La diplomacia de Jorge Cadoudal
Si queremos saber el resultado de la misión de Roland debemos seguirle a la villa de Muzillac.
Allí estamos en el lugar donde nació la chuanería[3].
Los chuanes son soldados fieles a las tradiciones; su aspecto es siempre el mismo, rudo y salvaje; sus armas son siempre las mismas, el fusil, o ese sencillo palo que en su país se llama fuerte.
Tales son los hombres que a esta hora se han esparcido de la Boche-Bernard a Vannes y de Quertemberg a Billiers.
Sin embargo, se requiere una vista de lince para distinguirlos en medio de las breñas donde se hallan ocultos.
Pasemos por entre ese enjambre de centinelas invisibles, y entremos atrevidamente en la villa de Muzillac.
Todo está lúgubre y en calma; una sola luz brilla a través de las persianas de una casa.
Aproximemos nuestra vista a una de las ventanas, y observemos.
Vemos a un hombre vestido con el traje de los ricos aldeanos de Morbihau.
Sobre una silla se ve su sable.
Tiene en sus manos un par de pistolas.
Está sentado ante una mesa; una lámpara da luz a unos papeles que lee con la mayor atención.
Su rostro es el de un hombre de treinta años.
Su nombre familiar, bajo el cual le designan los soldados, es Cabeza-redonda.
Y el que ha recibido de sus dignos y bravos parientes, Jorge Cadoudal.
Jorge era hijo de un cultivador del partido de Kerloano, en la parroquia de Brech.
Salía del colegio de Vannes de recibir una brillante educación, cuando los primeros llamamientos de la insurrección realista estallaron en la Vendée.
Jorge había hecho prodigios de valor durante tres años; volvió a pasar el Loira, y entró en Morbihau con un solo hombre.
Éste era su compañero de guerra, que trocó su nombre de Lemercier por el de Tiffanges.
El 26 de enero de 1800, Cadoudal mandaba sobre tres o cuatro mil hombres, con los cuales se aprestaba a bloquear en Vannes al general Harty.
Durante todo el tiempo que aguardó la respuesta del primer cónsul a la carta de Luis XVIII, suspendió las hostilidades.
En este momento, el galopar de un caballo se deja oír. Jorge levanta la cabeza.
El caballero echa pie a tierra y abre la puerta del cuarto donde se encuentra Jorge.
—¡Ah!, ¡eres tú, Corazón de Rey! ¿Qué nuevas traes?
—Una carta de Tiffanges.
Jorge tomó vivamente la carta y la leyó.
—¿Has visto quién anuncia que llega?
—Sí, mi general.
—¿Le has recomendado a lo largo de todo el camino?
—Sí, pasará libremente.
—Recomiéndale de nuevo; está bajo la salvaguardia de Morgan.
—Convenido, mi general.
En este momento se oyó el galopar de otro caballo. Como el primero, el segundo caballero echó pie a tierra, y entró.
—¿Eres tú, Benedicté? dijo Cadoudal. ¿De dónde vienes?
—De Vannes. El general Harty proyecta asaltar esta noche los almacenes de Grandchamps; dirige en persona la expedición con cien hombres.
—Dentro de dos horas partirás, y al rayar el día estarás en Grandchamps; darás la orden de desocupar la villa; yo me encargo del general Harty; ¿eso es todo lo que me tienes que decir?
—¡No! Tengo que comunicaros que el obispo Andrein está en Vannes.
—¡Andrein, el regicida! ¿Y cuándo llega?
—Esta noche o mañana.
—¡Sssss! dijo Cadoudal.
Los tres hombres se pusieron a escuchar.
—Probablemente es él, dijo Jorge.
Se oyó el galope de un caballo que venía del lado de la Roche-Bernard.
—Amigos míos, está bien, dejadme solo; tú, Benedicité, a Grandchamps; tú, Corazón de Rey, arréglatelas para que me traigan la mejor cena que pueda haber en la aldea.
