Las dos señales
Tres días después de los acontecimientos que acabamos de referir, quienes estaban habituados a no ver iluminadas durante la noche en el castillo de Fuentes Negras más que las ventanas de Amelia y la de Carlota, habrían podido notar, con admiración, alumbradas desde las once a las doce las cuatro ventanas del primer piso.
Habrían podido ver también la silueta de una joven, que a través de la cortina fijaba sus ojos en la dirección de la aldea de Ceyzériat.
Aquella joven era Amelia. Amelia pálida, con el pecho oprimido, y pareciendo esperar ansiosamente una señal.
Al cabo de algunos minutos, se enjugó la frente y respiró casi con alegría.
Acababa de encenderse una llama en la dirección donde fijaba su mirada.
Apagó una tras otra, inmediatamente, las bujías, no dejando arder más que la que se encontraba en su habitación.
Como si la llama no hubiese esperado sino aquella oscuridad, se apagó a su vez.
Amelia se sentó cerca de una ventana, y permaneció inmóvil con los ojos fijos en el jardín.
Hacía una noche sombría; y sin embargo, al cabo de un cuarto de hora, vio una sombra que atravesaba el prado.
Colocó la bujía en el ángulo más apartado del cuarto, y volvió a abrir la ventana.
El que esperaba estaba ya en el terrado.
Como la primera noche que le vimos escalar la casa, envolvió con su brazo el talle de la joven.
Pero ésta opuso una ligera resistencia: buscaba con la mano la cuerdecita de la celosía; la desató del clavo que la retenía, y cayó con más ruido que el que la prudencia habría permitido.
Tras la celosía cerró la ventana.
Luego fue a buscar la bujía.
Al traerla, iluminó su rostro.
El joven lanzó una exclamación de angustia.
El rostro de Amelia estaba cubierto de lágrimas.
—¿Qué ha sucedido? preguntó.
—Una gran desgracia, dijo ésta.
—¡Oh! lo sospeché al ver tu señal; ¿pero es irreparable?
—Poco menos, replicó Amelia.
—¿No me amenaza más que a mí?
—Nos amenaza a ambos.
El joven pasó su mano por la frente para enjugar el sudor.
—Vamos, dijo, tengo valor.
Entonces tomando una carta de encima de la chimenea:
—Lee, dijo ella, mira lo que he recibido por correo esta tarde.
El joven tomó la carta, y abriéndola la leyó:
«Mi muy querida hija: Deseo que la noticia que te anuncio te cause una alegría igual a la que me ha causado y causa a nuestro querido Roland. Sir John, a quien negabas tu corazón y pretendías que era una máquina, reconoce que has tenido razón hasta el día en que te vio; pero sostiene que desde entonces lo posee para adorarte.
»Tu hermano ha acogido esta declaración con alegría; pero sin embargo, no le ha prometido nada. El primer cónsul, antes de su salida para la Vendée, había ya hablado de encargarse de tu situación; y ahora quiso ver a lord Tanley, le ha visto, y goza ya de sus favores, hasta el punto de haberle encargado una misión para su tío lord Greenville.
»No sé cuántos días permanecerá ausente; pero seguramente, a su vuelta, pedirá permiso para presentarse ante ti como esposo.
»Lord Tanley es joven todavía, de aspecto agradable, inmensamente rico; está admirablemente emparentado en Inglaterra y es amigo de Roland. No conozco hombre que tenga más derecho, no diré a tu amor, mi querida Amelia, pero a tu profunda estimación.
»Ahora, dos palabras: el primer cónsul sigue siendo bueno conmigo y con tus dos hermanos, y Mme. Bonaparte me ha dicho que no espera más que tu boda para llamarte a su lado.
»Se dispone a abandonar el Luxemburgo e ir a vivir a las Tullerías. ¿Comprendes la relevancia de ese cambio de domicilio?
»Tu madre que te ama,
CLOTILDE DE MONTREVEL».
