Capítulo IX

El embajador

Al entrar Roland, el primer cónsul trabajaba con el ministro de policía.

Roland era familar en la casa; entreabrió la puerta del gabinete y asomó la cabeza diciendo:

—¡General!

—Entra, respondió el primer cónsul con una satisfacción visible.

Roland entró.

El asunto que le ocupaba, y que parecía preocuparle, tenía también para él algún interés.

Se trataba de nuevas detenciones de diligencias por los compañeros de Jehú.

Sobre la mesa estaban tres procesos verbales, comprobando la detención de una diligencia y dos correos.

Bonaparte cantaba a media voz, lo que revelaba que estaba furioso.

—Decididamente, le dijo, tu departamento está en rebelión: mira.

Roland echó una mirada a los papeles.

—Justamente venía a hablaros de eso, mi general.

—Entonces, hablaremos; pero antes, pídele a Bourrienne mi atlas departamental.

Roland pidió el atlas, y adivinando lo que deseaba Bonaparte, lo abrió por el departamento de l’Ain.

—Eso es, dijo Bonaparte; enséñame el lugar de los acontecimientos.

Roland puso el dedo sobre un extremo del mapa.

—Mirad, mi general, he aquí el punto preciso del primer ataque; enfrente de la aldea de Beligneun.

—¿Y el segundo?

—Aquí, dijo Roland llevando su dedo al otro lado del departamento; ved el lago de Nantua y el de Silans.

—Ahora el tercero.

Roland volvió a poner su dedo en el centro.

—General, este es el lugar donde debe de haber sido la detención.

—¿Cómo, dijo Bonaparte, a media legua de Bourg?

—Justamente.

—¿Oís? dijo Bonaparte dirigiéndose al prefecto de policía.

—Sí, ciudadano primer cónsul; respondió éste.

—¿Sabéis que quiero que esto cese?

—Haré todos los esfuerzos posibles.

—No se trata de hacerlo, sino de conseguirlo.

El prefecto se inclinó.

—Sólo con esta condición, continuó Bonaparte, reconoceré que sois verdaderamente el hombre hábil que pretendéis ser.

—Yo os ayudaré, ciudadano, dijo Roland.

El prefecto miró a Bonaparte.

—Está bien, dijo Bonaparte; Roland pasará a la prefectura.

El prefecto saludó y salió.

—En efecto, continuó el primer cónsul, va tu honor en exterminar a esos bandidos, Roland; es en tu departamento; parecen quererte mal.

—Al contrario, dijo Roland, y por eso estoy rabioso; me dispensan una protección extraña, y a mi familia también.

—Volvamos otra vez a la cuestión, Roland; cada detalle tiene su valor: esto vuelve a ser otra guerra de beduinos.

—Atended, general: voy a pasar una noche en la Cartuja de Seillon; un fantasma aparece, pero inofensivo: disparo sobre él dos pistoletazos y ni aun se vuelve. Mi madre se encuentra en una diligencia detenida, se desmaya: uno de los ladrones tiene para ella las más delicadas atenciones. Mi hermano Eduardo dispara dos tiros: le cogen, le abrazan, le hacen mil elogios por su valor; poco falta para que le den dulces. Por el contrario, mi amigo sir John, va adonde yo he estado: se le trata como espía y le dan de puñaladas.

—¿Pero no ha muerto?

—No; va tan bien, que quiere casarse con mi hermana.

—¿Y qué le has contestado?

—Que mi hermana dependía de dos personas.

—Tu madre y tú.

—No; vos y ella.

—Ella, comprendo; ¿pero yo?

—¿No habíais dicho, general, que queríais casarla?

Bonaparte se paseó un momento con los brazos cruzados, reflexionando, y parándose de repente frente a Roland:

—¿Quién es tu inglés?

—Un excelente gentleman; muy valiente, noble, rico y además sobrino de lord Greenville, primer ministro de S. M. Británica.

Bonaparte volvió a su paseo.

—¿Puedo yo ver a tu inglés?

—Sabéis, mi general, que lo podéis todo.

—¿Dónde está?

—En París.

—Ve a buscarlo y tráelo.

Roland tenía la costumbre de obedecer sin replicar; cogió su sombrero y se adelantó hacia la puerta.

—Envíame a Bourrienne, dijo el primer cónsul en el momento que Roland pasaba al gabinete de su secretario.

Cinco segundos después Bourrienne aparecía.

—Sentaos ahí, Bourrienne, dijo el primer cónsul, y escribid.

Bourrienne se sentó, preparó su papel, mojó la pluma y esperó.

—Escribid.

—«Bonaparte, primer cónsul de la república, a S. M. el rey de la Gran Bretaña y de Irlanda.

»Llamado por el voto de la nación francesa a ocupar la primera magistratura de la república, creo conveniente dar parte directamente de ello a V. M.

»La guerra que asola hace ocho años las cuatro partes del mundo, ¿debe ser eterna? ¿No hay algún medio de entenderse?

»Las dos naciones más ilustradas de Europa, ambas poderosas y fuertes más que lo exigen su seguridad y su independencia, ¿pueden sacrificar a ideas de vana grandeza el bien del comercio, la prosperidad interior, la dicha de las familias?

»¡Cómo no comprenden que la paz es la primera de las necesidades, y la mejor de las glorias!

»Estos sentimientos no serán extraños al corazón de V. M., que gobierna una nación libre con el solo fin de hacerla feliz.

