La diligencia de Génova
A la hora, poco más o menos, en que Roland entraba en Nantes, una diligencia muy cargada paraba en el parador de la Cruz de Oro, en plena calle mayor de Chatillon-sur-Seine.
Apenas paró la diligencia, el postillón echó pie a tierra y abrió las portezuelas. Los viajeros y viajeras eran siete. En el interior, tres hombres, dos mujeres y un niño de pecho. En el cupé una madre y un hijo. Los tres hombres del interior eran un médico de Troyes, un relojero de Génova, y un arquitecto de Bourg.
Las dos mujeres eran una doncella que iba a reunirse con su señora en París, y la otra una ama de leche con un niño de pecho que devolvía a sus padres. La madre y el hijo del cupé eran una señora de unos cuarenta años, que conservaba aún señales de una gran belleza, y el hijo un niño de once a doce años.
El tercer asiento del cupé estaba ocupado por el conductor. El almuerzo estaba preparado, como de costumbre, en la gran sala de la fonda; uno de esos almuerzos que el conductor, de acuerdo sin duda con el fondista, no dejaba nunca tiempo a los viajeros para concluir. Cuando más acaloradamente estaban hablando y disputando se oyeron los gritos sacramentales:
—¡Al coche!, ¡al coche!
—Un momento, conductor, un momento, dijo el arquitecto; estamos consultando.
—¿Sobre qué?
—Cerrad la puerta, conductor, y venid aquí.
—Bebed un vaso de vino con nosotros, conductor.
—Con mucho gusto, señores, dijo el conductor; un vaso de vino no se rehúsa.
El conductor tendió su vaso, y los tres viajeros brindaron con él. En el momento en que el conductor iba a llevar el vaso a su boca, el médico le detuvo.
—Veamos, conductor, francamente, ¿es cierto?
—¿El qué?
—Lo que nos dice el señor. Y señaló al genovés.
—¡Señores, dijo el conductor, al coche!
—Pero no nos contestáis.
—¿Qué diablo queréis que os conteste? No me preguntáis nada.
—Sí, os preguntamos si es cierto que conducís en vuestra diligencia una suma considerable perteneciente al gobierno francés.
—Bocazas, dijo el conductor al relojero; ¿sois vos quién lo ha dicho?
—Vamos, señores, al coche.
—Pero es que antes de volver a subir, querríamos saber…
—¿Si tengo dinero del gobierno? Lo tengo; pero si somos detenidos, no digáis una palabra y todo irá a las mil maravillas.
—¿Estáis seguro?
—Dejádmelo a mí. Vamos, señores, al coche, despachemos.
El niño, que escuchaba esta conversación con las cejas contraídas y los dientes apretados, dijo a su madre:
—Si somos detenidos, sé bien lo que haré.
—¿Qué harás? le preguntó ésta.
—Ya lo veremos.
—¿Qué dice ese niño? preguntó el relojero.
—Digo que sois todos unos cobardes, respondió el niño sin vacilar.
—¡Eduardo! dijo la madre, ¿cómo te atreves?
—Ojalá parasen la diligencia, dijo el niño con la mirada chispeante de ira.
—Vamos, vamos, señores, a la diligencia, gritó por última vez el conductor.
—Conductor, dijo el médico, presumo que no tenéis armas.
—Sí, tengo pistolas.
—¡Desgraciado!
El conductor se inclinó a su oreja, y muy bajo:
—Estad tranquilo, doctor; no están cargadas más que con pólvora.
—¿No subís con nosotros, conductor? preguntó la madre.
—Gracias, señora de Montrevel, respondió el conductor, tengo qué hacer en la imperial.
Y al pasar le dijo:
—Tened cuidado que el señorito Eduardo no toque las pistolas que están en la bolsa.
—Bueno, dijo el niño; como si uno no supiera qué es una pistola.
—No importa, dijo Mme. de Montrevel; te ruego, Eduardo, que no toques nada.
—¡Oh! estad tranquila, mamá.
Y repitió a media voz:
—Es igual, si los compañeros de Jehú nos detienen, sé bien lo que tengo que hacer.
Hacía uno de esos hermosos días de invierno que hacen comprender a los que creen la naturaleza muerta que la naturaleza no muere, sino duerme.
