Capítulo VI

El ciudadano Fouché se encuentra comprometido

En el Hotel de Embajadores, al siguiente día a las once de la mañana, encontró Mme. de Montrevel, en vez de Roland, a un extraño que la esperaba y se acercó a ella.

—¿Sois la viuda del general de Montrevel, señora? le preguntó.

—Sí, señor, respondió Mme. de Montrevel bastante sobrecogida.

—¿Y buscáis a vuestro hijo?

—Ciertamente, y no comprendo, después de la carta que me ha escrito…

—El hombre propone y el primer cónsul dispone, respondió riéndose el extraño; el primer cónsul ha dispuesto de vuestro hijo por algunos días, y me ha enviado para recibiros en su lugar.

Mme. de Montrevel se inclinó.

—¿Y tengo el honor de hablar…? repuso.

—Al ciudadano Favolet de Bourrienne, su primer secretario, respondió el extraño. —Daréis las gracias en mi nombre al primer cónsul, replicó Mme. de Montrevel, y espero que tendréis la bondad de expresarle el profundo sentimiento que experimento al no poder hacerlo yo misma.

—Nada os será más fácil, señora.

—¿Cómo?

—El primer cónsul me ha ordenado conduciros al Luxemburgo.

—¡A mí!

—¡A vos y a vuestro hijo!

—¡Oh! Voy a ver al general Bonaparte, voy a ver al general Bonaparte, gritó el niño; ¡qué alegría!

Y saltó palmoteando de contento.

—Eduardo, Eduardo, dijo Mme. de Montrevel.

Después dirigiéndose a Bourrienne:

—Excusadle, caballero, dijo ella, es un salvaje de las montañas del Jura.

Bourrienne alargó su mano al niño.

—Soy un amigo de vuestro hermano, le dijo; ¿queréis darme un beso?

—De buena gana, caballero, respondió Eduardo; no sois un ladrón.

—No; así lo espero, respondió riendo el secretario.

—Excusadle otra vez, caballero, pero como hemos sido detenidos en el camino…

—¿Cómo detenidos?

—Sí.

—¿Por ladrones?

—No precisamente.

—Caballero, dijo Eduardo, ¿acaso no son ladrones los que roban dinero?

—En general, querido niño, así se les llama.

—¿Lo ves, mamá?

—Vamos, Eduardo, cállate, te lo ruego.

Bourrienne lanzó una mirada a Mme. de Montrevel y vio claramente por la expresión de su rostro que el tema de la conversación le era desagradable.

—Señora, dijo, me atreveré a recordaros que he recibido la orden de conduciros al Luxemburgo, y añadiros que Mme. Bonaparte os aguarda.

—Caballero, dejadme el tiempo de cambiar de vestido y vestir a Eduardo.

—¿Y cuánto tiempo creéis que podéis necesitar, señora?

—¿Es demasiado media hora?

—¡Oh! no, señora, dijo el secretario inclinándose, dentro de media hora vendré a ponerme a vuestras órdenes.

Tres cuartos de hora después se hallaban en el Luxemburgo.

Bonaparte ocupaba el piso bajo de la derecha; Josefina tenía su dormitorio y su gabinete en el primer piso, y un corredor del gabinete del primer cónsul conducía a su habitación.

Ya estaba prevenida, pues al ver a Mme. de Montrevel le tendió los brazos como a una amiga.

Mme. de Montrevel se había detenido respetuosamente a la puerta.

—¡Oh!, ¡entrad!, ¡entrad, señora! dijo Josefina, no os conozco desde hoy, sino desde el día que conocí a nuestro digno y excelente Roland.

Mme. de Montrevel estaba confusa por tantas bondades.

—Somos compatriotas, ¿no es cierto? continuó. ¡Oh! me acuerdo perfectamente de Mme. de la Clemenciere, quien tenía un bello jardín y magníficas frutas. ¿Os casasteis muy joven, señora?

—A los catorce años.

—No puede ser de otro modo, pues tenéis un hijo de la edad de Roland; pero tomad asiento.

Ella dio ejemplo haciéndole señas para que se sentase a su lado.

—¿Y ese niño encantador, continuó dirigiéndose a Eduardo, es también hijo vuestro?

Y lanzó un suspiro.

—Dios ha sido pródigo con vos, señora, dijo; y puesto que hace todo lo que podéis desear, deberíais rogarle que me enviase uno.

E imprimió con envidia sus labios en la frente de Eduardo.

—Mi marido se alegrará mucho de veros, señora. ¡Quiere tanto a vuestro hijo! Se halla ocupado con el ministro de la policía. Llegáis, añadió riéndose, a mala hora; ¡está furioso!

—¡Oh! dijo Mme. de Montrevel casi asustada, si se halla así, quiero mejor aguardar.

—¡No!, ¡no! Al contrario, vuestra presencia le calmará; no sé qué ha pasado: parece que detienen diligencias como en la Selva Negra.

Mme. de Montrevel iba a responder, pero en este momento la puerta se abrió y apareció un ujier.

—El primer cónsul espera a Mme. de Montrevel, dijo éste.

—Id, id, dijo Josefina, el tiempo es tan precioso para Bonaparte, que es casi tan impaciente como Luis XIV cuando no tenía nada que hacer.

Mme. de Montrevel se levantó con prontitud queriendo llevarse a su hijo.

—No, dijo Josefina, dejádmelo; os quedaréis a comer, y Bonaparte le verá a las seis; además, si desea verle ya lo dirá; por ahora, yo soy su segunda madre. Vamos a ver: ¿qué vamos a hacer para divertiros?