»V. M. verá en esta franca declaración mi deseo sincero de contribuir eficazmente por segunda vez a la pacificación general; y no un paso hipócrita, hijo de esas fórmulas que, necesarias quizás para la independencia de los estados débiles, no descubren en los estados fuertes sino el deseo mutuo de engañarse.

»Francia e Inglaterra, por el abuso de sus fuerzas, pueden largo tiempo todavía, por desgracia de todos los pueblos, retardar su abatimiento; pero me atrevo a decirlo: la suerte de todas las naciones civilizadas está pendiente del fin de una guerra que abarca el mundo entero».

Bonaparte tomó la carta de Bourrienne y firmó.

—Está bien, dijo: selladla y poned el sobre: A lord Greenville.

En este momento se oyó el ruido de un carruaje que se paraba en el patio del Luxemburgo.

Un instante después se abrió la puerta y apareció Roland.

—¿Traes a tu inglés?

—Lo he encontrado en la encrucijada de Bully, y sabiendo que no gustáis esperar, le he obligado a subir en coche.

—Que entre, dijo Bonaparte.

—Entrad, milord, dijo Roland volviéndose.

Lord Tanley apareció en el umbral de la puerta.

Bonaparte no tuvo necesidad de echar más que una ojeada para reconocer al perfecto gentleman.

Sir John se inclinó y aguardó la presentación como buen inglés.

—General, dijo Roland, tengo el honor de presentaros a sir John Tanley.

—Venid, milord, venid; dijo Bonaparte, esta no es la primera vez que siento el deseo de conoceros: habría sido casi una ingratitud por vuestra parte rehusaros a venir a verme.

—Si he vacilado, general, es porque no podía creer que vos me hicierais este honor.

—Además, naturalmente y por sentimiento nacional, me detestáis como todos vuestros compatriotas, ¿no?

—Debo confesaros que sólo sienten estupor.

—¿Y compartís esa absurda preocupación de creer que el honor nacional quiere que se aborrezca hoy al enemigo que puede ser nuestro amigo mañana?

—Mi amigo Roland os dirá que aspiro al momento en que, de mis dos patrias, deba más a Francia.

—¿Entonces, veréis sin reparo a Francia e Inglaterra darse la mano por la felicidad del mundo?

—El día en que lo viera sería para mí un día feliz.

—¿Y si pudierais contribuir a ese resultado, os prestaríais a ello?

—Expondría mi vida.

—Roland me ha dicho que sois pariente de lord Greenville.

—Soy sobrino.

—¿Os encargaríais de llevar una carta mía al rey Jorge III?

—Sería un gran honor para mí.

—¿Os encargaríais de decir de viva voz a vuestro tío lo que no se puede escribir en una carta?

—Sin cambiar una frase: las palabras del general Bonaparte son históricas.

—Pues bien; decidle…

Pero interrupiéndose y volviéndose hacia Bourrienne:

—Bourrienne, dijo; buscadme la última carta del emperador de Rusia.

Bourrienne abrió una caja de cartón y tomó una carta que dio a Bonaparte.

Bonaparte le echó una ojeada y se la tendió a lord Tanley.

—Decidle, ante todo, que habéis leído esa carta.

Sir John se inclinó y la leyó. Después se volvió hacia el primer cónsul.

Su rostro decía claramente que, a pesar de la alianza de Rusia, su orgullo nacional no le dejaba dudas sobre el resultado de una disputa entre Francia e Inglaterra.

—No es ésa la cuestión hoy, replicó Bonaparte, y cada cosa vendrá a su tiempo.

—Sí, murmuró sir John, estamos todavía demasiado cerca de Abuk.

—¡Oh! no es en el mar donde venceré a Inglaterra, dijo Bonaparte; harían falta cincuenta años para hacer de Francia una nación marítima; es allí… y con la mano mostró el oriente. Pero ahora no se trata de la guerra, sino de la paz: tengo necesidad de ella para concluir el sueño ideal que tengo, y sobre todo de la paz con Inglaterra; veis que juego limpio; soy bastante fuerte para ser franco: el día en que un diplomático diga la verdad, será el primer diplomático del mundo, atendiendo a que nadie lo creerá y que desde entonces llegará sin obstáculo a su fin.

—¿Tendré, pues, que decir a mi tío que queréis la paz?

—He aquí, milord, la carta por la cual se la pido a vuestro rey; está dictada con ese fin, y ruego que sea entregada a S. M. por el sobrino de lord Greenville.

—Se hará según vuestro deseo.

—¿Cuándo podéis partir?

—Dentro de una hora.

—¿No tenéis ningún deseo que expresarme antes de vuestra partida?

—Ninguno. Y si lo tuviera, tiene plenos poderes mi amigo Roland.

—Dadme la mano, milord; será buen augurio, puesto que vos representáis a Inglaterra y yo a Francia.

Sir John aceptó el honor que le hacia el primer cónsul, con esa exactitud que indicaba a la vez su simpatía por Francia y su interés por el honor nacional.

Después, habiendo estrechado la de Roland con una efusión fraternal, saludó por última vez al primer cónsul y salió.

Bonaparte le siguió con la vista y pareció reflexionar un instante; de repente dijo:

—Roland, no solamente consiento en la boda de tu hermana con lord Tanley, sino que la deseo; ¿oyes? La deseo.