Guyon, Amiet y Lepretre
Morgan atravesó la sala de baile y se dirigió hacia un pequeño salón situado al otro lado del guardaropa.
Sus tres compañeros, Lepretre, Amiet y Guyon, le esperaban.
Con ellos se hallaba un joven en traje de correo de gabinete con librea del gobierno.
Un mapa, en que se podían notar hasta las menores sinuosidades del terreno, estaba extendido sobre una mesa.
Antes de decir qué hacia allí aquel correo, y con qué fin estaba extendido aquel mapa, echemos una ojeada sobre los tres nuevos personajes, cuyos nombres acababan de resonar en la sala de baile, y que están destinados a desempeñar un papel importante en la continuación de esta historia.
Lepretre era un hombre de cuarenta y ocho años, con cabellos espesos y encanecidos; pero con las cejas y los bigotes de un negro de ébano. Antiguo capitán de dragones, admirablemente hecho para la lucha física y moral; sus músculos indicaban la fuerza, y su fisonomía la terquedad. Por lo demás, de una presencia noble, de una gran elegancia de modales, perfumado como un petimetre y respirando, por manía o por costumbre, ya un frasco de sales inglesas, ya un pebetero de plata sobredorada, con los más delicados perfumes.
Guyon y Amiet, cuyos verdaderos nombres no se conocían como los de Lepretre y Morgan, eran generalmente llamados en la compañía los inseparables.
Figuraos a Orestes y Pílades con veintidós años; el uno alegre, locuaz, atolondrado; el otro triste, silencioso, meditabundo; compartiéndolo todo: dinero, peligros, queridas; complementándose el uno con el otro; tocando ambos los límites de todos los extremos; en el peligro olvidándose de sí mismos para velar el uno por el otro, como los jóvenes espartanos del batallón sagrado, y tendréis una idea de Guyon y de Amiet.
Estaban convocados, como lo estaba sin duda Morgan, por asuntos de la compañía.
Morgan, al entrar, fue derecho al fingido correo y le apretó la mano.
—¡Ah, querido amigo! dijo éste con un movimiento hacia atrás, indicando que no se hacen impunemente cincuenta leguas a escape en caballos de posta; vosotros los parisienses lo pasáis muy bien, muy divertidos. Pero, pobres amigos míos, es preciso decir adiós a todo esto de inmediato; es desagradable, es triste, es desesperante, pero la casa de Jehú antes que todo.
—Mi querido Hastier, dijo Morgan.
—¡Hola! dijo Hastier, nada de nombres propios. Lecog, sí, pero Hastier de ningún modo; no conozco a Hastier. Y vosotros, señores, continuó el joven dirigiéndose a Guyon, a Amiet y a Lepretre, ¿le conocéis?
—No; respondieron los tres jóvenes, y pedimos perdón por Morgan, que se ha confundido.
—Mi querido Lecog, dijo Morgan.
—¡Enhorabuena! interrumpió Hastier, contesto de ese nombre. Veamos, ¿qué quieres decirme?
—Quiero decirte que en lugar de caer en un cúmulo de divagaciones más o menos floridas, podrías decirnos el porqué de ese traje y de ese mapa.
—¡Caramba! si no lo sabes aún, replicó el joven, es culpa tuya y no mía. Si no hubiera tenido que llamarte dos veces, probablemente por estar ocupado con alguna hermosa víctima que pide a un apuesto joven venganza por sus ancianos padres muertos, estarías tan enterado como estos señores, y no tendría que repetir mi cavatina. A ver: se trata simplemente de un resto de tesoro de los Osos de Berna que, por orden del general Masena, el general Lecourbe ha expedido al ciudadano primer cónsul; una miseria, cien mil francos, que no se atreven a hacer pasar por el Jura, a causa de los partidarios de M. de Teyssonnet, que podrían apoderarse de ellos, y los expiden por Génova, Bourg, Maion, Dijon y Troyes, camino más seguro.
—¡Muy bien!
—Hemos sido avisados de la noticia por Renard, que ha salido de Gex a escape para decírselo a Nirondela, en Chalons-Sur-Saone, el cual se lo ha dicho a Turrere, y éste a Lecog, que ha hecho cuarenta y cinco leguas para trasmitíroslo a su vez. En cuanto a los detalles secundarios, son estos: el tesoro ha salido de Berna, y debe llegar hoy a Génova; saldrá mañana con la diligencia de Génova a Bourg; de suerte que, en saliendo esta misma noche, pasado mañana podéis, mis queridos hijos de Israel, volver a encontrar el tesoro de los señores Osos entre Dijon y Troyes, hacia Bar-sur-Seine. ¿Qué decís?
—Perdonad, dijo Morgan; lo que decimos es que eso no admite discusión, y que jamás nos permitiríamos tocar al dinero de los señores Osos de Berna en tanto que saliera de los cofres de sus señorías; pero desde el momento en que ha cambiado de destino, no veo inconveniente en que cambie de manos. ¿Partimos?
—¿Tenéis la silla de posta?
—Aquí está, en la cochera.
—¿Tenéis dos caballos para conducirnos hasta la próxima posta?
—Están en la cuadra.
—¿Tenéis cada uno vuestro pasaporte?
—Tenemos cada uno cuatro.
—Bien.
—Pero no podemos parar la diligencia en silla de posta.
—¿Y porqué no? dijo Guyon; sería original. No veo por qué, pudiendo tomar un bajel al abordaje con una barca, no hemos de tomar una diligencia con una silla de posta; nos falta probar esa fórmula, Amiet.
—Aprobado, respondió éste; pero con el postillón, ¿qué haremos?
—Exacto, respondió Guyon.
—Está todo previsto, hijos míos, dijo el correo; se ha expedido un aviso a Troyes; dejaréis vuestra silla en casa de Delbauce; allí encontraréis cuatro caballos ensillados, y pasado mañana, o más bien mañana, entre siete y ocho, el dinero de esos señores pasará un mal rato.
—¿Cambiamos de ropa? preguntó Lepretre.
—¿Para qué? dijo Morgan, me parece que estamos presentables así: jamás ninguna diligencia ha sido aligerada de un peso incómodo por gente mejor vestida. Echemos un último vistazo al mapa; llevemos un pastel, aves frías y una docena de botellas de vino de Champaña en los cofres del carruaje; armémonos en el arsenal; envolvámonos en buenas capas, y andando.
Los cuatro jóvenes se inclinaron sobre el mapa.
—Tengo un consejo topográfico que daros, dijo el correo; emboscaos a este lado de Mussú; hay un vado enfrente de Riceys, miradlo; y el joven indicó el punto exacto en el plano. Llegáis a Chaource, que está ahí; desde Chaource hay un camino departamental que conduce a Troyes; en Troyes volvéis a encontrar vuestro carruaje, tomáis el camino de Sens en lugar del de Coulommiers; los papanatas —los hay aún en provincias— que os han visto pasar la víspera, no se sorprenderán de volveros a ver pasar al día siguiente; y estáis en la ópera a las diez, en lugar de estar a las ocho, que es de mejor tono.
—Adoptado por mi parte, dijo Morgan.
—Adoptado, repitieron en coro los otros tres jóvenes.
Morgan sacó su reloj.
—La una de la madrugada, dijo; vamos, señores, es preciso que a las tres hayamos mudado en Lagny.
Desde aquel momento comenzaba la expedición; Morgan venía a ser el jefe, y ya no preguntaba; ordenaba.
Lepretre, que mandaba en su ausencia, estando él presente le obedecía el primero.