El juicio
Roland, que no había conseguido dormirse sino hacia las dos de la mañana, al siguiente día se despertó a las siete.
Al despertarse revisó sus recuerdos; se acordó de lo que había pasado la víspera y se admiró de que a su vuelta sir John no le hubiera despertado. Se vistió deprisa y fue, a riesgo de despertarlo en medio de su primer sueño, a llamar a la puerta de su habitación. Pero sir John no respondía. Roland llamó más fuerte. Era en balde. Esta vez alguna inquietud se mezclaba a la curiosidad de Roland.
La llave estaba por fuera; el joven oficial abrió la puerta y echó por la habitación una mirada rápida.
Sir John no estaba en ella, sir John no había entrado. La cama estaba intacta. ¿Qué había sucedido, entonces?
No había tiempo que perder, y con la rapidez de resolución que conocemos en Roland, se adivina que no perdió un instante.
Se metió en su habitación, acabó de vestirse, colocó un cuchillo de caza en el cinturón, y con su escopeta al hombro salió.
Nadie había despertado todavía salvo la doncella.
Roland la encontró en la escalera.
—Diréis a Mme. de Montrevel, dijo, que he salido a dar una vuelta al bosque de Seillon; que no se inquiete si milord y yo no volvemos precisamente a la hora del almuerzo.
Diez minutos después estaba cerca de la ventana, donde la víspera, a las once de la noche, había dejado a lord Tanley.
Escuchó: no se oía ningún ruido en el interior; en el exterior, solamente el oído de un cazador podría reconocer esos rumores matinales que hace la caza en el bosque.
Al saltar, una mirada le bastó para asegurarse de que no sólo el coro, sino la nave entera de la capilla estaba vacía.
¿Los fantasmas habían hecho seguir al inglés el camino opuesto al que había seguido? Era posible.
Pasó rápidamente por detrás del altar y ganó la reja de las bóvedas; la reja estaba abierta.
Entró en el monasterio subterráneo, y como la oscuridad le impedía ver en sus profundidades, llamó a sir John tres veces consecutivas; nadie le respondió.
Ganó la otra reja que daba al subterráneo; estaba abierta como la primera. Se introdujo en el paso abovedado; más como allí fuese imposible servirse de su escopeta en medio de las tinieblas, cogió el cuchillo de caza.
Andando a tientas, se metió más adentro sin encontrar a nadie; pero a medida que avanzaba, la oscuridad redoblaba, lo que significaba que la losa de la cisterna estaba cerrada.
Llegó así al primer escalón de la escalera, subió hasta que tocó la losa con su cabeza, hizo un esfuerzo y giró. Entonces, alumbrado ya por la luz del día, se internó en la cisterna.
La puerta que daba al huerto estaba abierta; salió por ella y atravesó la parte del huerto que se encontraba entre la cisterna y el corredor, al otro extremo de donde había hecho fuego sobre el fantasma.
El corredor y el refectorio estaban vacíos.
Como había hecho en el subterráneo, Roland llamó tres veces a sir John.
El eco asombrado, que parecía haber olvidado los sonidos de la palabra humana, le respondió balbuceando. No era probable que sir John hubiese venido por aquel lado. Tuvo, pues, que volver al punto de partida.
En el coro de la capilla escapó un grito de su pecho. Un gran lago de sangre se extendía a sus pies.
Al otro lado, a cuatro pasos de la que enrojecía el mármol, había otra mancha no menos grande, no menos roja, no menos fresca.
Una estaba a la derecha, otra a la izquierda de aquella especie de pedestal destinado, como hemos dicho, a sostener el águila del facistol, donde el inglés había dicho que establecería su domicilio.
Roland se aproximó al pedestal, estaba chorreando. Allí era donde evidentemente había pasado el drama, que debió de ser terrible.
Roland, con su doble instinto de cazador y soldado, calculó la sangre que derrama un hombre muerto y un herido. Aquella noche debió haber allí tres muertos o heridos.
Las dos manchas del coro, la de la derecha y la de la izquierda, eran probablemente de los dos antagonistas de sir John; la del pedestal era la suya. Atacado por derecha e izquierda había hecho fuego con ambas manos, matando o hiriendo a un hombre con cada tiro. De ahí las dos manchas.
Atacado a su vez, había sido herido cerca del pedestal, que había salpicado con su sangre.
Al cabo de cinco minutos de examen, Roland estaba tan seguro de lo que acabamos de decir como si hubiera visto la lucha con sus propios ojos. Pero ¿qué se había hecho de los dos cadáveres y del de sir John?
Un rastro de sangre partía del pedestal hasta la puerta. Por allí habían sacado el del inglés.
Roland sacudió la puerta, que no estaba cerrada sino con el pestillo, y se abrió; al otro lado del umbral, volvió a hallar huellas de sangre.
