Capítulo VIII

Proposiciones de boda

La primera visita de Roland, al llegar a París, fue para el primer cónsul; le traía la doble noticia de la pacificación de la Vendée, y de la insurrección más grande que nunca de la Bretaña.

Roland estaba desesperado por haber perdido aquella nueva ocasión de morir.

El primer cónsul le miraba con inquietud mientras hablaba; podía ver que persistía en su corazón ese deseo de muerte que esperaba se hubiese curado por la estancia en la tierra natal y los abrazos de la familia.

Entonces le pareció que debía reemplazar la negociación por la guerra.

Así pues, tomó la resolución de ver a Cadoudal; y sin decir nada a Roland, contó con él para esta entrevista cuando llegase la hora.

Entre tanto quería saber si Brune, en cuyos talentos militares tenía una gran confianza, sería más afortunado que sus predecesores.

Despidió a Roland después de anunciarle la llegada de su madre y su instalación en la casita de la calle de la Victoria.

Roland tomó un carruaje y se hizo conducir a la casa.

Allí encontró a Mme. de Montrevel, feliz y orgullosa, tanto como podía estarlo una mujer y una madre.

Eduardo estaba instalado desde la víspera en el Pritaneo francés.

Mme. de Montrevel se preparaba a dejar París para volver junto a Amelia, cuya salud la seguía inquietando.

En cuanto a sir John, estaba fuera de peligro, casi curado: había venido a París para hacer una visita a Mme. de Montrevel; pero como ésta había salido para conducir a Eduardo al Pritaneo, le dejó una tarjeta con sus señas. Vivía en la calle de Richelieu, fonda de Mirabeau.

Eran las once de la mañana. Roland tenía posibilidades de encontrarle a aquella hora. Volvió a subir al coche y se dirigió a la fonda.

Estaba sir John delante de una mesa servida a la inglesa, bebiendo grandes tazas de té y comiendo costillas medio crudas: lanzó un grito de alegría al ver a Roland, se levantó y fue hacia él.

Roland había adquirido por aquella naturaleza excepcional un sentimiento de profundo afecto.

Sir John, aunque pálido y enflaquecido, estaba bastante bien.

—Ofrezco a Roland parte en mi almuerzo, dijo, prometiéndole hacerlo a la francesa.

Roland aceptó la proposición sin atender al modo: pero lo que notó perfectamente fue la preocupación de sir John.

Era evidente que su amigo tenía un secreto que dudaba en decir.

Cuando el almuerzo llegaba a su final, Roland, con esa franqueza que iba casi hasta la brutalidad, le dijo:

—Mi querido lord, ¿tenéis algo que decirme y no os atrevéis?

Sir John se estremeció y se puso pálido.

—¡Por favor! continuó Roland, ¿acaso tenéis que pedirme algo muy grande, sir John? No hay nada que yo pueda negaros. Hablad, os escucho.

Y Roland cerró los ojos como para concentrar toda su atención en lo que iba a decirle.

Pero viendo que permanecía mudo, volvió a abrir los ojos. Sir John estaba más pálido que antes. Roland le tendió la mano.

—Vamos, dijo, veo que os queréis quejar del modo en que habéis sido tratado en el castillo de Fuentes Negras.

—Justamente, amigo mío; supuesto que de la estancia en ese castillo data la felicidad o la desgracia de toda mi vida…

Roland miró fijamente a sir John.

—¡Pardiez! dijo, sería tan dichoso…

—¡Oh! acabad, mi querido Roland.

—¿Y si me engaño?, ¿si digo una tontería?

—Amigo mío, amigo mío, acabad.

—Pues bien; decía, milord, ¿seré tan dichoso que os hayáis enamorado de mi hermana?

Sir John lanzó un grito de alegría, y con un movimiento rápido se precipitó en los brazos de Roland.

—Vuestra hermana es un ángel, ¡y la amo con toda mi alma!

—¿Sois completamente libre, milord?

—Completamente; desde los doce años disfruto de mi fortuna, y esa fortuna es de veinticinco mil libras de renta.