—¿Para cuántas personas, mi general?
—Para dos.
Jorge llegó a la puerta de la calle en el momento en que un caballero, deteniendo su caballo, parecía dudar.
—Seáis muy bienvenido, señor Roland de Montrevel; yo soy a quien buscáis.
—¡Ah! dijo el joven echando pie a tierra.
—Dejad la brida al cuello de vuestro caballo, y no os inquietéis por él.
El joven no hizo observación alguna, dejó la brida sobre el cuello del animal y siguió a Cadoudal, que caminaba delante.
—Es para mostraros el camino, coronel, dijo el jefe de los chuanes.
Roland entró, y lanzó a su alrededor una mirada de curiosidad.
—¿Es este vuestro cuartel general? preguntó con una sonrisa.
—Sí, coronel. ¿Lo preguntáis porque hasta aquí habéis hallado el camino libre?
—Es porque no he encontrado un alma.
—En cualquier sitio del camino que hubieseis preguntado en voz alta. ¿Dónde se encuentra Jorge Cadoudal? una voz os habría respondido: En la villa de Muzillac.
—¿Sabíais, pues, que yo venía?
—No solamente lo sabía, sino también para qué venís.
Roland miró fijamente a su interlocutor.
—¿Y me responderéis aunque guarde silencio?
—Vuestra misión, coronel, primitivamente era sólo para el abad Bernier.
—¿Decís pues, general, que he venido por el abad Bernier?
—Sí, el abad Bernier ha ofrecido su mediación, pero ha olvidado que hoy día hay dos Vendées; que si se puede tratar con d’Autichamp, también hay que tratar con Cadoudal. Estáis encargado de traerme el tratado firmado el 25. El abad Bernier y d’Autichamp os han firmado un salvoconducto y con él estáis aquí.
—General, debo decir que estáis perfectamente enterado; el primer cónsul desea la paz de todo corazón, y no pudiéndoos ver, me envía cerca de vos. ¿Cuáles son vuestras condiciones para la paz?
—¡Oh! una muy sencilla; que el primer cónsul dé el trono a Luis XVIII.
—El primer cónsul ha respondido ya a esa demanda.
—Ved ahí por qué estoy decidido a responder volviendo a las hostilidades.
—Entonces, general, condenáis a este desgraciado país a una guerra de exterminio.
—Es un martirio al cual convoco a los cristianos y realistas.
—El primer cónsul está decidido a marchar contra vos en persona y con cien mil hombres.
Cadoudal sonrió.
—Hacedme el favor de permanecer conmigo cuarenta y ocho horas, coronel, y veréis que mis conclusiones están tomadas.
—Acepto.
—Dadme vuestra palabra de no oponeros en nada a las órdenes que yo dé.
—Tenéis mi palabra, general.
En ese momento la puerta se abrió, y dos aldeados trajeron una mesa servida con una fuente de coles, un pedazo de tocino, una jarra de sidra, dos vasos y algunas galletas de trigo morcico.
—Espero, caballero de Montrevel, que me haréis el honor de cenar conmigo.
—Y por mi vida, que no os equivocáis.
—Entonces a la mesa.
El joven coronel se sentó alegremente.
—Perdonad la comida que os ofrezco; yo no tengo, como nuestros generales, indemnizaciones de campaña.
—Es un festín. Ahora sólo tengo una preocupación, general.
—¿Cuál?
—¿A la salud de quién beberemos?
—Por Francia, caballero, dijo Cadoudal con suprema dignidad, llenando los dos vasos.
—¡Por Francia! general, respondió Roland chocando su vaso con el de Jorge.
Ambos se sentaron alegremente y atacaron la sopa con un apetito, el que más, de treinta años.
—Ahora, general, dijo Roland cuando concluyó la cena, me habéis prometido enseñarme cosas que yo pueda referir al primer cónsul.
—Justamente, dijo Cadoudal, los hechos os sirven.