Después, a través de las malezas, reconoció el camino que habían seguido los que lo llevaban.
Las ramas quebradas, las yerbas pisadas le condujeron hasta la orilla del bosque que daba al camino real.
Allí, vivo o muerto, el cuerpo parecía haber sido colocado a lo largo de la escarpa del barranco.
Un hombre, que venía del lado del castillo, le dijo haber visto a dos aldeanos que conducían un cuerpo en unas angarillas.
—¡Ah! exclamó Roland, ¿y ese cuerpo era el de un hombre vivo o muerto?
—Estaba pálido, sin movimiento.
—¿Le corría la sangre?
—He visto gotas en el camino.
Entonces, sacando un luis, dijo al campesino:
—Toma, corre a casa del doctor Milliet, en Bourg; dile que monte a caballo y venga a escape al castillo de Fuentes Negras.
Y mientras el aldeano, estimulado por la recompensa recibida, apresuraba su carrera hacia Bourg, Roland apresuraba la suya hacia el castillo.
Entre tanto, como nuestros lectores tendrán probablemente tanta curiosidad como Roland, vamos a ponerlos al corriente de los acontecimientos de la noche.
Sir John, como vimos, entró a las once menos algunos minutos en el pabellón de la Cartuja. De la sacristía pasó al coro. El coro parecía solitario. Una luna brillante, pero que sin embargo desaparecía de tiempo en tiempo, velada por nubes, filtraba su rayo blanquecino por entre las ojivas y los vidrios de color medio rotos.
Sir John llegó hasta el centro del coro, se paró delante del pedestal y se mantuvo allí de pie.
Los minutos corrieron, pero esta vez no fue el reloj de la Cartuja el que dio la medida del tiempo; fue la iglesia de Péronnas, es decir, de la aldea más próxima a la capilla.
Éste era el momento que aguardaba con impaciencia sir John, porque era el de los acontecimientos, si llegaban.
A la última campanada, le pareció oír pasos subterráneos y ver aparecer una luz por el lado de la reja que comunicaba con las tumbas.
Toda su atención se fijó en ese lado.
Un fraile salió del pasadizo con el capuchón caído sobre los ojos y una antorcha en la mano. Llevaba el hábito de los Cartujos.
Otro le siguió, y luego otro más, hasta doce.
Delante del altar se separaron.
Había doce asientos en el coro; seis a la derecha de sir John y seis a su izquierda.
Los doce frailes se sentaron en ellos silenciosamente.
Cada uno plantó su antorcha en un agujero, practicado al efecto en los poyos de encina, y aguardó.
Un trigésimo apareció y se situó delante del altar.
Ninguno de aquellos frailes tenía el aspecto fantástico de los fantasmas o de las sombras; todos pertenecían evidentemente a este mundo; todos eran hombres vivos.
Sir John de pie, con una pistola en cada mano, apoyado en el pedestal situado exactamente en medio del coro, miraba con la mayor flema aquella maniobra que tendía a envolverlo.
Como él, todos estaban de pie y mudos.
El fraile del altar rompió el silencio.
—Hermanos, preguntó, ¿por qué los vengadores se han reunido?
—Para juzgar a un profano, respondieron los frailes.
—Ese profano, replicó el interpelante ¿qué crimen ha cometido?
—Ha intentado descubrir los secretos de los compañeros de Jehú.
—¿Qué pena merece?
—La muerte.
El fraile del altar dejó, por decirlo así, a la sentencia que acababan de dar el tiempo de penetrar hasta el corazón del que la oía.
Después, volviéndose hacia el inglés, siempre tranquilo, como si hubiese asistido a una comedia:
—Sir John Tanley, le dijo, sois extranjero, sois inglés; ésta era una doble razón para dejar tranquilamente a los compañeros de Jehú debatir sus asuntos con el gobierno, al cual han jurado derrotar. No habéis tenido prudencia, habéis cedido a una vana curiosidad; en lugar de apartaros, habéis entrado en la cueva del león, y el león os desgarrará.
Luego, pasado un momento de silencio, durante el cual pareció esperar la respuesta del inglés, viendo que éste permanecía mudo:
—Sir John Tanley, añadió, estáis condenado a muerte; preparaos para morir.
—¡Ah!, ¡ah! dijo sir John, veo que he caído entre una banda de ladrones. Si es así, puedo pagar un rescate.
Y volviéndose hacia el del altar:
—¿En cuánto lo fijáis, capitán?
Un murmullo de amenazas acogió estas insolentes palabras.
El fraile del altar extendió la mano.
—Os engañáis, sir John, no somos ladrones, y la prueba es que si tenéis sumas considerables o alhajas preciosas encima, sus instrucciones, dinero y alhajas serán entregadas a su familia o a la persona que designe.
