pesaba en su mano, se encaminó hacia el comedor mientras Bautista lo hacía hacia la taberna vecina, poniendo en orden sus asignados.
Como había dicho el forastero, el camino le era familiar, porque se metió en un corredor, abrió sin vacilar una puerta, después otra, y se encontró enfrente de una mesa elegantemente servida.
Un ave, dos perdices, un jamón, quesos de diferentes clases, postres compuestos de hermosas frutas y dos garrafas, conteniendo la una vino de color rubí, y la otra de color topacio, constituían un almuerzo que, aunque evidentemente servido para una sola persona, puesto que había un solo cubierto, podía en caso de necesidad satisfacer a tres o cuatro.
El primer cuidado del joven, al entrar en el comedor, fue ir derecho a un espejo, quitarse el sombrero y arreglarse el cabello con un peinecillo que sacó del bolsillo; después se adelantó hacia una cofaina de porcelana colocada bajo un surtidor, tomó una toalla, que parecía preparada al efecto, y se lavó la cara y las manos.
Hasta que esos cuidados, que indicaban una elegancia acostumbrada, no se concluyeron minuciosamente, el forastero no se sentó a la mesa.
Unos pocos minutos le bastaron para satisfacer un apetito al que la fatiga y la juventud daban grandes proporciones, y cuando Bautista reapareció para anunciar al convidado solitario que la silla estaba lista, le encontró dispuesto y en pie.
El forastero se caló el sombrero hasta los ojos, se envolvió en su capa, puso su maleta bajo el brazo, y como Bautista había tenido el cuidado de aproximar el estribo lo más posible a la puerta, se lanzó al interior de la silla de posta sin ser visto por el postillón.
Bautista cerró la portezuela tras él; después, dirigiéndose al hombre de gruesas botas:
—¿Todo está pagado hasta Valence, no es eso: posta y agujetas? preguntó.
—Todo; ¿queréis un recibo? respondió el postillón con chocarrería.
—No, pero Mr. el marqués de Ribier, mi amo, desea que no le incomoden hasta Valence.
—Está bien, respondió el postillón con el mismo acento burlón, no se le incomodará al ciudadano marqués. Vamos, ¡jé!…
Y aguijó a sus caballos, haciendo resonar el látigo con aquella elocuencia ruidosa que dice a la vez a los vecinos y a los pasajeros:
—¡Eh, cuidado! ¡Eh! o tanto peor para vosotros; llevo a un hombre que paga bien y tiene el derecho de aplastar a los demás.
En el coche el fingido marqués de Ribier abrió los cristales, bajó las cortinas, levantó la banqueta, puso su maleta en el cofre, se sentó encima, se envolvió en la capa y, seguro de no ser despertado sino en Valence, se durmió como había almorzado, es decir, con todo el apetito de la juventud.
El trayecto de Orange a Valence se hizo en ocho horas; un poco antes de entrar en la ciudad nuestro viajero se despertó; y levantando una cortina con precaución, reconoció que atravesaba la villa de la Paillase; era de noche, sacó su reloj que tenía las once.
Juzgó inútil volver a dormirse; hizo la cuenta de las postas hasta Lyon y preparó su dinero.
En el momento en que el postillón de Valence se acercaba al compañero que iba a reemplazarle, oyó a éste decir al otro:
—Parece lo que no es; pero desde Orange está recomendado, y visto que paga veinte sueldos por agujeta, es preciso llevarlo como un patriota.
—Está bien, respondió el valentino; se le llevará.
El viajero consideró que era el momento de intervenir y levantó su cortina.
—Tú no me haces sino justicia, dijo; ¡un patriota!, ¡pardiez! me alabo de serlo, y de primer calibre. Ten la prueba, he ahí para beber a la salud de la república.
Y dio un asignado de cien francos al postillón que le había recomendado a su camarada.
Mas como el otro miraba con ávidos ojos el pedazo de papel:
—Toma otro igual para ti, dijo, si quieres hacer a los otros la misma recomendación que acabas de recibir.
—¡Oh! estad tranquilo, ciudadano, dijo el postillón, no habrá más que una consigna de aquí a Lyon: ¡a escape!
—Tenéis adelantado el precio de dieciséis postas, comprendida la de doble entrada; pago veinte sueldos de agujetas; arreglad eso entre vosotros.
El postillón montó a caballo y partió al galope.
La silla paró en Lyon a las cuatro de la tarde.
Mientras remudaba, un hombre con traje de mozo de cordel, que estaba sentado en un guardacantón, se levantó, se acercó al coche y dijo muy bajo al compañero de Jehú algunas palabras que parecieron sumirle en el más profundo asombro.
