Capítulo I

El fantasma

Al día siguiente, a la hora poco más o menos en que dejamos a Roland, el joven oficial, después de haberse asegurado de que todo el mundo estaba acostado en el castillo de Fuentes Negras, entreabrió suavemente su puerta, bajó la escalera conteniendo la respiración, ganó el vestíbulo, corrió sin ruido los cerrojos de la puerta de entrada, bajó la escalinata, se volvió para asegurarse que todo estaba tranquilo y, confiado en la oscuridad de las ventanas, se dirigió valientemente hacia la verja.

Las bisagras, probablemente, habían sido untadas con aceite, porque la puerta giró sin hacer el menor ruido y se volvió a cerrar como se había abierto, después de haber dado paso a Roland, que avanzó rápidamente en dirección al camino de Pont-d’Ain a Bourg.

Apenas hubo dado cien pasos, cuando el reloj de Saint-Just dio una campanada: el de Montagnac le respondió como un eco de bronce; dieron las diez y media.

Al paso con que marchaba el joven, le faltaba apenas veinte minutos para alcanzar la Cartuja de Seillon; sobre todo si, en lugar de bordear el bosque, tomaba el sendero que conducía derecho al monasterio.

Roland estaba demasiado familiarizado desde su juventud con las menores veredas del bosque de Seillon para alargar inútilmente su camino. Marchó, pues, sin vacilar, a través del bosque; a los cinco minutos reapareció al otro lado. No tenía que atravesar más que un corto espacio para acercarse al muro del huerto.

Al pie del muro se paró algunos segundos. Desabrochó su capa, la enrrolló y la echó por encima de la empalizada, quedándose con una levita de terciopelo, unos pantalones de piel blanca y bolas de campana.

La levita estaba ajustada al cuerpo por un cinturón que contenía dos pistolas. Un sombrero de anchas alas cubría su rostro.

En cuanto saltó recogió su capa, se la echó sobre los hombros, la abrochó de nuevo, y a través del huerto, ganó a grandes pasos una puertecita que servia de comunicación entre el huerto y el claustro.

Allí se detuvo, contó las once, que sonaban a la sazón, y dio lentamente la vuelta al claustro, mirando y escuchando, sin ver nada ni oír el menor ruido.

El monasterio ofrecía una imagen de desolación y soledad; todas las puertas estaban abiertas: las de las celdas, las de la capilla, las del refectorio.

En el refectorio estableció Roland su cuartel general, buscó un enclave desde donde pudiese abarcar con la vista toda la sala: una mesa aislada, colocada sobre una especie de estrado, en uno de los extremos del refectorio, y que había servido sin duda al superior del convento para comer separado de los demás hermanos, le pareció que reunía todas las ventajas como punto de observación.

Apoyado en la pared, no podía ser sorprendido por detrás, y desde allí su vista, cuando estuviera habituada a las tinieblas, dominaría todos los rincones de la sala.

Buscó un asiento cualquiera, y encontró volcado, a tres pasos de la mesa, un escabel.

Una vez sentado delante de la mesa, desató su capa para tener plena movilidad, sacó sus pistolas del cinturón, preparó una, y dando tres golpes sobre la mesa con la culata de la otra:

—La sesión está abierta, dijo en voz alta; los fantasmas pueden venir.

Aquellos que, atravesando en la noche cementerios o iglesias, han experimentado algunas veces, sin darse cuenta, esa suprema necesidad de hablar bajo y religiosamente, que es inherente a ciertos espacios, comprenderán qué extraña impresión habría producido en el que hubiera oído aquella voz burlona turbando la soledad y las tinieblas.

Aún esperaba respuesta cuando oyó la media.

A pesar suyo, el timbre le hizo estremecer; venía de la iglesia misma del convento. ¿Cómo en aquella ruina, donde todo estaba muerto, el reloj, esa pulsación del tiempo, había permanecido vivo?

—¡Oh!, ¡oh! dijo Roland; eso significa que veré algo.

Aquellas palabras fueron casi un aparte; la majestad de los lugares y del silencio obraba en aquel corazón duro como el bronce que acababa de enviarle aquel llamamiento del tiempo contra la eternidad.

Después, a medida que la medianoche se acercaba, creyó oír mil ruidos confusos, que sin duda venían de ese mundo nocturno que se despierta cuando el otro duerme.

Pero Roland, vigilante de los campos, centinela perdido en el desierto, Roland cazador, Roland soldado conocía todos esos ruidos; no le turbaban. De repente, a esos ruidos se mezcló de nuevo el timbre del reloj, vibrando por segunda vez por encima de su cabeza.

Daba la medianoche; contó los doce golpes, unos después de otros.

El último se oyó temblar en el aire como un pájaro con alas de bronce, y se extinguió lentamente, triste, doloroso.

Al mismo tiempo le pareció al joven que oía un quejido.

Se levantó, pero con las manos apoyadas en la mesa, y teniendo en cada una la culata de una pistola. Un rozamiento, parecido al de una tela o vestido que se arrastra sobre la yerba, se sonó a su izquierda a diez pasos de él.