—¿Y qué fiador tendré de que mi última voluntad será cumplida?
—Mi palabra.
—¿La palabra de un jefe de asesinos? No creo en ella.
—Ahora, como antes, se engaña, sir John; soy tan jefe de asesinos como capitán de ladrones.
—¿Quién sois entonces?
—Soy el elegido de la venganza celeste; soy el enviado de Jehú, rey de Israel, que ha sido consagrado por el profeta Eliseo para exterminar la casa de Achab.
—Si sois lo que decís, ¿por qué os cubrís el rostro, por qué os revestís de corazas bajo vuestros hábitos? Los elegidos hieren a descubierto y arriesgan la vida dando la muerte. Bajaos vuestros capuchones, mostradme vuestros pechos desnudos, y os reconoceré por lo que pretendéis ser.
—Hermanos, ¿habéis oído? dijo el del altar.
Y despojándose de su hábito, abrió de un solo tirón su vestido, su chaleco y hasta su camisa.
Cada fraile hizo otro tanto. Todos eran jóvenes apuestos; el de mayor parecía tener unos treinta y cinco años.
Su ropa indicaba la elegancia más perfecta; sin embargo, cosa rara, ni uno solo estaba armado.
Eran verdaderamente jueces y no otra cosa.
—¿Estáis satisfecho, sir John Tanley? dijo el del altar. Vais a morir; pero al morir, como habéis solicitado, podréis reconocer y matar.
El inglés permanecía silencioso.
—Sir John, tenéis cinco minutos para encomendar el alma a Dios.
Sir John, en lugar de aprovecharse de la autorización acordada y de pensar en su salvación, levantó tranquilamente sus pistolas y miró si el cebo estaba en buen estado; movió las llaves para asegurarse de la bondad de sus resortes, y pasó la baqueta por los cañones.
Después, sin esperar los cinco minutos que le habían concedido:
—Señores, dijo, estoy dispuesto; ¿lo están ustedes?
Los jóvenes se miraron, y a una señal de su jefe marcharon derechos a sir John, rodeándole por todos lados.
El del altar quedó solo, inmóvil en su sitio, dominando con la vista la escena que iba a pasar.
Sir John no tenía más que dos pistolas, por consiguiente sólo podía matar a dos hombres.
Escogió a sus víctimas e hizo fuego.
Dos compañeros de Jehú rodaron sobre las losas.
Los demás, como si nada hubiera pasado, avanzaron extendiendo la mano sobre él.
Sir John había cogido sus pistolas por el cañón y se servía de ellas como de dos martillos.
Era fuerte y la lucha fue larga.
Durante casi diez minutos, un grupo confuso se agitó en medio del coro; al fin cesó aquel movimiento desordenado, y los compañeros de Jehú se separaron a derecha y a izquierda, volviendo a ganar sus asientos y dejando a sir John amarrado con los cordones de sus hábitos sobre el pedestal, en medio del coro.
—¿Habéis encomendado vuestra alma a Dios? le preguntó el del altar.
—Sí, asesino, respondió sir John; podéis actuar.
El fraile cogió de encima del altar un puñal, se adelantó con el brazo levantado hacia sir John, y suspendiendo el puñal sobre su pecho:
—Sir John Tanley, le dijo, sois valiente, debéis ser leal; ¿juráis que ni una palabra de lo que acabáis de ver saldrá de vuestra boca? Jurad que nunca reconoceréis a ninguno de nosotros y os perdonamos la vida.
—Cuando salga de aquí, respondió sir John, será para denunciaros; tan pronto como esté libre, será para perseguiros.
—¿Juráis? repitió por segunda vez el fraile.
—No, dijo sir John.
—¿Juráis? repitió por tercera vez el monje.
—¡Jamás! repitió a su vez sir John.
—Pues bien, ¡morid, puesto que lo habéis querido!
Y hundió su puñal hasta la guarnición en el pecho de sir John, el cual, fuera fuerza de voluntad o que hubiera muerto en el acto, no lanzó ni un suspiro. Después, con una voz llena y sonora, con la voz de un hombre que tiene la conciencia de haber cumplido con su deber:
—¡La justicia está hecha! dijo.
Entonces, volviendo a subir al altar y dejando el puñal en la herida:
—Hermanos, dijo, sabéis que estáis invitados a la calle del Bac, número 35, al baile de las víctimas, que tendrá lugar el 21 de enero próximo, en memoria de la muerte del rey Luis XVI.
Y entró el primero en el subterráneo, adonde le siguieron los diez frailes que habían quedado vivos, llevando cada uno una antorcha. Para alumbrar a los tres cadáveres quedaron dos. Un instante después, a la luz de aquellas dos antorchas, cuatro hermanos sirvientes entraron a recoger los cadáveres.