—Eso es demasiado, querido mío, para una mujer que no os trae más que unos cincuenta mil francos.

—¡Oh! dijo el inglés, si tengo que deshacerme de la fortuna…

—No, dijo Roland riendo, es inútil; sois rico, es una desgracia; ¿pero qué hacer? No es esa la cuestión. ¿Amáis a mi hermana?

—¡Oh!, ¡la adoro!

—¿Pero ella os ama?

—Comprenderéis, replicó sir John, que no se lo he preguntado.

—Entonces, ¿soy yo vuestro primer confidente?

—Nada más natural. Sois mi mejor amigo.

—Pues bien, querido mío; por mi parte vuestro proceso está ganado. Mi madre dejará a Amelia enteramente libre la elección; pero queda alguno al que olvidáis.

—¿A quién?

—Al primer cónsul, dijo Roland.

—God… dejó escapar el inglés, tragándose la mitad del juramento nacional.

—Antes de mi partida para la Vendée, me habló del matrimonio de mi hermana diciéndome que eso le concernía a él solo.

—Entonces estoy perdido.

—¿Por qué?

—Al primer cónsul no le gustan los ingleses.

—Decid que a los ingleses no les gusta el primer cónsul.

—¿Pero quién le hablará?

—Yo haré de vos una paloma de paz entre las dos naciones, dijo Roland levantándose.

—¡Oh, gracias! exclamó sir John estrechando la mano del joven.

Después añadió con sentimiento:

—¿Y me dejáis?

—Querido amigo, tengo permiso por algunas horas: voy a abrazar a Eduardo y luego al Luxemburgo.

—Llevadle mis afectos, y decidle que he pedido un par de pistolas, para que ya no tenga que servirse de las del conductor cuando sea atacado por bandidos.

Roland miró a sir John.

—¡Cómo!, ¿no sabéis?

—No.

—El ataque a la diligencia.

—¿Pero a qué diligencia?

—De la que trajo a vuestra madre.

—¿Pero ha sido atacada?

—¿Habéis visto a Mme. de Montrevel, y no os ha dicho nada?

—Ni una palabra.

—Pues bien; mi querido Eduardo se portó como un héroe. Cogió las pistolas del conductor e hizo fuego.

—¡Buen chico! exclamó Roland.

—Sí; por desgracia o por dicha, el conductor había tenido la precaución de sacar las balas, de manera que el pobre Eduardo ha sido cogido, abrazado y acariciado por los compañeros de Jehú, como el valiente entre los valientes, pero no ha matado ni herido a nadie.

—¿Y estáis seguro de lo que decís?

—Segurísimo.

—Está bien; dijo Roland.

—¿Qué pensáis?…

—Tengo un plan.

—Me daréis parte en él.

—¡No, a fe mía! mis planes no son buenos para vos.

—Sin embargo, si puedo tomar revancha…

—Pues bien, la tomaré por ambos; estáis enamorado, mi querido lord; vivid con vuestro amor.

—¿Me prometéis vuestro apoyo?

—Está convenido.

—Gracias.

Y ambos se apretaron las manos y se separaron.

Un cuarto de hora después, Roland estaba en el Pritaneo francés.

A la primera palabra que le dijo el director del establecimiento, vio que su joven hermano había sido recomendado muy particularmente.

Llamaron al niño.

Eduardo se echó en los brazos de su hermano con ese arranque impetuoso de adoración que tenía por él.

Roland, después de los primeros abrazos, hizo girar la conversación sobre la detención de la diligencia.

Eduardo le contó con sus menores detalles la conducta de Gerónimo con los bandidos; las pistolas cargadas con pólvora solamente; los socorros prodigados durante el desmayo de su madre, por los mismos que lo causaron; por último, la careta caída del rostro de Morgan, por lo que Mme. de Montrevel debía haber visto su rostro…

Roland se detuvo mucho en este último detalle.

Después refirió el niño la audiencia con el primer cónsul, de qué manera lo había abrazado, acariciado, mimado y recomendado en fin al director del Pritaneo.

Roland supo todo lo que quería saber, y cinco minutos después llegaba al Luxemburgo.