—El primer cónsul debe tener armas muy bonitas, ¿no, señora? dijo el niño.

—Sí, preciosas. Pues bien; vamos a ver las armas del primer cónsul.

Josefina salió por una puerta conduciendo al niño, y Mme. de Montrevel por otra siguiendo al ujier.

En el camino encontró a un hombre rubio, de pálido rostro, con vista empañada y que la miró con inquietud.

Ella se apartó ligeramente para dejarle pasar.

El ujier vio el movimiento.

—Es el prefecto de policía, le dijo en voz baja. Mme. de Montrevel le vio alejarse con cierta curiosidad. Fouché en esta época era ya fatalmente famoso.

En este momento, la puerta del gabinete de Bonaparte se abrió, y se vio cómo se dibujaba su cabeza.

Vio a Mme. de Montrevel.

—Mme. de Montrevel, dijo, ¡venid, venid!

Mme. de Montrevel apretó el paso y entró en el gabinete.

—Venid, dijo Bonaparte, cerrando la puerta tras sí. Os he hecho esperar, muy a mi pesar; estaba ocupado con Fouché; ya sabéis que estoy muy contento con Roland, y que uno de estos días pienso hacerle general. ¿A qué hora habéis llegado?

—Ahora mismo, general.

—¿De dónde venís? Roland me lo ha dicho, pero lo he olvidado.

—De Bourg.

—¿Por qué camino?

—Por el camino de Champagne.

—¡Por el camino de Champagne! ¿Entonces estabais en Chatillon, cuando?…

—Ayer a las nueve de la mañana.

—¿En ese caso debéis haber oído hablar de la detención de una diligencia?

—General…

—Sí, una diligencia a las diez de la mañana entre Chatillon y Bar-sur-Seine.

—General, es la nuestra.

—¿Cómo, es la vuestra?

—Sí.

—¿Estabais en la diligencia que ha sido detenida?

—Me encontraba en ella.

—¡Ah! entonces voy a tener detalles exactos. Excusadme; ya comprenderéis el deseo que tengo de enterarme; ¿no es cierto? En un país civilizado, que tiene por primer magistrado al general Bonaparte, no se detiene impunemente una diligencia en pleno día y en medio del camino…

—General, yo nada os puedo decir, salvo que los que detuvieron la diligencia iban a caballo y enmascarados.

—¿Cuántos eran?

—Cuatro.

—¿Cuántos hombres había en la diligencia?

—Cuatro con el conductor.

—¿Y no se defendieron?

—No, mi general.

—La declaración de la policía dice, sin embargo, que hubo dos disparos.

—Sí, mi general; pero estos dos disparos los hizo mi hijo Eduardo.

—Roland me ha hablado de él; ¡pero es un niño!

—No tiene aún doce años, mi general.

—¿Y es él el que ha hecho los dos disparos?

—Sí, mi general.

—¿Por qué no me lo habéis traído?

—Le he dejado con Mme. Bonaparte.

El primer cónsul llamó a un ujier.

—Decid a Josefina que venga con el niño.

Después, paseándose por su gabinete:

—¡Cuatro hombres! murmuró; ¡y es un niño el que les da ejemplo de valor! ¡y ni uno de esos bandidos ha sido herido!

—Las pistolas no tenían balas.

—¡Cómo!

—No, eran las del conductor; y el conductor había tenido la precaución de cargarlas sólo con pólvora.

—Está bien, averiguaré su nombre.

En este momento la puerta se abrió y Mme. Bonaparte apareció trayendo al niño por la mano.

—Ven acá, dijo Bonaparte al niño.

Eduardo se acercó sin vacilar, y le hizo un saludo militar.

—¿Eres tú quien va disparando a los ladrones?

—¿Ves, mamá, como eran ladrones? interrumpió el niño.

—Por supuesto que son ladrones; ¡que me digan lo contrario! En fin, ¿eres tú el que dispara a los ladrones, cuando los hombres tienen miedo?

—Sí, soy yo, mi general; pero por desgracia ese cobarde de conductor no había cargado sus pistolas más que con pólvora; de otro modo habría matado al jefe.

—¿Y no tuviste miedo?

—Yo no, dijo el niño; nunca lo tengo.

—Es una raza de leones, señora, dijo Bonaparte volviéndose hacia Mme. de Montrevel, apoyado en el brazo de Josefina.

Y dirigiéndose al niño:

—Está bien, dijo dándole un beso; ya nos cuidaremos de ti; ¿qué quieres ser?

—Soldado primero.

—¿Cómo primero?

—Sí; y después coronel como mi hermano y más tarde general como mi padre.

—No será culpa mía si no lo eres, dijo el primer cónsul.

—Ni mía, replicó el niño.

—¡Eduardo! dijo temerosa Mme. de Montrevel.

—No vayáis a reñirle por haber respondido como debe.

Y tomando al niño en sus brazos, le dio un beso.

—Coméis con nosotros, dijo, y esta noche Bourrienne os instalará en la calle de la Victoria; permaneceréis allí hasta la vuelta de Roland, que os buscará una habitación a su manera. Eduardo entrará en el Priteneo, y casaré a vuestra hija.

—¡General!

—Así lo he convenido con Roland.

Después, dirigiéndose a Josefina:

—Condúcela y procura que no se aburra. Mme. de Montrevel es vuestra amiga, Bonaparte recalcó esta palabra. Si quiere entrar en una tienda de modas, impedídselo; sombreros no le deben faltar, pues el mes pasado compró treinta y ocho.

Y dándole a Eduardo un palmadita de amistad en la mejilla se despidió por señas de las dos señoras.