Benedicité entró y preguntó a Jorge con la vista.
—Sí, respondió Jorge.
Benedicilé salió.
—He pedido trescientos hombres para dentro de media hora; si hubiese pedido quinientos, mil, dos mil, tan pronto habrían estado bajo mis órdenes.
—Pero tendréis un límite, dijo Roland.
—¿Queréis conocer el efectivo de mis fuerzas? Es muy natural.
Abrió la puerta y llamó.
—¿Rama de oro?
—¡Mi general!
—¿Cuántos hombres hay acampados desde la Roche-Bernard hasta aquí?
—Mil ochocientos.
—¿Cuántos entre Noyal y Muzillac?
—Cuatrocientos.
—¿Cuántos desde aquí hasta Vannes?
—Novecientos cincuenta.
—¿Y desde Ambón hasta Legaerno?
—Mil y doscientos.
—¿Y en la villa, a mi alrededor, en las casas, en los jardines y en las cuevas?
—De quinientos a seiscientos, general.
—Hizo una señal con la cabeza y Rama de oro salió.
—Ya lo veis, dijo Cadoudal; cerca de cinco mil hombres. Pues bien; con esos cinco mil hombres, todos del país, que conocen cada árbol, cada piedra, cada breña, puedo hacer la guerra a los cien mil que el primer cónsul amenaza enviar contra mí.
Roland sonrió.
—Sí, es demasiado decir, ¿no es cierto?
—Yo creo que os vanagloriáis un poco, general, o más bien que vanagloriáis a vuestros hombres.
—No; pues además tengo por auxiliar a toda la población. Hasta la tierra es realista y cristiana; y finalmente, vais a juzgarlo por vos mismo.
—¿Cómo?
—Vamos a hacer una expedición a seis leguas de aquí; ¿qué hora es?
Los dos jóvenes sacaron a la vez sus relojes.
—Las doce de la noche menos cuarto, dijeron.
—Bien, añadió Cadoudal, nuestros relojes marcan la misma hora, esto es buena señal, puede ser que algún día nuestros corazones estarán de acuerdo como nuestros relojes.
—¿Decíais, general?
—Que son las doce menos cuarto de la noche, y que antes del alba debemos estar a siete leguas de aquí
—¿Y vuestros hombres?
—¡Oh! mis hombres están listos.
—¿Dónde?
—En todas partes.
—¡Partamos, general!
—Partamos.
Los dos jóvenes se pusieron las capas y salieron.
—¡A caballo, general!
Ambos subieron y tomaron el camino que conducía a Vannes. Llegados a los márgenes de la villa, Roland lanzó una mirada sobre el camino que se extiende desde Muzillac hasta la Trinidad.
El camino parecía completamente solitario.
Al cabo de media legua:
—¿Pero dónde están vuestros hombres? preguntó Roland.
—A nuestra derecha, a nuestra izquierda, delante y detrás de nosotros.
—¡Ah! vaya una broma.
—¿Creéis que soy tan imprudente para atreverme a andar de este modo sin exploradores?
—Pues bien, deseo ver a ciento cincuenta.
—¡Alto! dijo Cadoudal.
Y aproximando ambas manos a su boca, imitó el maullido del gato seguido de un grito de mochuelo.
Casi instantáneamente se vieron agitar formas humanas a los dos lados del camino, las cuales, franqueando el barranco que las separaba del soto, vinieron a formarse a sus costados.
—¿Cuántos hombres están contigo, Bigotes?
—Cien.
—¿Y contigo, Canta-en-invierno?
—Cincuenta.
—Sois, un mago, general, dijo Roland.
—¡Ah! no, soy un pobre aldeano como ellos; pero que mando una tropa en que cada corazón late por los dos grandes principios de este mundo: la religión y la dignidad real.
Y volviéndose hacia sus hombres:
—Dispersaos, les dijo.
En el mismo instante, cada hombre saltó al barranco y desapareció.
