Capítulo II

El baile de las víctimas

Apenas había andado cien pasos, cuando se quitó la máscara.

En la calle de Taranne llamó a la puerta de una casa de huéspedes que estaba en la esquina de la del Dragón; entró, tomó de un clavo la llave del número 12, y de encima de un mueble un candelabro, y subió sin ocasionar otra impresión que la de un inquilino habitual.

Dieron las diez. Escuchó atentamente las horas, y dijo para sí:

—¡Bien! no llegaré tarde.

Pese a esta seguridad, Morgan pareció decidido a no perder tiempo; encendió cuatro bujías y colocó dos sobre la chimenea y otras dos sobre la cómoda; abrió uno de sus cajones y extendió sobre la cama un traje completo de increíble última moda.

La lente de rigor no faltaba. En cuanto al sombrero, era igual al que Carlos Vernet usaba en el Directorio.

Preparados estos enseres, Morgan pareció esperar con impaciencia.

Al cabo de cinco minutos llamó y apareció un criado.

—¿El peluquero, preguntó Morgan, no ha venido?

—Sí, ciudadano, ha venido; pero como no habíais llegado aun, dijo que volvería; cuando entrasteis llamaban a la puerta; será probablemente…

—¡Aquí estoy, aquí estoy! dijo una voz en la escalera.

—¡Ah!, ¡bravo! replicó Morgan; adelante, maestro Cadenette; tenéis que hacer de mí un Adonis.

—No es difícil, señor barón, dijo el peluquero; excusadme que no os haya esperado; hay esta noche un gran baile en la calle del Bac, el baile de las víctimas, y creía…

—¡Hola! dijo Morgan riendo; ¿sois aún realista, Cadenette?

—Ya lo creo. ¿Qué peinado desea el señor barón?

—Orejas de perro y el cabello recogido hacia atrás.

—¿Con una ligera capa de polvos?

—Dos, amigo Cadenette.

—¡Oh, señor barón! ¡Cuando pienso que durante cinco años no se han encontrado sino en mi casa polvos a la mariscala, y que por una caja era uno guillotinado!…

—Yo he conocido a gente, Cadenette, que lo ha sido por menos que eso.

—Aquellos tiempos eran los buenos, señor barón; no solamente para los peluqueros, sino para Francia. Dos hombres han bastado para echar por tierra a una potencia que descansaba sobre las pelucas de Luis XIV, sobre los pufs de la Regencia, sobre los rizos de Luis XV, y sobre los tupes de María Antonieta.

—Es cierto, Cadenette, es cierto.

—Pues ¿y ahora? No sé de qué manera podemos vivir. ¿Cómo se pueden rizar los cabellos de Mr. Bonaparte?

—¡Los lleva cortados!

—Miraos, señor barón, continuó Cadenette; queríais estar bello como Adonis. ¡Oh! si Venus os viese, no sólo Adonis, sino hasta Marte se pondría celoso.

Y Cadenette, finalizado su trabajo y satisfecho de su obra, presentó un espejo de mano a Morgan, que se miró en él con satisfacción.

—Vaya, vaya, dijo al peluquero; decididamente, amigo mío, sois un artista; conservad en la memoria este peinado, y si alguna vez me cortan el pescuezo, como probablemente habrá mujeres en mi ejecución será el que elegiré. Tomad un escudo por el trabajo que os habéis tomado. Tened la bondad de decir al bajar que traigan un carruaje.

Cadenette lanzó un suspiro.

—Señor barón, dijo, hubo una época en que os habría contestado: «Mostraos en la corte con ese peinado, y estaré pagado;» pero como ya no hay corte, es preciso vivir. Tendréis vuestro carruaje.

Cadenette lanzó un segundo suspiro, metió el escudo de Morgan en su bolsillo, hizo el saludo reverencioso de los peluqueros y maestros de baile y dejó al joven perfeccionar su toilette.

Acabado el peinado, sólo la corbata le hizo perder algún tiempo, a causa de los lazos que requería; pero, como hombre experimentado, salió con buen pie de tan ardua tarea, y al dar las once estuvo listo para subir al carruaje.

Cadenette no había olvidado la comisión: un fiacre esperaba a la puerta.

Morgan saltó gritando:

—Calle de Bac, número 60. Pago la carrera doble: pero con la condición de que no estacionéis en la puerta.

El fiacre recibió tres francos y desapareció en la esquina de la calle de Varennes.

Morgan miró la fachada sombría y silenciosa de la casa, y sin vacilar llamó de cierta manera.

La puerta se abrió al momento. El patio estaba iluminado. A medida que se acercaba distinguía el sonido de los instrumentos. Subió un piso y se encontró en el guardarropa, donde dio su capa al encargado.

—Tomad un número, le dijo éste; poned las armas en la galería de manera que podáis reconocerlas.

Morgan guardó el número en el bolsillo de su pantalón, y entró en una gran galería convertida en arsenal.

Allí había una verdadera colección de armas de todas las especies: pistolas, trabucos, carabinas, espadas, puñales. Como el baile podía ser interrumpido por la policía, era preciso que cada danzante pudiese transformarse en combatiente con la mayor rapidez.

