Las diversiones de provincia
Dos personas esperaban la vuelta de Roland; la una con angustia, la otra con impaciencia. Aquellas dos personas eran Amelia y sir John. Ni la una ni la otra habían dormido un segundo.
Amelia no manifestó su angustia sino por el ruido de su puerta, que se cerraba a medida que Roland subía la escalera. Éste oyó aquel ruido y no tuvo valor para pasar a dos dedos de su hermana sin consolarla.
—Tranquilízate, Amelia, soy yo, le dijo.
No podía figurarse que su hermana temiese por otro más que por él.
Amelia se lanzó fuera de su habitación, en bata de noche. La palidez de su rostro y el círculo de sus ojeras indicaban que no había cerrado los ojos en toda la noche.
—¿No te ha sucedido nada, Roland? exclamó estrechando a su hermano en sus brazos y examinándole con inquietud.
—Nada.
—¿Ni a ti ni a nadie?
—Ni a mí ni a nadie.
—¿Y no has visto nada?
—Yo no diría eso, dijo Roland.
—¿Qué has visto, Dios mío?
—Te lo contaré más tarde; entre tanto has de saber que no ha habido ni muertos ni heridos.
—¡Ah! respiro.
—Ahora sí tengo un consejo que darte, hermanita; métete en tu cama y duerme si puedes hasta la hora de almorzar. Yo voy a hacer otro tanto, y te aseguro que no habrá que mecerme para que me duerma.
Roland abrazó tiernamente a su hermana, y tarareando con indiferencia una canción de caza, subió la escalera del segundo piso.
Sir John, que le esperaba en el corredor, se fue derecho al joven.
—¿Y bien? le preguntó.
—No he hecho gran negocio.
—¿Habéis visto fantasmas?
—He visto alguna cosa al menos que se le parecía mucho.
—¿Vais a contármelo?
—Sí, comprendo que no dormiríais o dormiríais mal; he aquí en dos palabras la cosa, tal como ha pasado.
Y Roland le hizo un relato exacto y detallado de la aventura.
—Bien, dijo sir John cuando Roland hubo acabado, espero que habréis dejado algo para mí.
—Temo, dijo Roland, haberos dejado lo más duro.
Mas como sir John insistía en saber todos los detalles:
—Escuchad, dijo Roland; después de almorzar iremos a hacer una visita a la Cartuja, sin que esto os impida hacerla de noche; al contrario, os servirá para estudiar el terreno. Pero no digáis nada a nadie.
Después de almorzar bajaron juntos al jardín como para dar un paseo por las orillas del río; luego se dirigieron a la izquierda, ganaron el camino real, atravesaron el bosque y se encontraron al pie del muro de la Cartuja, en el mismo sitio por donde Roland lo había escalado.
—Milord, dijo Roland, he aquí el camino.
—Pues bien, dijo sir John; tomémoslo.
Y lentamente, pero con una admirable fuerza de puños que indicaba que era un hombre atlético, el inglés se agarró al cobertizo del muro, se sentó en él y se dejó caer al otro lado.
Roland le siguió con la presteza propia de quien que no lo hace por primera vez.
El abandono y la soledad eran aun más visibles de día que de noche.
La yerba de los senderos les llegaba hasta las rodillas; los espaldares estaban invadidos por viñas tan espesas que la uva no podía madurar bajo la sombra de las hojas; y en muchos sitios las paredes estaban deterioradas.
Dos o tres veces, al movimiento de la yerba agitada delante de ellos, reconocieron que la culebra, esa huésped rastrera de la soledad, había establecido allí su domicilio.
Roland condujo a su amigo directamente a la puerta que daba del huerto al claustro, y dirigió la vista al cuadrante del reloj. El reloj que andaba de noche estaba parado de día.
Del claustro pasó al refectorio; allí el día le presentó, bajo su verdadero aspecto, los objetos que la oscuridad había revestido con formas fantásticas.
Roland enseñó a sir John el escabel volcado, la mesa arañada por las pistolas y la puerta por la cual había entrado el fantasma.
Llegado al lugar donde había hecho fuego, encontró los tacos, pero buscó inútilmente la bala.
Por la disposición del corredor, huyendo oblicuamente, era imposible, si la bala no había dejado huellas en la pared, que no hubiera alcanzado al fantasma.
Y sin embargo, si el fantasma había sido herido y tenía un cuerpo sólido, ¿cómo había quedado de pie? ¿Cómo no había allí ni huellas de sangre ni de bala? Lord Tanley no estaba lejos de creer que su amigo había tenido que habérselas con un verdadero espectro.
—Han vuelto, dijo Roland, y han recogido la bala.
—Pero si habéis disparado a un hombre, ¿cómo no ha entrado la bala?
—¡Oh! es muy sencillo; el hombre tendría una cota de malla bajo el sudario.
—Es posible.