—Ahora, coronel, va a pasar algo grave en la aldea de la Trinidad y que debéis ver; ¡al galope!
Roland le siguió.
Al llegar a la aldea, se pudo distinguir a una multitud que se agitaba en la plaza, al resplandor de antorchas resinosas.
Al ruido del galope de los caballos, los aldeanos se separaron: eran quinientos o seiscientos, todos armados.
En medio de la plaza se paró una diligencia que venía escoltada por doce chuanes.
—¡Hola! gritó Jorge; ¿qué pasa aquí?
A esta voz conocida, todos se volvieron, y las frentes se descubrieron.
Un hombre se aproximó a Jorge.
—¿No os había prevenido Benedicité?
—Sí; ¿es esa la diligencia, Sable-todo?
—Sí, mi general.
—Obrad según vuestra conciencia; si hay crimen, poned por testigo a Dios: yo cargo sino con la responsabilidad ante los hombres.
—¡Viva Cabeza-redonda! gritaron todos los asistentes, precipitándose hacia la diligencia.
Sable-todo abrió la portezuela.
—Si no tenéis culpa contra el rey o la religión, dijo a los viajeros, bajad sin temor.
Sin duda esta declaración los tranquilizó, porque un hombre se presentó en la portezuela, bajó, y luego los demás.
Un solo hombre quedó en el carruaje.
Un chuán introdujo una antorcha, y vieron que aquel hombre era un sacerdote.
—¡Ministro del Señor! dijo Sable-todo, ¿no has oído lo que he dicho?
El sacerdote se recogió en sí mismo, murmurando:
—¡Perdón!, ¡perdón!
—¿Por qué, miserable?
—¡Oh! dijo Roland; señores realistas, ¿es así como habláis a los hombres de Dios?
—Ese hombre, respondió Cadoudal, es a la vez un ateo y un regicida: renegó de su Dios y votó la muerte de un rey; es el convencional Andrein.
Roland se estremeció.
Durante este tiempo, los aldeanos se formaron en círculo, con un fusil en la mano cada uno.
Dos hombres cogieron al obispo y lo llevaron dentro del círculo, sosteniéndolo por debajo de los brazos.
Estaba pálido como un muerto.
Hubo un instante de lúgubre silencio.
Una voz lo rompió: era la de Sable-todo.
—Vamos a proceder a tu juicio: has hecho traición a la Iglesia; has condenado a tu rey.
—No lo niego, balbuceó el sacerdote.
—¿Qué tienes que responder para justificarte?
—Me arrepiento de lo que he hecho, y pido por ello perdón a Dios y a los hombres.
—Los hombres no pueden perdonarte.
—No tienes que esperar de ellos más que la muerte; en cuanto a Dios, implora su misericordia.
El regicida bajó la cabeza. Pero de repente, enderezándose:
—Yo voté la muerte del rey, dijo, pero con reservas.
—Próxima o lejana, siempre fue por la muerte por lo que votaste, y el rey era inocente. Tienes diez minutos para prepararte y comparecer delante de Dios.
El obispo lanzó un grito y cayó de rodillas.
Dirigía a sus jueces miradas espantadas, suplicantes; pero en ningún rostro tuvo el consuelo de encontrar la dulce expresión de la piedad.
En tanto los chuanes preparaban una hoguera.
—¡Oh! exclamó, ¿tendréis la crueldad de reservarme una muerte semejante?
—No, respondió el inflexible acusador; el fuego es la muerte de los mártires, y tú no eres digno de una muerte semejante. Vamos, apóstata, la hora ha llegado.
—¡Oh! ¡Dios mío, Dios mío! exclamó el sacerdote levantando los brazos al cielo.
—¡De pie! dijo el chuán.
El obispo trató de obedecer; pero las fuerzas le faltaron y volvió a caer de rodillas.
—¿Vais a dejar que lleven a cabo ese asesinato? dijo Roland a Cadoudal.
—He dicho que me lavaba las manos, respondió éste.
