Capítulo IV

La casita de la calle de la Victoria

Entremos ahora que son las cuatro de la tarde en la casita de la calle de la Victoria.

Sigamos la larga y estrecha calle de tilos que conduce desde la puerta de la calle a la de la casa; y subamos los veinte escalones que conducen a un gabinete cubierto de papel verde, amueblado con cortinas, sillas, sillones y canapés del mismo color, lleno de papeles, de bufetes, de libros y de cartas geográficas como la biblioteca de un sabio. Sentado un joven junto a una mesa descifra una nota escrita tan mal que parece un jeroglífico, cuando la puerta se abre y entra otro joven oficial en traje de ayudante de campo.

El secretario levantó la cabeza y una viva expresión de alegría se reflejó en su rostro.

—¡Oh! mi querido Roland, dijo, ¿sois vos, al fin? Me complace veros por dos razones: la primera porque me aburría no viéndoos por aquí; la segunda porque el general os espera con impaciencia. Pero ante todo abrazadme.

El secretario y el ayudante de campo se abrazaron.

—Veamos, mi querido Bourrienne, ponedme al corriente del país, para que no parezca que acabo de llegar de Monomotapa.

—¿Luego volvéis por vos mismo o sois llamado?

—Llamado.

—¿Por quién?

—Por el general.

—¿Despacho particular?

—De su mano, vedlo.

El joven sacó de su bolsillo un papel que contenía dos líneas sin firmar, de la misma escritura de las notas. Aquellas dos líneas decían:

«Ven a París, que el 16 brumario te necesito».

—Sí, dijo Bourrienne, creo que será para el 18.

—¿Para el 18?

—¡Ah! me preguntáis más de lo que sé, Roland. El hombre, como sabéis, no es comunicativo. Qué pasará el 18 brumario aún no lo sé; pero os aseguro que pasará algo.

—¡Oh!, ¿lo sospecháis?

—Creo que quiere declararse director de la república, o quizás presidente.

—¡Ah!

—En todo caso, hasta el presente no ha dejado traslucir más que eso: sabéis, querido amigo, que con nuestro general, cuando uno quiere saber, es preciso adivinar…

—A fe mía, Bourrienne, soy demasiado perezoso para tomarme ese trabajo; yo soy un verdadero jenízaro; lo que él haga estará bien hecho. ¿Para qué diablos me tomaría el trabajo de tener opiniones, debatirlas o defenderlas? Ya es bastante fastidio vivir.

Y el joven apoyó esta frase con un prolongado bostezo; luego añadió:

—¿Creéis que habrá cuchilladas, Bourrienne?

—Es probable.

—Pues bien, habrá posibilidad de hacerse matar; es cuanto me hace falta. ¿Dónde está el general?

—En la habitación de Mme. Bonaparte; ha bajado hace un cuarto de hora. ¿Le habéis avisado de vuestra llegada?

—No, necesitaba veros antes. Pero oíd, son sus pasos, aquí está.

En ese mismo momento la puerta se abrió bruscamente y el personaje histórico que hemos visto representar de incógnito en Aviñón un papel misterioso, apareció en el dintel de la puerta con el uniforme de general en jefe del ejército de Egipto.

Roland le encontró con los ojos más hundidos y la tez más aplomada todavía que de costumbre.

Sin embargo, al ver al joven, su mirada sombría, o más bien meditabunda, lanzó un rayo de alegría.

—¡Ah! ¿Eres tú, Roland? dijo; fiel como el acero, te llamo y vienes. Sé bienvenido.

Y tendió la mano al joven.

—¿Qué haces en la habitación de Bourrienne? le dijo.

—Os espero, general.

—Y mientras esperas, charláis como dos viejas.

—Os lo confieso, general, le enseñaba mi orden para estar aquí el 16 brumario.

El general echó a Bourrienne una mirada de descontento; después, volviéndose bruscamente a Roland:

—A propósito, le dijo; ¿y el inglés?

—Justamente, mi general, iba a hablaros de él.

—¿Está todavía en Francia?

—Sí, y yo creí que permanecería hasta el día en que la trompeta del juicio final tocase a diana en el valle de Josafat.

—¿Has matado a ése también?