Sin embargo, sir John movió la cabeza en señal de duda; prefería creer en un suceso sobrenatural, que le habría molestado menos.
El oficial y él, continuando su investigación, llegaron al fin del corredor y se encontraron en el otro extremo del huerto.
Allí fue donde Roland volvió a ver a su espectro, un instante desaparecido, bajo la bóveda sombría.
Fue derecho a la cisterna, como si aún siguiera al fantasma; pero allí encontró la oscuridad de la noche más intensa por la ausencia de todo reflejo exterior.
Entonces sacó de debajo de su capa dos antorchas de un pie de largo, tomó un eslabón y encendió la luz con yesca y una pajuela. Se trataba de descubrir el paso por donde el fantasma había desaparecido.
Roland y sir John acercaron las antorchas al suelo; la cisterna estaba embaldosada perfectamente.
Roland buscó su segunda bala con tanta insistencia como había buscado la primera. Una piedra se hallaba bajo sus pies; la levantó y advirtió una argolla incrustada en una de las losas.
Al momento pasó la mano por la argolla y tiró de ella.
La losa giró con una facilidad que indicaba que sufría a menudo la misma presión, y al girar descubrió la entrada del subterráneo.
—¡Ah! dijo Roland, esta es la cueva de mi espectro.
Y bajó por la abertura, siguiéndole sir John por el mismo trayecto que había hecho Morgan cuando vino a dar cuenta de su expedición. Al final del pasillo subterráneo encontraron la reja que daba a las bóvedas funerarias.
Roland sacudió la reja; no estaba cerrada y cedió.
Atravesaron el cementerio subterráneo y alcanzaron la otra reja, que, como la primera, estaba abierta.
Roland, que siempre iba delante, subió algunos escalones y se encontró en el coro de la capilla donde había pasado la escena que hemos referido entre Morgan y los compañeros de Jehú. Pero los asientos estaban vacíos, y el coro solitario.
Fuese el fantasma verdadero o falso, sir John admitía ya que allí era adonde había debido de ir a parar.
Reflexionó un instante, y luego dijo:
—Puesto que mi turno de vigilancia es esta noche, puesto que tengo el derecho de elegir el sitio, velaré aquí.
Y señaló una especie de mesa en medio del coro, formada por el pie que sostenía antiguamente el facistol.
—Desde luego, dijo Roland con la misma indiferencia que si se tratase de sí mismo, no estaréis mal ahí; pero como esta noche podéis encontrar la piedra y las rejas cerradas, vamos a buscar una salida.
Al cabo de cinco minutos la encontraron. La puerta de la sacristía del coro tenía una ventana que daba paso al bosque.
Saltaron por la ventana y se encontraron en lo más espeso del bosque, a veinte pasos del lugar donde había muerto el jabalí.
—Aquí lo tenemos, dijo Roland; sólo, mi querido lord, que como vos no encontraríais de noche esta espesura, os acompañaré hasta aquí.
—Sí, pero aquí os retiraréis, dijo el inglés; recuerdo lo que me habéis dicho respecto a la susceptibilidad de los fantasmas.
—Me retiraré, respondió Roland.
Ya habían visto todo lo que tenían que ver; por consiguiente volvieron al castillo.
Nadie, ni aun Amelia, pareció sospechar nada.
El día pasó sin preguntas ni inquietudes aparentes; por otra parte, a la vuelta de los dos amigos, era ya bastante tarde.
Se sentaron a la mesa, y con gran alegría de Eduardo, se proyectó una nueva cacería, la cual ocupó toda la conversación durante la comida.
A las diez, como de costumbre, cada uno entró en su habitación, menos Roland, que estaba en la de sir John.
A las diez y media salieron ambos con las mismas precauciones que Roland había tomado para sí.
A las once menos cinco minutos estaban al pie de la ruinosa ventana, a la cual unas piedras caídas de la bóveda podían servir de escalón.
Allí debían, según el convenio, separarse.
Sir John se lo recordó a Roland.
—Sí, dijo el joven; me atengo a mi palabra, pero voy a haceros una recomendación.
—¿Cuál?
—No he vuelto a encontrar las balas porque las han recogido; y lo han hecho, sin duda, para que no viese la impresión que habían causado.
—Y en vuestra opinión ¿qué impresión causarían?
—La que puede causar en las escamas de una cota de malla; mi fantasma era un hombre armado con coraza.
—Tanto mejor, dijo sir John, me gusta mucho ese fantasma.
Luego, tras un momento de silencio, en que un suspiro del inglés expresó el pesar profundo de verse obligado a renunciar al espectro.
—¿Y vuestra recomendación?
—Disparad a la cabeza.
El inglés hizo una señal de asentimiento, apretó la mano del joven oficial, escaló las piedras, entró en la sacristía y desapareció.
—¡Buenas noches! le gritó Roland. Y con aquella indiferencia del peligro que en general tiene un soldado, Roland volvió a tomar el camino del castillo de Fuentes Negras.