—¡Oh! dijo Roland, no se dirá que han asesinado a un hombre delante de mí y que no le he dado socorro.
Un murmullo de amenazas se levantó a su alrededor.
—¡Cómo! exclamó Roland llevando la mano a una de sus pistoleras.
Pero con un movimiento rápido, Cadoudal le agarró la manó y gritó:
—¡Fuego!
Veinte tiros resonaron a la vez, y el obispo cayó como una masa inerte.
—¿Qué acabáis de hacer? dijo Roland.
—Os he forzado a mantener vuestra palabra, respondió Cadoudal.
—Así perecerá todo enemigo de Dios y del rey, dijo Sable, todo con voz solemne.
—Amén, respondieron los asistentes con siniestro conjunto.
Despojaron al cadáver de sus ornamentos sacerdotales y los echaron en la hoguera.
—Vamos, en camino, dijo Cadoudal.
Y dirigiéndose a los ejecutores:
—Ese hombre era culpable: la justicia humana y la divina están satisfechas. Que se digan las oraciones de los muertos sobre su cadáver y que tenga una sepultura cristiana; ¿oís?
Y seguro de ser obedecido, puso su caballo al galope. Roland pareció vacilar un instante en seguirle, y como si se decidiese a cumplir un deber:
—Vamos hasta el fin, dijo; y lanzó su caballo tras Cadoudal.
El sentimiento que experimentaba Roland siguiendo a Jorge Cadoudal se parecía al de un hombre que se siente sometido al desvarío.
Sus aventuras con Morgan y los compañeros de Jehú, sus aventuras con Cadoudal y sus chuanes, le parecían una iniciación extraña a alguna religión desconocida; pero como esos esforzados neófitos que arriesgan la muerte por conocer el secreto de la iniciación, estaba resuelto a ir hasta el fin.
Continuando su camino por la izquierda, ganaron la orilla del pequeño bosque que se extiende de Grandchamps a Larré.
Allí, Cadoudal hizo alto; imitó tres veces seguidas el grito del búho, y al cabo de un instante se halló rodeado de trescientos hombres.
Un espeso vapor salía de la tierra, que impedía que se viese a cincuenta pasos de distancia.
Antes de aventurarse más lejos, Cadoudal esperó noticias. De repente se oyó resonar el canto del gallo.
Casi al mismo tiempo se vio mover, en medio de la niebla, a un hombre que se adelantaba rápidamente.
Éste no se detuvo sino cuando estuvo cerca del general.
—¿Y bien, Flor-de-espino, preguntó Jorge en voz baja, qué camino siguen?
—El de Grandchamps a Vannes.
—De suerte que, desplazándome de Mencón a Plescop…
—Les atajáis el camino.
Cadoudal llamó a sus tenientes y les dio órdenes. Cada uno de ellos simuló el grito del mochuelo, y desapareció con cincuenta hombres.
Cadoudal se quedó con cien. Volvió cerca de Roland.
—¿General, le preguntó éste, va todo según vuestros planes?
—Así, así, coronel; y en una media hora vais a juzgar vos mismo. ¿Queréis pasarla comiendo un bocado y bebiendo un trago?
—A fe mía, confieso que la marcha me ha dejado rendido.
—Y yo, dijo Jorge, tengo la costumbre, antes de batirme con los republicanos, de almorzar lo mejor que puedo.
—¿Entonces es un ataque sorpresa?
—No; puesto que la niebla se disipará, y ellos nos verán como nosotros a ellos.
Y volviéndose hacia el que parecía encargado de los víveres:
—Corta-azul, ¿tienes algo que darnos para almorzar?
Corta-azul hizo un signo afirmativo, entró en el bosque y salió tirando de un asno cargado con dos cestos.
En un momento se tendió una capa, y sobre ésta un pollo asado, un pedazo de tocino frío, pan, tortas de trigo, una botella de vino y un vaso.