De repente, y después de haber rodado una hora desde Chatillon, al llegar a un recodo de la orilla, el carruaje se paró sin obstáculo aparente: cuatro caballeros avanzaban tranquilamente al paso de sus caballos, y uno de ellos, que marchaba dos o tres pasos por delante de los demás, había hecho una señal con la mano al postillón para que parase.
El postillón obedeció.
Mme. de Montrevel meditaba; una mujer medita siempre un poco: joven, sobre el porvenir; vieja, sobre lo pasado. Salió de su meditación, sacó a su vez la cabeza por la portezuela, y dio un grito.
Eduardo se volvió vivamente.
—¿Qué tienes, mamá? le preguntó.
Ella, palideciendo, le tomó en sus brazos sin responderle.
En eso se oyeron gritos de terror en el interior de la diligencia.
—Pero ¿qué hay?, ¿qué hay? preguntó Eduardo, resistiéndose a la cadena que formaba el brazo de su madre alrededor de su cuello.
—Hay, amiguito, dijo con una voz llena de dulzura uno de los hombres enmascarados, pasando su cabeza por el cupé, que tenemos que arreglar con el conductor una cuenta, que no concierne en nada a los señores viajeros; decid, pues, a vuestra madre, que se sirva aceptar nuestros respetos y no tenga cuidado.
Después pasando al interior:
—Señores, dijo, servidor vuestro; no temáis nada por vuestras bolsas o alhajas; tranquilizad a la nodriza. No hemos venido para retirarle la leche.
Luego dirigiéndose al conductor:
—Vamos, compadre Jerónimo, tenemos un centenar de miles de francos en la imperial y en los cofres, ¿no es eso?
—Señores, les aseguro…
—El dinero es para el gobierno; pertenece al tesoro de los Osos de Berna; setenta mil francos están en oro, el resto en plata; la plata está en el coche, el oro en los cofres del cupé; ¿estamos bien informados?
A estas palabras, en los cofres del cupé, Mme. de Montrevel dio un segundo grito de terror; iba a encontrarse en contacto inmediato con aquellos hombres que, a pesar de su política, la inspiraban un profundo terror.
—¿Pero qué tienes, mamá? ¿Qué tienes? preguntó el niño con impaciencia.
—¿No lo comprendes?
—No.
—La diligencia está detenida.
—¿Por qué? di, ¿por qué? ¡Ah, mamá! comprendo.
—No, no, dijo Mme de Montrevel, no lo comprendes.
—Esos señores son ladrones.
—Guárdate de decir eso.
—¡Cómo! ¡No son ladrones! Mira cómo cogen el dinero del conductor.
En efecto, uno de ellos cargaba sobre la grupa de su caballo los talegos de dinero que el conductor echaba de la imperial.
—No, dijo Mme de Montrevel, no son ladrones.
Luego bajando la voz:
—Son los compañeros de Jehú.
—¡Ah! dijo el niño, ¿esos son los que asesinaron a mi amigo sir John?
Y el niño se puso muy pálido, y su respiración empezó a silbar entre sus dientes apretados.
En aquel momento, uno de los enmascarados abrió la portezuela del cupé, y con la más exquisita cortesía:
—Señora condesa, dijo, con gran pesar nuestro nos vemos obligados a molestaros; pero tenemos, o más bien, el conductor tiene qué hacer en el cofre del cupé: sed, pues, bastante buena para poner un momento pie a tierra; Jerónimo concluirá tan pronto como le sea posible.
Y con cierto buen humor, que no carecía de cierto tono burlón:
—¿No es así, Jerónimo?
Jerónimo respondió desde lo alto de la diligencia, confirmando las palabras de su interlocutor.
Por un movimiento instintivo, y para interponerse entre el peligro, si lo había, y su hijo, Mme. de Montrevel obedeció a la invitación, e hizo pasar a Eduardo detrás de ella.
Aquel instante bastó al niño para apoderarse de las pistolas del conductor.
El joven de la voz burlona ayudó a bajar con los mayores cuidados a Mme. de Montrevel; hizo una señal a uno de sus compañeros para que le ofreciese el brazo y se volvió hacia el coche.
Pero en aquel momento una doble detonación se oyó; Eduardo acababa de hacer fuego con ambas manos al compañero de Jehú, que desapareció en una nube de humo.
Mme. de Montrevel lanzó un grito y se desmayó.
Muchos gritos, expresiones de sentimientos diversos respondieron al maternal.
El interior del coche fue un grito de angustia: se había convenido en no oponer resistencia, y he aquí que alguno resistía.