—¡Oh! no, mi general, somos los mejores amigos del mundo; y como es un hombre tan excelente y tan original al mismo tiempo, os pediría un poco de benevolencia para él.

—¿Qué le ha sucedido?

—Ha sido juzgado, condenado y ejecutado.

—¿Qué diablos me cuentas?

—La verdad, mi general.

—¡Cómo! ¿Ha sido juzgado, condenado y guillotinado?

—¡Oh! no: juzgado y condenado, sí; guillotinado, no; si hubiera sido guillotinado estaría aun más enfermo de lo que está.

—Vamos, ¿por qué tribunal ha sido juzgado y condenado?

—Por el tribunal de los compañeros de Jehú.

—¿Que significa eso?

—¿Habéis olvidado ya a nuestro amigo Morgan, el enmascarado que trajo al negociante de vinos sus doscientos luises?

—No, dijo Bonaparte, no lo he olvidado. Veamos; vuelve a tu inglés, ¿ese Morgan lo ha asesinado?

—Él no, sino sus compañeros.

—Pero tú hablas de tribunal.

—Mi general, sois siempre el mismo, dijo Roland con aquel resto de familiaridad aprendida en la escuela militar; queréis saber y no dais tiempo para hablar.

—Acaba.

—Imaginaos, general, que hay cerca de Bourg una cartuja.

—¿La Cartuja de Seillon? La conozco.

—¡Cómo!, ¿conocéis la Cartuja de Seillon? preguntó Roland.

—Es que el general lo conoce todo, dijo Bourrienne.

—Acaba con tu cartuja; ¿hay todavía cartujos?

—No; no hay más que fantasmas.

—¿Es una historia de ánimas en pena lo que vas a contarme?

—Y de las más hermosas.

—¡Diablo!

—Pues bien, vinieron a decirnos a casa de mi madre que aparecían fantasmas en la Cartuja; comprenderéis que quisiéramos salir de dudas sir John y yo, o más bien yo y sir John, pasamos, pues, allí una noche cada uno.

—¿Dónde?

—En la Cartuja.

Bonaparte hizo con el pulgar una imperceptible señal de cruz, costumbre corsa que nunca perdió.

—¡Ah! dijo, ¿y viste fantasmas?

—Yo uno.

—¿Y qué hiciste?

—Le disparé.

—¿Y entonces?

—Entonces continuó su camino.

—¿Y te diste por satisfecho?

—¡Ah! veo que me conocéis mal. Le perseguí y le volví a disparar; pero como conocía mejor su camino que yo, a través de las ruinas se me escapó.

—¡Diablo!

—Al día siguiente le tocaba el turno a sir John.

—¿Y vio a tu aparecido?

—Vio mucho más que eso; vio a doce monjes que entraron en la iglesia, que lo juzgaron por haber querido descubrir sus secretos, le condenaron a muerte, y ¡por vida mía! le dieron de puñaladas.

—¿Y no se defendió?

—Como un león. Mató a dos.

—¿Y él ha muerto?

—No está muy bueno, pero espero sin embargo que escape. Imaginaos, general, que lo trajeron a casa de mi madre con un puñal clavado en medio del pecho, como un espárrago en una viña. Y en la hoja del puñal, para que no hubiera dudas, había grabado: Compañeros de Jehú.

—Parece mentira que pasen en Francia cosas semejantes durante el último año del siglo XVIII. Eso está bien en Alemania, en la edad media.

—¿Mentira decís, general? Pues bien, he aquí el puñal; ¿qué decís de la forma? Es de lo más apropiada ¿no?

Y el joven sacó de su pecho un puñal hecho todo de acero, tanto la hoja como la guarnición.

La guarnición, o más bien la empuñadura, tenía la forma de una cruz, y sobre la hoja estaban en efecto grabadas estas tres palabras: Compañeros de Jehú.

Bonaparte examinó el arma con cuidado.

—¿Y dices que le clavaron a tu inglés este juguete en el pecho?

—Hasta el mango.

—¡Y no ha muerto!

—No va muy bien; pero en fin, vive.

—¿Has oído, Bourrienne?

—Con el mayor interés.

—Será preciso que hablemos otra vez de esto, Roland.

—¿Cuándo, general?

—¿Cuándo? Cuando yo sea el amo aquí.