Cadoudal mostró a Roland la mesa puesta y la comida improvisada.
Roland saltó de su caballo y entregó la brida a un chuán.
Mientras bebían al lado uno de otro, como dos amigos que hacen un alto de caza, el día se aproximaba.
Pronto se distinguió en el camino de Grandchamps a Plescop, una línea de carros, cuya cola se perdía en el bosque.
Era fácil comprender que un obstáculo imprevisto los detenía.
En efecto, a medio cuarto de legua más allá del primer carro, se podía distinguir a doscientos chuanes que atajaban el camino.
Los republicanos habían hecho alto.
Hombres y carros formaban un triángulo, del que Cadoudal y sus cien hombres componían un extremo.
A la vista de aquel pequeño número de hombres, rodeados por fuerzas triples, Roland se levantó vivamente.
En cuanto a Cadoudal, permaneció perezosamente tendido, acabando su comida y siguiendo en el rostro del joven los diversos sentimientos que se sucedían.
—¿Y bien, le preguntó el chuán, halláis mis disposiciones bien tomadas, coronel?
Roland se mordió los labios.
—General, dijo, tengo que pediros un favor.
—¿Cuál?
—El permiso de ir a morir con mis compañeros.
Cadoudal se levantó.
—De acuerdo, pero tengo que reclamaros antes un servicio.
—Decid.
—Que seáis mi parlamentario ante el general Harty. Tengo algunas propuestas que hacerle antes de empezar el combate.
—Formuladlas.
—He aquí la primera: el general Harty y sus cien hombres están rodeados por fuerzas triples; les ofrezco la vida, pero depondrán las armas.
Roland sacudió la cabeza y dijo:
—Sea.
El joven saltó encima de un caballo que le trajeron, y atravesó rápidamente el espacio que le separaba del convoy detenido.
El asombro del general Harty fue grande.
Roland se hizo reconocer, refirió cómo se encontraba entre los blancos, y le trasmitió la proposición de Cadoudal.
Como había previsto el joven, éste rehusó.
Roland volvió hacia Cadoudal.
—Rehúsa, gritó desde lejos.
—Pues bien, en ese caso, llevadle mi segunda propuesta. El general Harty vendrá en el espacio que está libre entre ambas tropas; tendrá las mismas armas que yo, y la cuestión se decidirá entre los dos; si lo mato, sus hombres serán nuestros prisioneros; si me mata, sus hombres ganarán a Vannes sin ser inquietados.
—La acepto para mí, dijo Roland.
—Sí, dijo Cadoudal, pero vos no sois el general Harty.
Roland se alejó por segunda vez. Trasmitió su mensaje al general Harty.
—Rehúso también. Llevad mi respuesta al general realista.
Roland volvió a galope y llevó a Cadoudal la respuesta del general Harty.
—Mi tercera propuesta es una orden, que doy a doscientos de mis hombres, de retirarse. El general Harty tiene cien hombres, yo guardo otros cien. Si sale vencedor, pasará por encima de nuestros cuerpos y volverá a entrar tranquilamente en Vannes; si es vencido, no dirá que lo ha sido por el número; id, señor de Montrevel, y permaneced con vuestros amigos.
Roland alzó su sombrero y le saludó.
—Vamos, coronel, el último vaso de vino.
Y tomando la botella y el único vaso, lo llenó a medias y se lo presentó.
Roland apuró el vaso y se lo devolvió vacío. Cadoudal lo volvió a llenar a medias y lo bebió a su vez. Los dos jóvenes se estrecharon la mano.
—Buena suerte, le dijo Roland.
—Dios os guarde, caballero, le respondió Cadoudal.
—¿Cuál será la señal de que estáis listo? preguntó Roland.
—Un tiro de fusil disparado al aire y al cual responderéis con otro.
—Está bien, general, respondió Roland.
Y poniendo su caballo a galope, franqueó el espacio.
Entonces, extendiendo la mano hacia Roland:
—Hijos míos, ¿veis a ese joven?