Desembarazado de sus armas, Morgan entró en el salón. Dudamos que la pluma pueda dar una idea a nuestros lectores del aspecto que presentaba este baile.

En general, como su nombre, baile de las víctimas, indicaba, nadie era admitido en él sino en virtud de los extraños derechos que daban los parientes enviados al cadalso por la Convención o el común de París, ametrallados por Collot d’Herbois o ahogados por Carrier.

Así, la mayor parte de las jóvenes, cuyas madres y hermanas mayores habían caído bajo la mano del verdugo, llevaban el traje que aquellas habían vestido para la suprema y lúgubre ceremonia; es decir, el vestido blanco, chal rojo, y cabellos cortados a flor del cuello.

Algunas, para añadir a este traje tan característico un detalle más significativo todavía, habían anudado a su cuello un hilo de seda rojo y delgado como el filo de una navaja de afeitar.

En cuanto a los hombres que se encontraban en el mismo caso, tenían la esclavina de su vestido caída hacia atrás, el cuello de su camisa flotando, la garganta desnuda y los cabellos cortados.

Allí había hombres de cuarenta a cuarenta y cinco años, que habían sido educados en los gabinetes de las bellas cortesanas del siglo XVIII, y que habían tomado del vicio el barniz con que ocultaban su ferocidad. Eran todavía jóvenes y apuestos; entraban en un salón sacudiendo sus cabelleras olorosas y sus bigotes perfumados, porque si no hubiesen respirado el ámbar o la verbena, habrían respirado sangre.

Había asimismo hombres de veinticinco a treinta años, vestidos con una elegancia infinita, que formaban parte de la asociación de los Vengadores, y que parecían dominados por la monomanía del asesinato y la locura del degüello; que tenían frenesí de sangre, y la sangre no les apagaba la sed; que cuando les venía la orden de matar, mataban a aquel que se les designaba, amigo o enemigo; que llevaban la conciencia del comercio en la contabilidad del asesinato; que recibían la letra sangrienta que les pedía la cabeza de tal o cual jacobino, y la pagaban a la vista.

Había también jóvenes de dieciocho a veinte años, casi niños, pero niños alimentados como Aquiles, con la médula de las bestias feroces. Era aquella generación extraña; que llegaba después de las grandes convulsiones políticas como vienen los buitres y los cuervos después de la carnicería.

Fréron, el célebre sanguinario y apóstata Fréron, se hallaba en medio de esta juventud dorada, tartajeando, ceceando, dando su palabra de honor justo cuando Morgan se abría paso.

Toda aquella juventud, a pesar del traje con que estaba vestida, a pesar de los recuerdos que aquellos vestidos traían, estaba loca de alegría.

Morgan buscaba evidentemente a alguien en concreto.

Un joven elegante, envuelto en una capita de plata sobredorada que le tendía una encantadora víctima, con un dedo, rojo de sangre, única parte de su delicada mano sustraída al guante, quería pararlo para darle pormenores sobre la expedición de la que había traído aquel sangriento trofeo; pero Morgan le sonrió, apretó la mano enguantada y se contentó con responderle:

—Busco a uno.

—¿Negocio urgente?

—Compañía de Jehú.

El joven del dedo sangriento le dejó pasar.

Una adorable furia, con los cabellos sujetos por un puñal, de hoja más puntiaguda que la de una aguja, le cerró el camino diciéndole:

—Morgan, sois el más apuesto, el más bravo y el más digno de ser querido de todos los que están aquí. ¿Qué contestáis a la mujer que os dice esto?

—Que amo, dijo Morgan, y que mi corazón es demasiado estrecho para un odio y dos amores.

Y continuó su pesquisa.

Dos jóvenes que discutían, el uno diciendo: es un inglés; el otro diciendo: es un alemán, detuvieron a Morgan.

—¡Ah, pardiez! dijo uno, he aquí el que puede sacarnos de dudas.

—No; contestó Morgan tratando de romper la barrera que le oponían, porque llevo prisa.

—Sólo tienes que responder a una cosa, dijo el otro. Acabamos de apostar, Saint-Amand y yo, que el hombre juzgado y ejecutado en la Cartuja de Seillon era, según él, un alemán: según yo, un inglés.

—No lo sé, respondió Morgan; no estaba allí. Dirigíos a Héctor; él es quien presidía esa noche.

—¿Dinos entonces dónde está Héctor?

—Decidme más bien dónde está Tiffanges; le busco.

—Allí abajo, dijo el joven indicando un punto de la sala donde la contradanza brincaba más alegre y animada. Le reconocerás por el chaleco; y el pantalón tampoco pasa desapercibido; yo me haré uno parecido con la piel del primer republicano con el que tenga que habérmelas.

Morgan no tuvo tiempo de preguntar qué tenían de especial el chaleco y el pantalón de Tiffanges.

Fue derecho al punto indicado por el joven, y vio al que buscaba, ¡bailando!…

Morgan le hizo una señal.