La carta tenía una posdata de Roland:
—«¿Has leído, querida hermanita, lo que te escribe nuestra buena madre? Este matrimonio es conveniente bajo todos conceptos. No debes hacerte la niña; el primer cónsul desea que seas lady Tanley, es decir, lo quiere.
«Dejo París por algunos días; pero si no te veo, oirás hablar de mí. Te abraza ROLAND».
—Carlos, preguntó Amelia; ¿qué dices a esto?
—Que debíamos esperarlo.
—¿Y qué hacemos?
—Hay tres medios.
—Dilos.
—Ante todo, resiste si tienes valor.
Amelia bajó la cabeza.
—¿No te atreves?
—Nunca.
—Sin embargo, eres mi mujer, Amelia.
—Pero dicen que este matrimonio es nulo ante la ley, porque no ha sido bendecido más que por un sacerdote.
—¿Y a ti, dijo Morgan, a ti, no te basta eso?
Al hablar así, su voz temblaba.
—¡Pero mi madre! dijo ella; no tenemos su autorización.
—Porque había riesgos y hemos querido correrlos solos.
—¿Y ese hombre? ¿No has oído que mi hermano dice que él lo quiere?
—¡Oh!, si tú me amaras, Amelia, ese hombre vería que puede cambiar la faz de un Estado, llevar la guerra de un extremo al otro del mundo, legislar, fundar un trono, pero no forzar a una boca a decir sí, cuando el corazón dice no.
—¡Si yo te amara! dijo Amelia con tono de dulce reproche.
—No tengo razón, no; Amelia, sé que estás educada en la adoración hacia ese hombre; no comprendes que se le pueda resistir, y cualquiera que se le resista es un rebelde a tus ojos.
—Carlos, ¿cuál es el segundo medio?
—Aceptar en apariencia la unión que te proponen, para ganar tiempo retrasándola. El hombre no es inmortal.
—No; pero es demasiado joven para que podamos contar con su muerte. ¿Y el otro, amigo mío?
—Huir; pero para este remedio extremo, hay dos obstáculos; los reparos…
—Soy tuya, Carlos, los superaré.
—Después, añadió el joven, mis obligaciones.
—¿Tus obligaciones?
—Mis companeros están ligados a mí, y yo lo estoy a ellos. Nosotros también tenemos un líder por el que nos alzamos. Si admites el sacrificio de tu hermano por Bonaparte, admite el nuestro por Luis XVIII.
Amelia dejó caer la cabeza entre sus manos lanzando un suspiro.
—Entonces, dijo ella, estamos perdidos. ¿Has leído la posdata de Roland, Carlos?
—Sí; pero no veo nada de particular.
—Vuelve a leer la última frase.
Leyó.
«Dejo a París por algunos días; pero si tú no me ves, oirás hablar de mí».
—Eso quiere decir que Roland va tras de ti.
—¿Qué importa, si no puede morir a mano de ninguno de nosotros?
—Pero tú, desgraciado, tú puedes morir a la suya.
—¿Entonces crees que tu hermano anda en nuestra búsqueda?
—Estoy segura de ello.
—¿De dónde viene esa certidumbre?
—Carlota, la doncella, la hija del portero de la cárcel, me pidió permiso para ir a visitar a sus padres, y ha pasado allí la noche. A las once, el capitán de la gendarmería vino a traer prisioneros. Mientras los pasaban al registro, llegó un hombre envuelto en una capa, y preguntó por él. Carlota creyó conocer la voz del recién llegado; miró con atención, y reconoció a mi hermano.
El joven hizo un movimiento.
—¿Comprendes, Carlos? ¿No es una amenaza terrible para mi amor, di?
Y en efecto, a medida que Amelia hablaba, la frente de su amante se cubría de una nube sombría.
—Amelia, dijo, cuando nos hemos hecho lo que somos, no ha sido para esquivar los peligros.