Todas las miradas se dirigieron hacia Roland.
—Pues bien, nos está recomendado por nuestros hermanos del Mediodía; que su vida nos sea sagrada.
—Está bien, general, respondieron los chuanes.
—Y ahora, amigos míos, recordad que sois los hijos de aquellos treinta bretones que combatieron a treinta ingleses a diez leguas de aquí, y que resultaron vencedores.
La niebla se había disipado por completo.
Se podían distinguir, pues, todos los movimientos que hacían ambos bandos.
Al mismo tiempo que Roland se volvía con los republicanos, Rama-de-oro partía al galope, dirigiéndose a los doscientos hombres que les cortaban el camino.
Las dos compañías se alejaron cada una en su dirección.
Rama-de-oro volvió junto a Cadoudal:
—¿Tenéis órdenes particulares que darme, general?
—Una sola: toma ocho hombres y sígueme; cuando veas caer de su caballo al joven con quien he almorzado, te echas sobre él y le haces prisionero.
—Bien, general.
—Una vez prisionero Mr. de Montrevel, después de dar su palabra de honor, podéis obrar como queráis.
—Sea, dijo Rama-de-oro.
Después, echando Cadoudal un vistazo a la llanura, y viendo a sus hombres separadamente y a los republicanos formados en masa en línea de batalla:
—Un fusil, dijo.
Se lo entregaron. Cadoudal lo levantó por encima de su cabeza y disparó al aire. Casi al mismo tiempo, otro tiro salió del centro de los republicanos.
Se oyeron dos tambores que tocaban la carga. Los republicanos marchaban a bayoneta calada, en tres filas. Roland, a la cabeza de la primera. El general Harty, entre la primera y la segunda. Rama-de-oro había echado pie a tierra, tomando el mando de ocho hombres que debían seguir a Jorge.
Cadoudal gritó:
—¡Dispersaos!
Apenas dio esta orden, se esparcieron por la llanura, y a los gritos de ¡Viva el rey!
Se desparramaron formando una inmensa media luna, de la cual Jorge y su caballo eran el centro.
A los primeros tiros, cayeron tres o cuatro hombres en las filas de los republicanos.
—¡Adelante! gritó el general.
Los soldados continuaron marchando a la bayoneta. El general ordenó frente a la derecha y a la izquierda.
Después se oyó resonar la voz de:
—¡Fuego!
Dos descargas se hicieron y sin resultado, porque los republicanos tiraban a hombres aislados.
No sucedía lo mismo con los chuanes, que disparaban a una masa.
Roland comprendió la desventaja de la posición.
Miró a su alrededor, y en medio del humo, distinguió a Cadoudal de pie e inmóvil como una estatua ecuestre.
Lanzó un grito, y sable en mano picó derecho a él.
Cuando no estuvo más que a diez pasos, Cadoudal levantó lentamente una mano en la cual tenía una pistola armada, e hizo fuego.
El caballo que montaba Roland, herido mortalmente en plena frente, vino a rodar con su jinete a los pies de Cadoudal.
Cadoudal picó espuelas y saltó por encima del caballo y jinete.
Rama-de-oro y sus hombres estaban listos. Saltaron sobre Roland, cubierto por su cabalgadura.
El joven soltó su sable y quiso coger sus pistolas; pero antes se habían apoderado ya de él.
Roland rugía de rabia.
Rama-de-oro se aproximó a él con sombrero en mano.
—No me rindo, gritó.
—Es inútil que os rindáis, porque estáis apresado.
—Pues bien, matadme, exclamó.
—Dadnos vuestra palabra de no tomar parte en el combate y sois libre.
—¡Nunca!
—Excusadme, señor de Montrevel, pero lo que hacéis no es leal.
—¡Cómo! exclamó Roland, ¿me insultáis, miserable?
—No soy miserable ni os insulto, señor de Montrevel, únicamente digo que priváis al general del socorro de nueve hombres que pueden serle útiles.