Entre los otros tres jóvenes, se produjo una exclamación de sorpresa; era la primera vez que sucedía algo parecido.
Se precipitaron hacia su camarada, al que creyeron pulverizado.
Lo encontraron de pie, sano y salvo y riendo a carcajadas, mientras que el conductor con las manos juntas exclamaba:
—Señor, os juro que no tenían balas; señor, os aseguro que estaban cargadas con pólvora solamente.
—¡Caramba! dijo el joven, veo que estaban cargadas con pólvora solamente, pero la buena intención no faltaba, ¿no es así, Eduardito?
Después, volviéndose hacia sus compañeros:
—Confesad, señores, que este niño es encantador; que es hijo de su padre, y hermano de su hermano; bravo, Eduardo, serás todo un hombre.
Entre tanto, uno de los tres compañeros llevó a la madre de Eduardo a algunos pasos de la diligencia, y la acostó sobre una manta al borde de un barranco.
El que acababa de elogiar a Eduardo con tanto afecto, la buscó con los ojos, y al verla:
—No podemos abandonar a una mujer en ese estado, señores; conductor, encargaos de Eduardo.
Y dirigiéndose a otro de sus compañeros:
—Veamos tú, el hombre de las precauciones, ¿no traes algún frasco de sales?
—Ten, respondió aquél a quien se dirigía.
Y le dio un frasco de vinagre inglés.
—Ahora, dijo el joven que parecía el jefe, acaba con Jerónimo, que yo me encargo de socorrer a Mme. de Montrevel.
Justo a tiempo, puesto que el desmayo de Mme. de Montrevel derivaba poco a poco en un ataque de nervios.
El joven se inclinó hacia ella y le hizo respirar las sales.
—¡Eduardo! ¡Eduardo! gritó la dama volviendo en sí; y con un ademán involuntario hizo caer la máscara del joven.
Era Morgan.
Mme. de Montrevel quedó atónita ante el aspecto de aquellos hermosos ojos azules, de aquella frente elevaba, aquellos labios primorosos, y aquellos dientes blancos entreabiertos por una sonrisa.
Comprendió que no corría ningún peligro en poder de un hombre semejante, y que ningún mal podía haberle sucedido a Eduardo.
—¡Oh, caballero! dijo, ¡qué bueno sois!
Con una coquetería extraña y propia de su espíritu caballeresco, Morgan, en vez de ponerse su máscara para que Mme. de Montrevel no guardase más que un recuerdo pasajero y confuso, dejó a su fisonomía todo el tiempo necesario para producir su efecto, y pasando el frasco de Lepretre a las manos de Mme. de Montrevel, reanudó los cordones de su máscara.
Mme. de Montrevel comprendió esta delicadeza del joven.
—Caballero, dijo, estad tranquilo; en cualquier lugar, en cualquiera situación que os encuentre, me seréis desconocido.
—En ese caso, señora, dijo Morgan, soy yo a quien toca agradeceros, a mi vez: ¡qué buena sois!
—Vamos, señores viajeros, al coche, dijo el conductor con su habitual entonación y como si nada extraordinario hubiera pasado.
—¿Estáis enteramente repuesta, señora, o necesitáis aún algún tiempo? La diligencia esperará, dijo Morgan.
—No, señores, os vuelvo a dar gracias; me siento perfectamente bien.
Morgan presentó su brazo a Mme. de Montrevel, que se apoyó en él para atravesar el camino y volver a subir en la diligencia. El conductor había ya introducido a Eduardo.
Cuando Mme de Montrevel volvió a ocupar su sitio, Morgan, que había ya hecho las paces con la madre, quiso hacerlas con el hijo.
—No me guardes rencor, mi joven héroe, dijo tendiéndole la mano.
Pero el niño le rechazó.
—Yo no doy la mano a un ladrón de camino real.
Mme. de Montrevel hizo un movimiento de espanto.
—Es encantador, señora, dijo Morgan, pero tiene preocupaciones.
Y saludando con la mayor cortesía, volvió a cerrar la portezuela, y el coche se puso en marcha.
—¡Diablo! murmuró Morgan, con el primer suspiro que sus compañeros le habían oído lanzar, creo que he hecho bien en no pedir la mano de mi pobre Amelia.
Y volviéndose después a sus camaradas:
—Señores, dijo, ¿hemos concluido?
—¡Sí! respondieron a una sola voz.