Tiffanges se paró en el mismo instante, saludó a su pareja, la volvió a conducir a su sitio, se excusó con la urgencia del asunto que le llamaba, y vino a tomar del brazo a Morgan.

Huelga decir que el nombre de Tiffanges era, como todos los nombres de los realistas afiliados que veremos figurar en este libro, falso.

Los dos jóvenes pasaron a un gabinete reservado para las conferencias.

—¿Le habéis visto? preguntó Tiffanges a Morgan.

—Le acabo de dejar, respondió éste.

—¿Y le habéis entregado la carta del rey?

—A él mismo.

—¿La leyó?

—Al momento.

—¿Y dio alguna respuesta?

—Dio dos; una verbal y otra escrita.

—¿Y la tenéis?

—Aquí está.

—¿Conocéis el contenido?

—Es una negativa.

—¿Cierto?

—Seguro.

—¿Sabe que desde el momento en que nos quite toda esperanza, le trataremos como enemigo?

—Se lo he dicho.

—¿Y respondió?

—No; se encogió de hombros.

—¿Y cuáles son sus intenciones?

—No son difíciles de adivinar.

—¿Tendrá intención de quedarse con el poder?

—Diría que sí.

—El poder; ¿pero no el trono?

—¿Por qué no?

—No se atreverá a proclamarse rey.

—¡Oh! no digo que se proclame rey precisamente, pero os aseguro que se proclamará algo.

—Pero si en definitiva no es más que un soldado de fortuna.

—Querido mío, vale más en este momento ser hijo de sus obras que nieto de un rey.

El joven permaneció pensativo.

—Referiré todo eso a Cadoudal, dijo.

—Y añadid que el primer cónsul ha dicho estas palabras: «Tengo la Vendée en mi mano, y si quiero, en tres meses no se quemará allí ni un cartucho más».

—Bueno es saberlo.

—Y que Cadoudal lo sepa también.

En aquel momento la música cesó de repente; el rumor de los que bailaban se apagó; hubo un gran silencio, y en medio de él, cuatro nombres fueron pronunciados por una voz sonora y acentuada.

Estos cuatro nombres eran los de Morgan, Guyon, Amiet, y Lepretre.

—Perdonad, dijo Morgan a Tiffanges; probablemente se prepara alguna expedición: me veo obligado, con gran pesar mío, a deciros adiós: solamente, antes de dejaros, permitidme que mire más de cerca vuestro chaleco y pantalón, de los cuales me han hablado; es una curiosidad y espero que la excusaréis.

—Como gustéis: dijo el joven vendeano.

Y se acercó a los candelabros que ardían sobre la chimenea con una rapidez y una complacencia que hacían honor a su cortesía.

El chaleco y el pantalón parecían ser de la misma tela; ¿pero qué tela era ésa? Al sastre más ladrón le habría sido imposible decirlo.

El pantalón era de un color delicado, entre gamuza y carne, no tenía nada especial salvo la falta de costuras y el ceñir perfectamente.

El chaleco tenía, por el contrario, dos señales características que llamaban más particularmente la atención: estaba agujereado por tres balazos que habían dejado los agujeros abiertos, enrojecidos con carmín para imitar la sangre.

Además, en el lado izquierdo, tenía pintado el corazón ensangrentado, que servía de símbolo a los vendeanos.

Morgan examinó los dos objetos con la mayor atención, pero el examen fue infructuoso.

—Si no tuviera tanta prisa, dijo, adivinaría de qué tela se trata sin más que mis propias luces, pero ya lo habéis oído: probablemente han llegado noticias al comité. Es dinero y se lo podéis anunciar a Cadoudal. Dirijo por lo común esa clase de expediciones, y si tardo, otro se presentará en mi lugar. Decidme pues, ¿cuál es el tejido con que estáis vestido?

—Mi querido Morgan, dijo el vendeano, ¿quizá habréis oído que mi hermano fue hecho prisionero en Bresmire y fusilado?

—Sí, lo sé.

—Los republicanos iban en retirada y dejaron el cuerpo en un vallado; los perseguimos tan de cerca que llegamos detrás de ellos. Encontré el cuerpo de mi hermano todavía caliente. En una de sus heridas tenía clavada una rama de árbol con este rótulo: «Fusilado como salteador, por mí, Claudio Flageolet, cabo en el tercer batallón de París».

—Recogí el cuerpo de mi hermano; le quité la piel del pecho, esta piel, que, agujereada por tres balazos, debía eternamente gritar venganza ante mis ojos, y me he hecho con ella mi chaleco de batalla.

—¡Ah! dijo Morgan con cierto asombro, en el que por primera vez se mezclaba algo de terror; ¡ah, ese chaleco está hecho con la piel de vuestro hermano! ¿Y el pantalón?

—¡Ah! el pantalón es otra cosa; está hecho con la del ciudadano Claudio Flageolet, cabo en el tercer batallón de París.

En aquel momento la misma voz resonó, pronunciando por segunda vez y en el mismo orden los nombres de Morgan, Guyon y Lepretre.

Morgan salió del gabinete.