Una llama de fuego pasó por el rostro de Roland; se puso pálido como la muerte y le respondió:
—Tienes razón, me rindo; puedes ir a luchar junto a tus compañeros.
Los chuanes lanzaron un grito de alegría, y se precipitaron hacia los republicanos.
Roland fue a sentarse encima de un pequeño promontorio.
Desde allí dominaba todo el combate y no perdía ni un detalle.
Por ambas partes la lucha era sin piedad, incesante, encarnizada.
Cadoudal daba vueltas sobre su caballo, alrededor de aquel reducto viviente, y a veinte pasos hacia fuego tan pronto con sus pistolas, como con un fusil de dos tiros.
A la tercera vez que repetía aquella maniobra, un fuego de pelotón le acogió; el general Harty le hacía los honores.
Desapareció entre el humo; y Roland le vio hundirse con su caballo.
Diez o doce republicanos se lanzaron de las filas, y otros tantos chuanes.
Fue un encuentro terrible, cuerpo a cuerpo, en el cual los chuanes con sus cuchillos debían llevar la ventaja.
De repente Cadoudal se volvió a encontrar de pie con una pistola en cada mano.
Dos hombres cayeron.
Luego, como un jabalí que se revuelve, entró en la brecha abierta, ensanchándola.
Había cogido un fusil de munición y se servía de él como si fuera una maza; a cada golpe derribaba a un hombre.
Atravesó aquel batallón y reapareció al otro lado.
Entonces todo acabó.
El general Harty reunió a una veintena de hombres, y calando bayoneta delante del círculo que le envolvía, marchaba a pie a la cabeza de sus soldados.
Diez hombres cayeron antes de haber roto aquel círculo. El general se encontró al otro lado. Los chuanes quisieron perseguirle. Pero Cadoudal, con voz de trueno, gritó:
—Que se retiren libremente.
Los chuanes obedecieron.
—Y ahora, dijo Cadoudal, que pare el fuego.
Los chuanes se replegaron, rodeando el montón de muertos y algunos vivos, más o menos heridos.
Los republicanos arrojaron lejos de sí los fusiles para no rendirse. Todos habían quemado hasta su último cartucho.
Cuando Roland vio la fortuna de sus contrarios, dejó caer la cabeza entre sus manos y permaneció con la frente baja.
Cadoudal llegó a él y le tocó en la espalda; el joven alzó lentamente la cabeza.
—¡General! disponed de mí, soy vuestro prisionero.
—No se hace prisionero a un embajador del primer cónsul, respondió Cadoudal riendo, sino que se le ruega que haga un servicio.
—Ordenad, general.
—Carezco de hospital de sangre para los heridos; carezco de local para los prisioneros; encargaos de conducirlos a Vannes.
—¡Cómo, general! exclamó Roland.
—A vos es a quien los confío; siento que vuestro caballo haya muerto, y el mío también; pero os queda el de Rama-de-oro, aceptadlo.
—¿Y qué diré al primer cónsul, general?
—Lo que habéis visto, caballero; él juzgará entre la diplomacia del abate Bernier y la de Jorge Cadoudal.
Roland tendió por segunda vez la mano a Cadoudal. El jefe realista la tomó con la misma franqueza y el mismo abandono que la última vez.
—Adiós, señor de Montrevel, le dijo; no tengo necesidad de deciros que justifiquéis al general Harty; una derrota semejante es tan gloriosa como una victoria.
Mientras tanto habían traído al coronel republicano el caballo de Rama-de-oro.
Saltó a la silla.
Roland echó la última mirada al campo de batalla; lanzó un suspiro, y enviando un adiós a Cadoudal, partió al galope.
Cadoudal dio un escudo de seis libras a cada hombre.
Roland no dejó de comprender que, con el dinero del Directorio, enviado al Oeste por Morgan y sus compañeros, el jefe realista podía permitirse ostentar liberalidad.