En aquel momento una sombra apareció en el umbral de la inmensa sala. Aquella sombra se parecía a una de esas viejas estatuas acostadas sobre los sepulcros; estaba envuelta en un inmenso sudario que arrastraba tras de sí.

Roland dudó un instante de sí mismo. ¿Las preocupaciones de su espíritu le hacían ver lo que no era? ¿Era engaño de sus sentidos, juguete de una de esas alucinaciones que la medicina prueba, pero no explica?

Una queja lanzada por el fantasma desvaneció sus dudas.

—¡Ah!, ¡por vida mía! dijo riendo a carcajadas, ¡ah, mi amigo espectro!

El espectro se detuvo y extendió la mano hacia el joven oficial.

—¡Roland! ¡Roland! dijo con voz sorda, por piedad, no persigas a los muertos en la tumba adonde tú los has hecho bajar.

Y el espectro continuó su camino sin apresurar el paso.

Roland bajó del estrado y se puso a perseguir al fantasma.

El camino era difícil, obstruido como se encontraba con piedras, bancos puestos al través y mesas volcadas.

Sin embargo, se diría que entre todos esos obstáculos había un sendero invisible, trazado para el espectro que marchaba con el mismo paso sin que nada lo detuviese. Cada vez que pasaba por delante de una ventana, la luz exterior, por débil que fuese, se reflejaba en el sudario y dibujaba sus contornos, que se perdían en la oscuridad para reaparecer pronto y volver a perderse en seguida.

Roland, con la mirada fija sobre el que perseguía, temiendo perderlo de vista si la retiraba un instante, no podía examinar aquel camino que parecía tan fácil al espectro y tan erizado de obstáculos para él.

Así llegó cerca de la puerta opuesta a la que le había dado entrada.

Roland vio abrirse la de un corredor oscuro, y comprendió que la sombra iba a escapársele.

—¡Hombre o espectro, ladrón o fraile, dijo, detente o hago fuego!

—No se mata dos veces el mismo cuerpo, y la muerte, tú lo sabes bien, continuó el fantasma con voz sorda, no tiene poder sobre las almas.

—¿Quién eres? preguntó Roland.

—Soy el espectro de aquel a quien tú has arrancado violentamente de este mundo.

El joven oficial lanzó una carcajada estridente y nerviosa, más horrible todavía en las tinieblas.

—Por mi nombre, dijo, si no tienes otra explicación que darme, no me tomaré el trabajo de buscarla.

—Acuérdate de la fuente de Vaucluse, dijo el fantasma con un acento tan débil que aquella frase pareció salir de su boca más como un suspiro que como palabras articuladas.

Roland sintió un momento, si no flaquear su corazón, sí al menos correrle el sudor por la frente; sobreponiéndose, recuperó las fuerzas, y con voz amenazante:

—Por última vez, aparición o realidad, gritó, te prevengo que si no me esperas hago fuego.

El espectro fue sordo y continuó su camino.

Roland se detuvo para apuntar: el espectro estaba a diez pasos de él, tenía la mano segura, él mismo había introducido la bala en la pistola, y un poco antes acababa de pasar la baqueta por los cañones para asegurarse de que estaban cargadas. En el momento en que el espectro se dibujaba en toda su altura en la bóveda sombría del corredor, Roland hizo fuego.

La llama iluminó como un relámpago el corredor, por el cual continuó avanzando el espectro sin apresurar su paso.

Después todo quedó en una oscuridad tanto más profunda cuanto más viva había sido la luz.

Roland se lanzó en su persecución, haciendo pasar rápidamente su segunda pistola de su mano izquierda a la derecha.

—Aunque seas el demonio, dijo, te alcanzaré.

Y disparó el segundo pistoletazo, que llenó de luz y humo la cueva, por la cual se sepultó el espectro.

Cuando el humo se disipó, Roland buscó vanamente: estaba solo. Se precipitó en la bóveda, ahullando de rabia; exploró los muros con la culata de sus pistolas, golpeó el suelo con el pie; pero por todas partes el suelo devolvía ese sonido mate de los objetos sólidos. Trató de penetrar la oscuridad con la vista, pero era imposible.

—¡Oh! gritó Roland, ¡una antorcha!, ¡una antorcha!

Nadie le respondió; el único ruido que se oía era el murmullo del manantial corriendo a tres pasos de allí.

Vio que una larga investigación sería inútil; salió de la bóveda, sacó de su bolsillo un frasco de pólvora, dos balas muy envueltas en un papel, y volvió a cargar ligeramente las pistolas.

Luego volvió a tomar el camino que acababa de seguir, halló el corredor sombrío, al final del corredor el inmenso refectorio, y fue al extremo de la sala a ocupar el sitio que había dejado poco antes.

Allí esperó.

Pero las horas de la noche sonaban sucesivamente y los primeros rayos del día tiñeron las paredes del claustro.

—Vamos, murmuró, se acabó por esta noche; tal vez tenga más fortuna en otra ocasión.

Veinte minutos después entraba en el castillo de Fuentes Negras.