—¿Estás bien seguro? preguntó al mozo.
—¡Cuando te digo que lo he visto con mis propios ojos! respondió éste.
—¿Puedo anunciar la noticia como cierta a nuestros amigos?
—Puedes, y date prisa.
—¿Están prevenidos en Servas?
—Sí, encontrarás un caballo listo entre Servas y Sué.
El postillón se acercó; el joven cambió su última mirada con el mozo, que se alejó cual si estuviera encargado de llevar una carta urgente.
—¿Qué camino, ciudadano? preguntó el postillón.
—El camino de Bourg; es preciso que esté en Servas a las nueve de la noche; pago treinta sueldos de agujetas.
—Catorce leguas en cinco horas, es difícil; pero en fin, se puede hacer.
—¿Se hará?
—Se procurará.
Y el postillón echó sus caballos al escape.
A las nueve entraba en Servas.
—Un escudo de seis libras si no mudas y me conduces a medio camino de Sué, gritó por la portezuela el joven al postillón.
—Está bien, respondió éste, y el carruaje pasó sin detenerse delante de la posta.
A medio cuarto de legua de Servas, Morgan hizo parar la silla, asomó la cabeza por la portezuela, juntó las manos e imitó el maullido del gato.
La imitación fue tan exacta que de los bosques vecinos le respondió otro gato.
—Aquí es, dijo Morgan.
El postillón paró los caballos.
—Si es aquí, dijo, es inútil ir más lejos.
El joven tomó la maleta, abrió la portezuela, bajó, y acercándose al postillón:
—Aquí tienes el prometido escudo de seis libras.
El postillón lo tomó y se lo puso en la órbita del ojo, sosteniéndolo allí como un elegante de nuestros días sostiene su lente. Morgan adivinó que esta pantomima tenía un significado.
—Y bien, preguntó, ¿qué quiere decir eso?
—Quiere decir, dijo el postillón, que estoy arreglado, veo con un ojo.
—Comprendo, replicó el joven riendo; ¿y si tapo el otro ojo?
—¡Caramba!, ¡qué más quisiera yo!
—¡Este tunante prefiere estar ciego que tuerto! En fin, sobre gustos no hay disputa, ten.
Y le dio un segundo escudo.
El postillón se lo puso en el otro ojo, volvió el carruaje y tomó el camino de Servas.
El compañero de Jehú esperó a que se perdiese en la oscuridad, y aproximando a su boca una llave horadada, emitió un sonido prolongado y tililante como el de un silbato de contramaestre.
Otro semejante le respondió, y al mismo tiempo se vio a un jinete salir del bosque y acercarse al galope.
A la vista del jinete, Morgan se cubrió el rostro de nuevo con su máscara.
El hombre vino derecho a él.
—¿En nombre de quién venís? preguntó el jinete, cuyo rostro no se podía ver, oculto bajo las alas de un enorme sombrero.
—En nombre del profeta Eliseo, respondió el joven enmascarado.
—Entonces sois vos a quien espero, y bajó del caballo.
—¿Eres profeta o discípulo? preguntó Morgan.
—Soy discípulo, respondió el recién llegado.
—¿Y tu amo a dónde está?
—Lo encontraréis en la cartuja de Seillon.
—¿Sabes el número de los compañeros que están reunidos allí esta noche?
—Diez.
—Está bien, si encuentras a algún otro envíalo a la cita.
El que se dio el título de discípulo se inclinó en señal de obediencia, ayudó a Morgan a atar la maleta sobre la grupa de su caballo, y lo sostuvo respetuosamente por el freno mientras éste montaba.
Sin esperar a que el otro pie hubiese alcanzado el estribo, Morgan espoleó a su caballo, arrancando el freno de manos del criado, y partió al galope.
A la derecha del camino se veía extenderse el bosque de Seillon como un mar de tinieblas, al cual el viento de la noche hacía ondular y gemir entre sus vagas sombras.
A un cuarto de legua de Sué, el jinete lanzó su caballo a escape tendido y fue al encuentro de la selva que parecía venir al suyo.
El caballo, guiado por una mano experimentada, se metió sin vacilar.
Al cabo de diez minutos reapareció por el otro lado.
A cien pasos de la selva se elevaba una masa sombría, aislada en medio del llano.
Era un edificio de maciza arquitectura, sombreado por cinco o seis árboles seculares.
El jinete se paró delante de una gran puerta, encima de la cual estaban colocadas triangularmente tres estatuas.
La de la Virgen, la de Nuestro Señor Jesucristo y la de San Juan Bautista.
La de la Virgen marcaba el punto más alto del triángulo.
El viajero misterioso había llegado al fin de su viaje, es decir, a la Cartuja de Seillon.