—¿Pero al menos, preguntó Amelia, habéis abandonado la Cartuja de Seillon?
—Sólo nuestros muertos la habitan en este momento.
—¿Es asilo seguro la gruta de Ceyzériat?
—Como que tiene dos salidas.
—La Cartuja de Seillon también las tenía, y sin embargo, tú lo dices, habéis dejado allí a vuestros muertos.
—Los muertos están seguros de no morir en el cadalso.
Amelia sintió un escalofrío que le recorría todo el cuerpo.
—¡Carlos! murmuró.
—Escucha, Amelia, las cosas han cambiado; tenemos la brecha enfrente. Cualquiera que sea, nos acercamos al desenlace; no te pido, Amelia mía, esas cosas locas y egoístas que los amantes amenazados de un gran peligro exigen; no te pido que guardes tu corazón para un muerto, tu amor por un cadáver.
—Amigo, dijo la joven poniendo la mano en su brazo; ten cuidado, ¿dudas de mí?
—No; te hago el honor más grande, dejándote libre de terminar el sacrificio hasta sus últimas consecuencias.
—Está bien, dijo Amelia.
—Lo que te pido, continuó el joven, lo que vas a jurarme por nuestro amor, es que si me capturan vivo, por todos los medios posibles me enviarás armas, no solamente para mí, sino también para mis compañeros, a fin de que seamos siempre dueños de nuestra vida.
—¿Pero entonces, Carlos, no me permitirías decirlo todo, apelar a la ternura de mi hermano, a la generosidad del primer cónsul?
La joven no acabó; su amante la agarró violentamente la muñeca:
—Amelia, le dijo, ya no es un juramento, sino dos, los que te pido. Vas a jurarme que no suplicarás por mi perdón. Jura, Amelia, jura.
—Te lo prometo, Carlos, dijo la joven rompiendo en sollozos.
—Amelia, si somos capturados y condenados, armas o veneno; un medio cualquiera, en fin, de morir, y la muerte me será más grata.
—Orden o súplica, tu voluntad será cumplida.
El joven la sostuvo, al borde del desmayo, con su brazo izquierdo, y aproximó entonces su boca a la suya.
Pero en el momento en que sus labios iban a tocarse, el grito del mochuelo se oyó tan cerca de la ventana que Amelia se estremeció y Carlos levantó la cabeza. El grito se oyó por segunda y tercera vez.
—¡Ah! murmuró Amelia.
—Es la llamada de uno de mis compañeros; apaga la bujía.
Amelia sopló la luz mientras su amante abría la ventana.
—¡Ah, hasta aquí! murmuró ella; ¡vienen a buscarte hasta aquí!
—¡Oh! es nuestro amigo, nuestro confidente, el conde de Jahia; nadie más que él sabe donde estoy.
Y desde el balcón:
—¿Eres tú, Montbar? preguntó.
—Sí; ¿eres tú, Morgan?
—Sí.
Un hombre salió de una espesura de árboles.
—Noticias de París; no hay un instante que perder, va en ello nuestra vida.
—¿Oyes, Amelia?
Y cogiendo a la joven entre sus brazos, la apretó convulsivamente contra su corazón.
—Vé, dijo ella con voz moribunda, vé; ¿no has oído que se trata de la vida de todos vosotros?
—¡Adiós, mi muy querida Amelia, adiós!
—¡Oh! ¡No digas adiós!
—No, no, hasta la vista.
—¡Morgan! ¡Morgan! dijo la voz del que aguardaba debajo del balcón.
El joven estrechó tiernamente y por última vez a Amelia entre sus brazos, y, abalanzándose hacia el balcón, de un salto se encontró junto a su amigo.
Amelia dio un grito y se adelantó hasta la balaustrada; pero no vio más que dos sombras que se perdían en las tinieblas, haciéndose más opacas a medida que se internaban en la espesura de los grandes árboles que formaban el parque.